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el callejero

El ingeniero agrónomo que vive en paz con la ELA

Foto: KIKE TABERNER
24/09/2023 - 

Tono de la Torre vive en uno de esos adosados con jardincito por delante y piscina compartida por detrás. Una de esas viviendas en las que, cuando estás tocando el timbre, ya sabes que va a salir un perro corriendo por delante. El perro es Max, al que Tono rescató de una camada que había sufrido malos tratos. De aquellos malos tiempos caninos ya sólo queda un rabo raro que el chucho, feliz e ingenuo, mueve como si fuera el mejor rabo del mundo. Tras la puerta nos espera Tono sentado en una silla de ruedas que adelanta malas noticias y que le deja en inferioridad. Pero este hombre de 58 años, además de ser un tipo exquisitamente educado, no se muestra como alguien atormentado, sino como un ser que vive en paz consigo mismo y con su entorno.

Su hijo, algo más taciturno, baja y saluda con seriedad. Luego, en vista de que Max no para de arrimarse y dar cariñosos lametones, lo coge del collar y se lo lleva escaleras arriba a petición de su padre. Tono está en la planta baja, donde reina, como en tantos y tantos salones, una televisión kilométrica rodeada por montañas de libros en estanterías donde Santiago Posteguillo lo mismo se codea con Graham Greene que con Luis del Val, Haruki Murakami o Dolores Redondo. En una esquina, apoyadas contra un pilar, hay un par de muletas.

Dos mujeres, que andan por la cocina y luego desaparecen, completan la escena. Una de ellas es Luz, que cuida de Tono desde que el 15 de marzo le diagnosticaron ELA, tres iniciales que combinan endemoniadamente mal. A primera hora de la mañana le ha ayudado a vestirse de manera informal -un polo y unos tejanos blancos- para la entrevista, y cuando nos vayamos, le echará una mano para ponerse traje y corbata porque ese mediodía recibe el Premio a la Excelencia Profesional del Colegio de Ingenieros Agrónomos de Levante. A Tono habían tratado de engañarle para que fuera pensando que iba a una comida sin más, pero al ver que insistía en declinar la invitación una y otra vez, tuvieron que decirle que estaba premiado y que iban a estar su madre, su hermana y sus dos hijos. “Y claro, tuve que decir que sí”, explica con una amplia sonrisa antes de añadir que le hace mucha ilusión.

Hace unas semanas, como estaba algo flojo de las piernas, se cayó y se hizo una fractura en el calcáneo -el hueso del talón-. Por eso le tocó aparcar los bastones y pasarse a la silla. Pero esa silla no es una silla temporal, para salir del paso, esa silla es la silla de alguien que la a va tener para sustituir a sus piernas. Tono no parece apurado por esto. Es un hombre en paz. Hoy recibe un premio por una trayectoria profesional en la que ha trabajado en diferentes sectores. Su primer negocio, con 18 años, lo montó y desmontó con un compañero. Él estudiaba para ser ingeniero agrónomo y su amigo, Económicas. Juntos montaron una producción de humus de lombriz roja de California para hacer biofertilizantes. La aventura duró poco. 

Arrendaron un terreno, compraron un camión de lombrices, toneladas de estiércol y confiaron en la palabra de un socio capitalista que era oficial de una notaría. “Pero luego no pagó nada y, después de varios meses currando y con una producción de lombrices bastante grande, con el diseño del envasado hecho, nos tocó devolverlo todo porque el socio no quería pagar. Esa fue una enseñanza muy buena”.

Un infarto “bestial”

Tono tuvo una andadura más sólida por Anecoop y los nueve años que estuvo como director de proyectos en una ingeniería. Al terminar la carrera contactó con un ingeniero agrónomo, Leopoldo Ortiz, que fue eurodiputado por el PP y pasaba tanto tiempo en Bruselas que le contrató. “Tenía una ingeniería pequeña, pero trabajamos mucho porque en aquella época España acababa entrar en la Unión Europea y había muchísimo dinero. Entonces la industria agroalimentaria española estaba completamente atrasada. Había muchísimas cosas que hacer: reforzar la cadena de frío, ampliar las naves, modernizar maquinaria e infraestructuras… Estos fondos europeos fueron un aliciente muy grande, había muchos proyectos por hacer y nos fue muy bien. En aquella época, yo era de los que tenía más proyectos en el colegio”.

