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el callejero

El lápiz de Harca no se jubila

Foto: KIKE TABERNER
23/05/2021 - 

VALÈNCIA. Juli Sanchis (Picassent, 1942) es un hombre muy serio pero también con mucho humor. Un hombre que viste una camisa de cuadros con un boli asomando por el bolsillo pero también un hombre que es capaz de despedazar a Abascal y Díaz Ayuso con unos cuantos trazos sobre papel Caballo. Juli Sanchis es Harca, su nombre artístico. Harca era un grito de guerra de los 'maulets' y también su seudónimo durante los cincuenta años que lleva en el oficio de dibujante, medio siglo coronado con un libro y una exposición itinerante de su obra que ahora acaba de dejar Aldaia y se ha instalado en Alcoi. 

Hace unos meses, en un movimiento torpe en la escalera del edificio de la calle Calvari donde vive, en Picassent, cayó de frente y se hizo polvo las dos rodillas. A sus 78 años se vio, de golpe, sentado en una silla de ruedas, con las dos piernas estiradas sin poder doblarlas. Se vio inútil, dolorido y torpe. Pero todo cambió cuando le llevaron hasta la habitación donde dibuja y comprobó que las piernas en alto seguían cabiendo debajo de la mesa. Vamos, que al menos podía dibujar.

"Yo me conozco siempre dibujando, con un lápiz en la mano", afirma, sin dudar, en el salón de su casa, una habitación con las paredes forradas de platos de cerámica y dibujos. Juli dialoga moviendo unas manos enormes con dedos como rosquilletas y se le nota aliviado después de haber pasado unas semanas muy incómodas por culpa del accidente. "Es que la gente me llamaba y me decía que me veía muy bien, y yo les contestaba que de cintura para arriba era Harca y de cintura para abajo, Mazinger Z".

Su afición innata por el dibujo recibió un gran impulso cuando llegó a Picassent, a dirigir las Escuelas Nacionales, un maestro llamado Ignacio Sáez. Con 13 años le animó a apuntarse a hacer un curso de pintura en San Carlos, en València. Aquel hombre vio la ilusión de ese joven alumno y le permitía salir antes de clase para que le diera tiempo a coger el tren e irse a la ciudad. 

Juli era hijo de labrador y el mayor de cuatro hermanos. Un agricultor con espíritu emprendedor que acabó montando un supermercado en el pueblo. También un padre conservador que desanimaba al hijo artista diciendo que por ese camino iba a acabar muriéndose de hambre, que lo correcto era prepararse como contable y meter cabeza en un banco, el paradigma de la seguridad laboral para varias generaciones. Juli fue obediente y de adolescente estaba ya trabajando en el Banco Bilbao-Vizcaya repartiendo cartas. Pero, eso sí, en cuanto salía de la oficina se ponía a dibujar.

En Picassent había un club cultural que fue crucial a la hora de azuzar las inquietudes culturales de Juli. Ahí editaron una revista mensual que llegó al número 70 y en la que Juli logró colar sus dibujos. "Al principio era mecanografiada con papel de calco y tenía que pasar por la censura en Gobierno Civil. Ahí empiezo a hacer dibujo clásico. Y luego, dibujo cómico, pero eso ya fue con 26 años. Yo tenía inquietudes culturales y hacía de todo en el club".

A los 31 se casó con su actual mujer, Lola. El matrimonio dejó el pueblo y su incesante actividad cultural para meterse en un piso de 90 metros cuadrados en la ciudad donde en unos meses, nueve después de su luna de miel en Mallorca, iba a llegar la primera hija. "Sentía que me ahogaba", recuerda. Pero era lo mejor. Juli llevaba varios años trabajando en Viuda de Miguel Roca, una especie de grandes almacenes, y cada mañana salía de casa con un bocadillo para el almuerzo y otro para la comida. A la hora del descanso y a mediodía, cogía el bocata, se iba hasta la plaza del Caudillo y se lo comía. Luego, cuando ascendió un poco en la empresa, ya pudo comenzar a ir al bar de vez en cuando, pero este joven empleado llegó a la conclusión de que si seguía comiendo fuera de casa todos los días iba a acabar con una úlcera y por eso él y su mujer, que era enfermera, optaron por comprarse un piso cerca del trabajo.

El trabajo jamás sofocó su ansia por dibujar. En una olimpiada del humor seleccionaron un dibujo suyo y eso sirvió para que se sacudiera todos los complejos y las dudas que acarreaba desde que comenzó a hacer sus primeros bocetos. "Ahí descubrí que podían gustarle mis dibujos a alguien más que a mí". Y, con la autoestima reforzada, cogió un día varios dibujos y se fue a ver a Guillermo Ortigueira, que dirigía la delegación del diario Pueblo en València. Al acabar, salió y se fue al Levante. Le cogieron en los dos periódicos, pero, con la misma rapidez, le dijeron que no podía publicar en dos medios rivales. Juli eligió el Levante y estuvo colaborando ahí los siguientes cuatro años.

