La libertad de expresión ha sufrido durante los últimos años una profunda erosión de resultas de diversas presiones procedentes de ambos lados del espectro político. Los partidos de izquierda que actualmente dominan la mayoría de los poderes legislativos y ejecutivos del Estado español han dado continuidad e incluso acentuado las tendencias liberticidas, autoritarias y moralistas que antes habían impulsado fuerzas de derechas y que siguen reflejándose en múltiples disposiciones legislativas y decisiones judiciales. Lo único que ha cambiado, hasta cierto punto, es el sentido, el contenido, de las opiniones y manifestaciones expresivas que ahora se trata de coartar.
En poco más de una semana hemos tenido noticia de tres nuevas muestras de este deplorable fenómeno. Primero, el Tribunal Constitucional desestimaba un recurso de amparo interpuesto contra una sentencia que había condenado penalmente a un sindicalista que durante una protesta laboral había llamado a quemar la “puta bandera” de España. Días después, un Juzgado de Málaga dictaba también una sentencia penal condenatoria contra una de las cabecillas de la 'Gran Procesión del Santo Chumino Rebelde' (en la que se había paseado una vagina de plástico gigante vestida con los hábitos de una virgen), por considerar que la acusada “llevó a cabo actos gravemente ofensivos y vejatorios para los sentimientos de los católicos”. Posteriormente, y a modo de traca final, la Conselleria de Transparencia y (¡qué ironía!) Calidad Democrática anunciaba la iniciación de un procedimiento administrativo sancionador contra tres personas por haber exhibido durante una manifestación simbología nazi, la bandera española con el escudo franquista, la bandera de la Falange y saludos fascistas, en violación de la “memoria democrática” y la “dignidad de las víctimas”. Nótese que aquí la eventual sanción vendrá impuesta no por un Tribunal integrado por magistrados independientes, sino por la propia Conselleria, que actuará a modo de 'juez y parte'.
Este último caso ilustra bien el escaso y menguante aprecio que nuestros gobernantes muestran por la libertad de expresión, el pluralismo político y, en general, los derechos fundamentales de los opositores al régimen vigente. Por de pronto, la sanción administrativa anunciada vulnera flagrantemente el principio constitucional de legalidad, con arreglo al cual los ciudadanos sólo pueden ser castigados por la realización de aquellas conductas que hayan sido definidas previamente como infracciones por el legislador. Los hechos en cuestión no encajan en ninguna de las infracciones contempladas por la Ley 14/2017, de 10 de noviembre, de memoria democrática y para la convivencia de la Comunitat Valenciana, que la Conselleria esgrime. El legislador valenciano, ciertamente, ha tipificado como infracción “el incumplimiento de la prohibición de exhibir públicamente elementos contrarios a la memoria democrática, conforme al artículo 39”. Pero este artículo 39 sólo se refiere a “elementos adosados o situados en edificios públicos o en la vía pública”, o en “edificios de carácter privado con proyección a un espacio visible de acceso o uso público”. Elementos entre los que de ningún modo cabe incluir las banderas que los participantes en una manifestación puedan mostrar, ni los saludos que puedan realizar, en el curso de la misma
Por otro lado, dicha Ley tampoco ha previsto sanción alguna para las personas que lleven a cabo las conductas mencionadas en su artículo 40, que dispone que las administraciones valencianas “en el marco de sus competencias… prevendrán y evitarán la realización de actos efectuados en público que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares, exaltación de la sublevación militar o del franquismo, u homenaje o concesión de distinciones a las personas físicas o jurídicas que apoyaron la sublevación militar y la dictadura”. Y no ha previsto sanción alguna a este respecto porque lo contrario hubiera excedido claramente de las competencias de la Generalitat Valenciana. Nótese que la referida Ley se dicta al amparo de las competencias de la Generalitat en las materias de cultura y patrimonio cultural, administración de justicia, autoorganización, enseñanza, expropiación forzosa, ordenación del territorio y urbanismo. Este último título competencial permite a la Generalitat regular, bajo ciertas condiciones, el aspecto de los edificios y las vías urbanas, pero en modo alguno los símbolos y los saludos que los ciudadanos pueden exhibir durante las manifestaciones.