Después de esos nueve años, le contactó Olallo Villoldo, el otro ingeniero agrónomo, junto a Leopoldo Ortiz, del que Tono aprendió mucho. Es el presidente de Grupotec, una de las mayores ingenierías de España. “Entonces era una pequeña ingeniería, pero quería diversificar con otros negocios y me propuso llevar la dirección. La verdad es que crecimos muchísimo gracias a que hicimos proyectos de todo tipo”.

El viento soplaba de popa hasta que llegó la crisis de Lehman Brothers y roló. La economía mundial se desmoronó. Grupotec estaba en plena expansión internacional y De la Torre se pasaba el año viajando por Sudamérica abriendo delegaciones. En 2009 la empresa tuvo que apretarse el cinturón y aligerar el gasto. Llegaron los despidos. Tono tenía que firmar el finiquito de compañeros a los que consideraba amigos. Fueron jornadas difíciles. Tono iba a firmar veinte despidos de “veinte buenos ingenieros, veinte buenas personas”, compañeros que él mismo había contratado. 

Un día se fue a comer al Cabanyal con varios amigos, entre los que estaba Juan Francisco Juliá, entonces rector de la Universidad Politécnica de Valencia. Tono se levantó a mitad comida para ir al baño y ahí le dio un infarto de miocardio. “Fue un infarto fulminante, bestial. Me desmayé, pero luego pude salir y llegar a la mesa. Me encontraba mal, muy mal. Les dije que sentía interrumpir la comida, pero tenían que llevarme a un hospital. Uno de los amigos se ríe porque dice que soy educado hasta cuando estoy a punto de morir”.

Tono, que entonces tenía 44 años, salvó la vida por un par de casualidades. La primera fue coincidir en la mesa con el rector de la UPV, que tenía un chófer en la puerta que se lo llevó a 140 km/h al Clínico, donde tuvo un segundo golpe de suerte. “En el Clínico me vieron y decretaron la alerta naranja o algo así. Durante esas fechas estaba prevista la visita de alguien muy importante a València y tenían una habitación preparada por si había una urgencia, y me mandaron ahí. Así que venían los médicos y los enfermeros y lo primero que preguntaban era quién era yo, y les decía que yo no era nadie”.

Le quedaban cinco años

Los cardiólogos hablaron con su mujer y le comunicaron que se había salvado pero que el corazón estaba muy dañado y que no iba a durar más de cinco años. “De eso me enteré después. Me lo dijo mi mujer cuando nos divorciamos. Por eso ahora el diagnóstico de la ELA me ha afectado menos. Porque ya hace casi quince años desde que dijeron que me quedaban cinco. Yo llevo mucho tiempo abriendo los ojos por la mañana y agradeciendo este regalo diario”. 

El susto le impulsó a dejar la actividad frenética de Grupotec y dedicarse a algo más liviano como era una empresa de chárter náuticos (Náutica 4U) en la que estuvo desde 2010 a 2020. “Yo soy muy aficionado a la náutica, soy capitán de yate. Por eso me decidí a comprar unos barcos de vela y montar la empresa en la Marina Real. Tuvo mucho éxito y, además, mi trabajo consistía en negociar las vacaciones de un cliente en la bañera del barco en bañador, yendo a Ibiza, cosas más relajadas que negociar contratos de varios millones para Grupotec. Ahí me dieron también la distribución de un astillero francés, Dufour, y me convertí en el que vendía más barcos en España”.

Pero pasaron los años, Tono vio que no se moría y entonces comenzó a echar de menos las emociones más fuertes. “A mí me va la marcha”, confiesa. Y por eso hace diez años fundó Biotec Energías Renovables, dedicada a la construcción de parques solares fotovoltaicos. Su corazón resiste y, aunque su futuro no es el más halagüeño por culpa de la ELA, asegura que vive tranquilo y sin miedo a la muerte.