No fue sencillo compaginar su trabajo en Viuda de Miguel Roca con su nueva faceta como viñetista. "En aquella época se hacía todo en la redacción. A mí me avisaban a las seis y media de la tarde para que dibujara sobre un tema concreto. Pero no salía de trabajar hasta las siete o siete y media; entonces me iba a casa corriendo y tenía que pensar, hacerlo y a las ocho y media tenía que estar el dibujo en el periódico, en del polígono Vara de Quart. Tenía que ir follado. Me pagaban mil pesetas por dibujo publicado. Fue un intento de profesionalizarme, pero eso era muy complicado en València. Publicaba en todo lo que se editaba en València. Y hasta un verano, en agosto, llegué a sustituir a El Roto en El País. Pero me di cuenta de que no podía vivir de eso. Así que me propusieron montar Feco (una organización de dibujantes de ámbito nacional) en 1992. Me decanté mucho por los certámenes. Te daban dos meses y eso me permitía hacerlo tranquilamente. Ahí es donde más he participado porque me permitía compaginarlo con el trabajo".

Sobre el papel, primero con el lapicero número 2, luego con los rotuladores Stadler de diferentes grosores y finalmente con las acuarelas, ese oficinista de gafas y rostro serio abría su mente y liberaba el dique de su vis cómica. El lápiz se convertía la mayoría de las veces en una lanza con la que ensartaba a los políticos de cada momento. "Yo, al principio, no sabía si era humor, mala leche o sátira. Yo, en realidad, empecé para reivindicar la cultura valenciana. Pero cuando comienzas a ir a certámenes en el extranjero y tu trabajo pasa fronteras eso deja de entenderse, y es cuando me centro en el dibujo social o político".

Poco a poco fue definiendo su estilo. El jovencito que firmaba como Julio empezó, después de ver la obra de teatro La dansa del velatori, de Manolo Molins, a llamarse Harca. Lo escuchó, le gustó y sonaba bien, a guerra. Y él quería pelear contra las injusticias y los políticos de dudosa moralidad. Dibujo a dibujo fue soltándose hasta acabar convirtiéndose en lo que es él como dibujante. "Soy bastante mordaz. Creo que el humor no debe tener límites, nada es intocable. Creo en la libertad de expresión. Pero cada uno tiene que ver hasta dónde quiere llegar. Ese chiste que hizo Charlie Hebdo del crío aquel pienso que entra dentro del mal gusto. Pero el humor blanco tampoco me gusta. Yo quiero que tenga contenido, que sea pujante y remueva".

Sobre la mesa, al lado del libro de sus cincuenta años de trayectoria, hay varias láminas con dibujos suyos. El primero, el único que se ve, es una burla sobre la complicidad entre Abascal y Ayuso. Aunque el político con el que más se ha cebado, con diferencia, ha sido Mariano Rajoy. "Yo no soy apolítico y a mí, además, se me ve el plumero. Me cuesta más criticar a Sánchez que a Rajoy".

Con el tiempo, cuando llegaron los nietos, se volvieron, abuelos abnegados, a Picassent. Su hija la mayor vive en Estados Unidos. La segunda es psicóloga. Y el tercero, periodista.

Antes tuvo que dar un golpe de timón en su vida. Con 42 años, en vista de que Viuda de Miguel Roca iba directo a la quiebra, prefirió dejar su empleo para buscarse la vida. Juli encontró su sitio en una incipiente Federación de Pilota Valenciana presidida por el arquitecto Víctor Iñurria. Al principio solo iba a echar un cable con los papeles, pero la federación recibió una subvención de dos millones de pesetas y pudo profesionalizarse. Juli, que se encargaba de la parte administrativa, echó el ancla y trabajó allí los siguientes 21 años de su vida.

A los 63 años, harto de soportar a un presidente, Ramón Sedeño, que recelaba de él, prefirió jubilarse. Nunca fue aficionado al deporte, pero durante tantos años llegó a apreciar una modalidad que, encima, engarzaba con su idea de defender la cultura valenciana.

Nunca, ni en el Bilbao-Vizcaya, ni en Viuda de Miguel Roca, ni en la Federació de Pilota Valenciana, dejó de dibujar, de empuñar su lanza de carboncillo. Y siempre que veía un artículo que le parecía interesante, lo arrancaba y lo archivaba. Así, cuando recibía un encargo, cogía y se documentaba con lo que tenía almacenado.

Juli no solo es dibujante, también es lector. Se decanta por el producto autóctono. "A mí me gusta Ortifus porque tiene mucha gracia. Enrique, el de Información, también me gusta mucho. Y otro de la Comunitat Valenciana que me encanta es Quique. Madrigal es un crack; con sus rayas y sus cosas te hace unos dibujos estupendos. Gallego y Rey no los sigo mucho ahora, pero también me gustan. El Roto me gusta mucho, es un filósofo. Y Peridis me gustaba, pero últimamente menos".

Antes de acabar, abre una carpeta, saca un papel y lo desliza encima de la mesa. Es un retrato que le hizo Sciammarella, el formidable caricaturista de El País, con quien tiene amistad desde hace años. "Es una pasada. Mira el cabrón cómo me pone la cabeza", exclama mientras se ríe a carcajadas de cómo Sciammarella se ha centrado en su ojo estrábico.

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