Además, esta sanción, al igual que las consideradas en los casos de la “puta bandera de España” y del “santo chumino rebelde”, constituye, en nuestra opinión, una restricción inaceptable de la libertad de expresión. Carece de justificación reprimir manifestaciones expresivas como estas, que no incrementan significativamente el riesgo de que algún bien jurídico protegido –por ejemplo, la vida o la integridad física de las personas– sufra efectivamente alguna lesión. No cabe castigar expresiones simplemente para evitar el desagrado –la ofensa a los “sentimientos”, ora “religiosos”, ora “patrióticos”, ora “republicanos” o de cualquier otra índole– que las mismas puedan causar a determinados individuos. Y ello, cuando menos, por las siguientes razones.
En primer lugar, porque cabe razonablemente asumir que el bienestar que a una persona reporta expresarse libre y públicamente de una determinada manera es muy superior a la pérdida de bienestar que para otra persona implica contemplar o tener noticia de esa manifestación expresiva.
En segundo lugar, porque muchas veces resulta contraproducente tratar de reprimir la expresión y difusión de semejantes mensajes “ofensivos”, en la medida en que censurarlos o castigarlos suele incrementar su visibilidad (es el llamado “efecto Streisand”), lo que aumenta tanto el “daño” que ocasionan a las “víctimas” como el beneficio que reportan a sus autores, lo cual, a la postre, incentiva su realización.
En tercer lugar, también las expresiones consideradas detestables o erróneas por la mayoría de la población tienen un importante valor para una sociedad democrática, en tanto en cuanto estimulan y alimentan el debate público y, en consecuencia, permiten depurar, legitimar y reforzar otras posiciones más correctas o justas. A todos nos interesa que cualesquiera ideas puedan ser objeto de discusión.
En cuarto lugar, semejantes restricciones de este derecho fundamental constituyen una suerte de suicidio diferido en un sistema democrático, políticamente plural, donde cada cierto tiempo se vuelven las tornas. Al castigar manifestaciones expresivas que desagradan a sus votantes, los gobernantes de hoy están propiciando que la libertad de esos mismos votantes sea coartada el día de mañana, cuando los partidos políticos competidores accedan al poder y traten de contentar de igual manera o quizás más agresivamente los gustos de sus propios electores.
Finalmente, nos parece muy cuestionable que la potestad de juzgar si los contenidos de ciertas expresiones infringen o no la ley y, en su caso, sancionar a los infractores se entregue a una autoridad administrativa de naturaleza abiertamente política, en lugar de a jueces independientes. El riesgo de que los políticos controlen y castiguen de manera sesgada, desviada, parcial, arbitraria o abusiva el ejercicio de la libertad de expresión de sus opositores es, obviamente, demasiado elevado. Este grave poder debería reservarse por ello a los Tribunales. De hecho, esta es la solución que se desprende del artículo 20 de la Constitución española, en el que queda patente la voluntad de poner dicha libertad y la de información al abrigo de los controles administrativos de que ambas fueron objeto durante el franquismo. Pero no es la solución que luce en la Ley valenciana de memoria democrática, ni tampoco en otras muchas leyes estatales y autonómicas similares dictadas durante los últimos años, que en este punto se encuentran alineadas, irónicamente, con los principios de la dictadura franquista.
Si hoy reconocemos a una diputada de Unides Podem la potestad de precisar qué banderas, saludos, símbolos y mensajes podemos mostrar públicamente y cuáles no, bajo amenaza de sanción, por “humillar” u “ofender” los sentimientos de ciertas personas, mañana tendremos que aceptar que esta potestad sea ejercida por un diputado de Vox, en interpretación y aplicación de una ley aprobada por una mayoría política de la que Vox forma parte.