Hoy es 26 de diciembre
“Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”. Jorge Luis Borges
Avanza, inexorable, el verano. En estos días de abrasadora canícula, nuestra memoria se refugia, con evocadora nostalgia, en aquellos lejanos recuerdos que nos dejó la infancia, la adolescencia y la ardorosa juventud. Recorremos, infatigablemente, las escenas que la vida no nos permite olvidar: el río, escasamente frondoso, de Navas de Oro, con sus laderas rodeadas de chopos y sus merenderos al atardecer; la playa de Alicante, con sus helados imposibles y esos castillos de arena que se deshacían con cada golpe de mar; la cálida sonrisa de mi madre y el severo rostro de mi padre; las salinas de Torrevieja y la pesca al amanecer; aquella chica con la que bailamos aquella tarde en la que la adolescencia se asomaba inocente y alentadora. Pero, sobre todo, recordamos unas lecturas que nos descubrían un mundo que desconocíamos, y al que solo habíamos accedido en las sesiones dobles de los cines de verano, justo cuando la noche se abría ante nuestros ojos.
Lecturas que se fueron convirtiendo, sin apenas darnos cuenta, en compañeras de viaje, en historias que se resistían a ser olvidadas, porque ellas guardaban el aroma que deja la calma cuando respiramos, y ese tiempo y esa mirada que solo existe en las alamedas de nuestra infancia. Lecturas primerizas, y a menudo desordenadas, pero en las que descubrimos placeres que llenaron nuestras horas y nuestros días de una belleza, silenciosa y secreta, que se deslizaba entre los pliegues de nuestras inmaduras manos.
Más tarde, llegó la primera adolescencia. Tiempo de rebeldía. Tiempo de suspensos. Tiempo en los que repetir el curso formaba parte de nuestro escenario más cotidiano. Tiempo de expulsión del instituto. Tiempo de largo internado en Campillos. Pero en ese tiempo de desconcierto siempre tuvimos tendida la acogedora mano de la Literatura. El hilo de sus historias vino a tejer un particular refugio en nuestra vida. Sin darnos cuenta, empezamos a advertir que en la Literatura tenemos las palabras, y las palabras llenan el espacio y el aire que nos cobija. En sus páginas, sus personajes nos hablan y nos miran fijamente. Si algo no hay es mentira en sus rostros. No puede haberla, porque cuando leemos a quienes cuidan el idioma, a quienes nos transportan a una época y a unos personajes que son capaces de abrazar la realidad con la misma fuerza con la que nosotros enhebramos nuestros mejores sueños, sabemos que las palabras, como la vida, se vuelven sabiduría.
Cuando esto sucede, surge lo inesperado, ese milagro que nos recuerda que siempre vendrán y nos acariciarán con sus débiles manos de papel, manos con las que recorrerán, una a una, las páginas de un libro, de un cuaderno o de un viejo corazón que las lee con la pausa que deja la noche y la mirada. Acabada la lectura, si están seguras de haber recubierto de afectos todos los poros de nuestra piel, se alejarán, sin que nos demos cuenta, para poblar otros sueños y otras historias; paisajes que la memoria guarda en los infinitos baúles de la vida, de esa vida que impide que el ser humano se convierta en una isla en el corazón del tiempo.
En ese afamado internado, al que tanto le debemos, las lecturas, como las partidas de ajedrez, se sucedían unas tras otras. En las horas de letargo, se asomaba a la ventana de nuestra imaginación los desgarrados personajes que Baroja dibujó en La busca; la poesía, siempre pulcra, de Juan Ramón Jiménez; El buscón de Quevedo, de cuya picardía tanto aprendimos; La Celestina, con su mirada de arpía; El lobo estepario de Hermann Hesse, novela a la que siempre debemos volver; Los sótanos del Vaticano de Adré Guide, de inconfundible irreverencia; las tenebrosas narraciones de Poe; la primera lectura de El Quijote, de inagotable lectura; o esa novela inolvidable –y hoy tristemente olvidada– que es La vida nueva de Pedrito de Andía, de Sánchez-Mazas, una obra que tanto nos recuerda a Helena o el mar del verano de Julián Ayesta. Lecturas que realizábamos acompañados de un pequeño diccionario. Un fiel escudero que nos recordaba que, aunque nada o muy poco sabíamos, él estaría ahí, para ayudarnos en lo que estimáramos oportuno. Cabe decir que nunca nos falló.
“Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”. Así inicia Marguerite Durás su conmovedor relato El amante. Muy pronto se acabó la adolescencia. En octubre de 1981, accedíamos, sumamente ilusionados, a la Facultad de Filosofía y Letras de Alicante. Entre las distintas variantes, nos decantamos, sin dudar, por estudiar Geografía e Historia. Un sueño hecho realidad. Los veranos de esos cinco años, como los cinco posteriores en los que estudiamos Derecho, no fueron en vano. Al margen de fiestas y de algún acontecer inconfesable, las tardes y las noches las pasábamos leyendo. Lecturas que compaginábamos con Polvo de Estrellas, el mítico programa de Pumares. Cine y Literatura llenaban –y llenan por igual– nuestros días. Podíamos ver El hombre tranquilo de Ford, Encadenados y Rebeca de Sir Alfred o Carta a una desconocida de Max Ophül, para pasar, sin apenas continuidad, a leer a escritores como Homero, Sófocles, Esquilo, Eurípides, Dostoievski, Tolstoi, Thomas Mann, Delibes, Cela, Galdós, Clarín, Borges, Hermann Hesse, Stevenson, Dickens o Balzac; autores a los que más tarde se sumarían, entre otros muchos, Camus, Orwell, Kafka, Rulfo, García Márquez, Zweig, Roth, Lenz, Faulkner, Eliot, Ángel González, Valente, Manzoni o John dos Passos; dramaturgos que nos invitaron, una y otra vez, a pasear por los paisajes inhóspitos y quebradizos del alma; novelistas que nos advirtieron que en la Literatura las palabras respiran, y no enmudecen; poetas que nos hicieron saber que las emociones, al igual que las pasiones, se cobijan bajo la luz y el aire de cada línea que se presenta ante nuestra cautivada mirada.
Ahora, que los años han pasado, sabemos que atrás quedaron libros que nos enseñaron a detenernos y a contemplar la quietud de un instante, a comprender que la vida no es, como nos describiera Kafka, una espera trivial y fortuita, un proceso que aboca al hombre a una amalgama de laberintos que forman, como en el Fausto de Goethe, la antesala de su propia ejecución, sino una continua lucha y una permanente esperanza, la que invita a descifrar la profundidad de un alma que descree del fracaso o del éxito, porque entiende que la vida son hojas de un mismo Libro Sagrado, cuya mera lectura nos adentra en un tiempo y en un espacio que son la verdadera conciencia de la Humanidad, aquella en la que el cuerpo piensa y el alma se emociona.
Precisamente porque conocemos esta verdad, no podemos ocultar que nos queda una duda por resolver: saber si nuestros alumnos se han acercado a aquellos libros que colmaron de inquietud y de confianza nuestra existencia. La duda nos hace comprender que nos sentiríamos recompensados si ellos fueran capaces de olvidar su lasitud para adentrarse, de lleno, en esa cultura que les otorga saber, y en el saber, la vida. Si no lo hacen, si no se adentran en la aventura del saber, es posible que con el paso de los años resuenen en sus mentes las amargas palabras que dejara por escrito Péguy: “Él sabe; y sabe que no sabe. Sabe que no es feliz. Sabe que, desde que el hombre existe, ningún hombre ha sido nunca feliz. Lo sabe tan profundamente, con un conocimiento tan infiltrado en lo hondo de su corazón, que es sin duda la única creencia, la única ciencia a la que se siente unido y vinculado”.
Esta lapidaria argumentación no puede ser desatendida. La firmeza de voz señala el camino a seguir. Este indica, con total crudeza, que, si no son capaces de luchar por alcanzar esa edad de la razón y del saber, solo les quedará una sabiduría desengañada, la que nos lleva, como recuerda Sainte-Beuve, a la perdición: “¿Envejecer? La gente se endurece en parte, se pudre en otra, mas no madura”. Si esto sucede, esa mayoría de edad que predicaba Kant, asumiremos, como propia, la sentencia que leemos en Los hermanos Karamazov: “Somos todos responsables de cada cual, y cada cual es culpable ante todos, por todos y por todo, y yo más que nadie”. Lo somos, porque sabemos, con Hiperión, que “Nada puede crecer y nada puede hundirse tan profundamente como el hombre” (Hölderlin).
En breve, el tiempo caerá sobre las hojas húmedas, y atrás quedarán, en la trémula luz de nuestras vidas, aquellas lecturas que duermen, con respiración pausada, en los campos de nuestra memoria. A ellas nos acogemos.
Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Valencia