Una llamada interrumpe la conversación. Tono de la Torre está tramitando la dependencia por discapacidad y está enredado con toda la burocracia. Todo empezó hace dos años, cuando unos amigos con los que se había ido de viaje en todoterreno por Los Ángeles y Baja California empezaron a burlarse de él porque caminaba “como un pato”. No le dio mucha importancia, pero sí empezó a notar que flojeaba de la pierna derecha. Contrató un entrenador personal, pero la pierna no mejoraba. Hasta que un día, ya más preocupado, llamó a su hija Cristina, que es médica rehabilitadora y trabaja con enfermos de ELA. Ella ve cada día sus problemas, sus dificultades. “Ella sabe lo que es y por eso supuso un disgusto más grande que para mí. Me hicieron toda una serie de pruebas horrorosas y ya iban viendo por dónde podían ir los tiros”.

En marzo le pusieron nombre. Tono tuvo claro desde el principio que su preocupación no era el tiempo que le quedaba de vida sino la calidad de esa vida. De momento no tiene problemas de respiración ni de deglución. Lo que sí ha hecho, empujado por su alma de emprendedor, es presentarse voluntario a un programa experimental de La Fe. “Forma parte de una red de hospitales europeos y norteamericanos. Ensayan con un nuevo fármaco (el PTC857) de una empresa de Nueva Jersey que es un antioxidante muy potente para reducir el estrés oxidativo. Es la primera vez que se prueba con personas. Antes lo hicieron con ratones y monos. Somos 250 pacientes en todo el mundo. Es alucinante. Mañana viene un enfermero contratado por el laboratorio, monta aquí un pequeño laboratorio y centrifuga la sangre. Separa el plasma, saca dos tubitos y en la puerta tiene un transporte esperando para llevárselo al aeropuerto de Manises y enviar la muestra al laboratorio que tienen en los Países Bajos. Si me hace algo, pues me vendría muy bien; y si no, pues al menos he colaborado en una investigación y he sido útil”.

Un terremoto en México

Tono sí lamenta que los pacientes no reciben casi ayuda. “Yo me he tenido que adaptar la casa. He metido un ascensor, el baño, mi habitación. el tratamiento de fisioterapia. El centro salud me lo retiró porque, como la ELA es imparable, entonces consideran que no merecemos ese tratamiento… Es muy fuerte. Hay gente que no puede adaptarse la casa. Es un coste bestial. Los  que están en una fase muy avanzada tienen un mantenimiento carísimo. Yo no aguantaré tanto. Yo ya he hecho las voluntades anticipadas y no quiero que me pongan un tubo en la garganta. Respeto lo que decida cada uno, pero yo no”. 

Su espíritu combativo y la propina que le ha concedido su corazón maltrecho hacen que relativice. Mientras pueda, seguirá con su vida. Este verano los amigos, que cumplían cuarenta años de relación, se lo llevaron a Sicilia: viajes por la isla, comilonas y, a la noche, partidas de póker regadas por un buen whisky escocés. “Procuro hacer una vida lo más activa posible”. Lo que peor lleva es el sufrimiento de su madre. María Pilar tiene 86 años y una madre nunca está preparada para ver sufrir a su hijo. “Ha sido un palo para ella”, dice.

Pero no se arruga. Tono se apresura a contar que ha hecho tantas cosas en su vida, que siente que puede irse tranquilo. Por eso vive en paz. Piensa que no le queda nada por hacer. Ha viajado por todo el mundo. Ha tenido una vida laboral intensa (y ahora premiada). Dos hijos. Se acuerda entonces de los años que estaba loco por las motos. Y del porrazo que se dio con la Triumph Bonneville, que fue la última. Ya no más, que ya está bien de tentar a la suerte. 

“Yo he disfrutado a tope de la vida. He vivido mucho. Las cosas chulas que quería hacer, ya las he hecho. Si hasta sobreviví a un terremoto en México en el que murieron 400 personas. Yo salí del edificio mientras caían cascotes y saltaban chispas. Se quedó toda la ciudad triste. He vivido huracanes en República Dominicana. También me intentaron secuestrar unos falsos policías en Bogotá. Así que ahora voy a hacer lo que me salga de las narices. Si me apetece viajar, viajaré. Si me apetece quedarme en casa, me quedaré. Aunque, en realidad, es lo que he hecho toda mi vida…”.

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