Hanna Arendt se refirió a la banalidad del mal. En nuestro tiempo, también hubiera podido referirse a la temporalidad del mal: a la perecedera existencia y decreciente conmoción que consiguen las noticias por dolorosas que sean. ¿Acaso recordamos el destructivo terremoto que afectó a Marruecos hace menos de 11 meses? La guerra en Ucrania ocupó grandes espacios en los medios de comunicación cuando se produjo la invasión rusa. Con el paso del tiempo, lo que hemos observado es el retroceso de la información: de las portadas a las páginas interiores, de ser noticia de apertura en radios y televisiones a ocupar lugares mucho más discretos en la escaleta de los informativos. Incluso la terrible y mortífera invasión de Gaza pierde ritmo entre las noticias de actualidad a medida que pasan los meses.
Nos hemos acostumbrado a reducir el impacto de las noticias lacerantes sincronizándolas con un reloj imaginario que, tal como avanza, rebaja la turbación que aquéllas provocan. Aunque se trate de ejemplos de maldad sin matices, hemos establecido una especie de barrera protectora que dulcifica el impacto emocional de la información. El mal que digerimos se va transformando, simultáneamente, en paliativo que suaviza la intensidad de las reacciones. Éstas pueden alcanzar un grado de excitación que trasciende a la calle y los Parlamentos en los primeros momentos, para desinflarse paulatinamente a continuación. ¿Cuántas manifestaciones acompañan ahora a los hechos que se suceden en Gaza y Ucrania? ¿Son los cerca de 40.000 palestinos fallecidos desde el inicio de la ocupación de Gaza menos relevantes que los 10.000 primeros? ¿Reaccionamos igual que en el pasado cuando contemplamos los nuevos cayucos y sabemos de las víctimas de sus naufragios, sepultados anónimos bajo el mar Mediterráneo?
Sucede, asimismo, que el impacto del mal puede reconducirse hasta metamorfosear los principios que iluminaron las reacciones contra su aparición. La invasión de Ucrania por Rusia despertó elevadas vibraciones en la opinión pública porque el hecho de arrebatar parte de su territorio a un país, mediante la fuerza, es contrario a la legislación internacional y anula, tras la invasión, el ejercicio de diversos derechos humanos. Pero ahora, transcurridos cerca de dos años y medio desde la invasión rusa, y sumados los apoyos proporcionados a Ucrania por los países occidentales durante ese tiempo, la indignación inicial se ha deslizado hacia un nuevo estadio en el que comienza a tomar protagonismo la relación coste-beneficio: ¿es sostenible el nivel de ayuda alcanzado si su provisión no dispone de ningún horizonte final? ¿Sería aceptable la negociación de un acuerdo de paz que incluyera alguna cesión territorial de Ucrania a Rusia? ¿Se puede compensar el anterior intercambio de territorio por paz si se añade el “premio” de que Ucrania ingrese en la Unión Europea y, quizás, en la OTAN?
Sí, en la política la búsqueda de soluciones implica, a menudo, la irrupción del pragmatismo y el enclaustramiento de principios y valores o, en el mejor de los casos, su disimulado maquillaje. El precio pagado es la elevación del cinismo a brújula de la conducta negociadora, aprovechando el progresivo desfallecimiento de una opinión pública que, tras el emotivo empuje inicial, transige con alternativas más contables o “realistas” que éticas. Una fatiga acumulada en alguna parte de las conciencias por la abundante sucesión de hechos que irrumpen en nuestras esferas moral y emocional demandando reacciones de condena y rechazo. Estamos tan abastecidos de desgracias que llegamos a un punto de saturación a partir del cual activamos mecanismos de protección. El olvido es uno de ellos. La relativización del suceso es otro. La imitación de la reacción que contemplamos en personas o sucesos cercanos también puede resultar útil como justificación del abandono.
En paralelo con el debilitamiento anímico, los medios de comunicación introducen sus propios sesgos y, con éstos, una determinada escala de prioridades: la proximidad del mal es igual o más importante que su intensidad en numerosas circunstancias. Una proximidad física o cultural que nos permite saber más y sentirnos más cercanos a Europa y América Latina que al Magreb o a grandes áreas de Asia, Oceanía y el resto de África. ¿Acaso conocemos las migraciones internas y a otros países y el grado de inanición que se está produciendo en la población de Sudán: sí, el país cuya cercanía descubren los turistas desde la grandiosidad del templo de Abul Simbel, y del cual no queda apenas huella cuando regresan al crucero que les espera en el Nilo. Ejemplos como el anterior, de doliente actualidad ahora mismo, sitúan ante nuestros ojos esa otra fatiga de la preocupación que, pese a la hiperconectividad (o a causa en ocasiones de ella), se está produciendo de forma recurrente: el caudal de información que recibimos se encuentra abonado a aquello que se supone que nos interesa, no a aquello que es de interés por sí mismo si lo medimos mediante los criterios de bondad y maldad, de distinción entre el bien y el mal que nos proporciona nuestra conciencia moral cuando se sitúa en el terreno de la abstracción objetiva.
La saturación de información y el desmayo gradual de la reacción ética que despierta la noticia de la maldad convierten a ésta en una rutina asimilable, explicativa del creciente distanciamiento de la implicación ciudadana en la superación de obstáculos que, en principio, cabría esperar que aguijoneasen sentidas respuestas personales y sociales. Pero ocurre que la saturación estimula la insensibilidad y puede provocar la aparición de maldades impunes; y sucede que la saturación y la fatiga moral frente a la maldad se insertan en la individualidad: la que moldea la indiferencia y la atención única a lo que incide en el bienestar material y personal. Un estadio peligroso que puede despeñar la conciencia y sus valores morales por el acantilado del nihilismo.