Pablo Folgueiras, un porteño de 54 años, se acerca a decirme una confidencia a la oreja: “Nosotros, los argentinos, nos pensamos que los jugadores nos escuchan en el campo. Y por eso animamos tanto”. Y llega el susurro después de que 45 argentinos lleven, qué sé yo, treinta, cuarenta, cincuenta minutos dando gritos delante de una televisión dentro de El Holandés Errante, uno de esos bares de universitarios que hay cerca de Blasco Ibáñez y que, como en un chiste del destino, han elegido para ver el Argentina-Países Bajos. Pero lo gracioso del asunto es que el bar, un bar que anuncia comida holandesa a la entrada en un cartel con un bocadillo lleno de patatas fritas, así que eso debe ser la comida holandesa, se divide en dos nada más entrar: en un salón, a la izquierda, se sientan los neerlandeses, más comedidos, y en el otro, a la derecha, se instalan los argentinos, todo bullicio.
Los dos grupos llegan con la ilusión de alcanzar las semifinales del Mundial de Catar. Unos y otros beben cerveza y andan entre eufóricos y educados, tanto que alcanzan una entente para sintonizar ambos La 1 y así evitar que un salón cante los goles antes que el otro. Pero, claro, los sudamericanos están acostumbrados a una narración tan pasional que el relato de Juan Carlos Rivero, el periodista de RTVE, parece una letanía. Y se desesperan. “¡Qué amargura!”, exclaman, estirando la u, en cuanto le escuchan hablar en ese tono tan correcto. Así que ahogan sus comentarios con cánticos de barra brava.
El Holandés Errante lo regenta un neerlandés que se casó con una española. Así que él atiende a sus compatriotas y ella, Yolanda, a los argentinos. A Yoli ya la conocen porque todos ellos son hinchas de San Lorenzo de Almagro, el club porteño, del barrio de Boedo, y hace un par de meses que se juntan allí para ver sus partidos y compartir la añoranza. Los cuervos -el nombre que reciben los hinchas de San Lorenzo- han recalado allí porque antes los han echado de todas partes. “No todo el mundo está dispuesto a tener en su bar a un grupo de energúmenos que se pasa el partido chillando”, bromea Pablo, que ha llegado al Holandés Errante con su mujer y su hija pequeña, una adolescente de 15 años y ojos de dulce de leche que ya ha heredado con total naturalidad la pasión y la argentinidad de sus viejos.
La voz cantante la lleva un tipo calvo que se sabe el disco completo de cánticos de la albiceleste. Algunos compatriotas le acompañan golpeando la mesa de railite con los vasos o las latas de los refrescos. La noche es una fiesta gracias a Leo Messi. La leyenda dio la asistencia del primer gol y transformó el penalti para hacer el segundo. Allí dentro se percibe respeto por Messi, mucho, pero no veneración. Eso, casi todos, se lo guardan para el D10S Maradona. “Yo soy maradoniano”, me ha anunciado Pablo por la mañana, pues quería hacer la entrevista mucho antes del partido y evitar así el nerviosismo que le invade. “Messi es el que está después de Maradona y tiene que ganarle”.
La hinchada de El Holandés Errante está feliz y el salón es una fiesta que alimenta Yolanda, que no para de sacar chivitos, croquetas de queso y patatas fritas en cantidades industriales. Casi todos beben cerveza con moderación, menos en la mesa de Pablo, donde se contentan con agua y una tónica. Son felices con el 2-0 y cantan y beben y se meten con Mateu Lahoz, el árbitro valenciano al que critican cada decisión. Hasta que llega el 2-1 y, en el último minuto, como un navajazo traicionero en el callejón de un arrabal, el 2-2.
La euforia se esfuma por la puerta de El Holandés Errante y casi todos enmudecen. Flota en el ambiente una especie de fatalismo histórico. Nadie lo dice, pero muchos rumian un fracaso más, como si aquellos triunfos magníficos de las Copas del Mundo del 78 y del 86, quedasen ya demasiado lejanos. En Argentina, como en España, las derrotas son trágicas y uno siempre anda como preparándose para un nuevo traspié.
Pablo Folgueira lleva puesta una camiseta albiceleste que se trajo de Argentina. Cuenta que hace dos años, cuando su mujer y él, después de hablar con sus tres hijos, decidieron venirse a Europa, se mudaron sin nada más que una maleta y una trolley, y que él no se trajo mucha ropa, pero que no perdonó un par de camisetas de San Lorenzo, otras dos de Argentina, una bandera y la casaca de Manu Ginóbili -la gran leyenda del baloncesto argentino-, una debilidad al margen del fútbol. Dejaron su Buenos Aires querido porque querían mejor calidad de vida y hoy cuenta satisfecho que María Paz, la pequeña, la niña que salta desmelenada con su amiga para celebrar los goles de Molina y Messi, ahora tiene llaves de casa, anda todo el día arriba y abajo en el metro, y llega los fines de semana a medianoche a través de las calles vacías de Masías, la urbanización de Moncada donde viven, cuando hace tres años, en su vida anterior, María no tenía permiso, por miedo, ni para sacar a pasear el perro. Y está orgulloso de que la mediana, Pilar, de 23 años, que estudió Diseño, se ha ido con su novio francés, Quentin, a vivir a París, pero que cuando le comunicó sus deseos de irse a Francia, Andrea, su esposa, y él le dijeron que bien, pero que si se iba tendría que empezar a trabajar, y que la chica, que se come la vida a bocados, de Argentina a España y de España a Francia, paseó su portfolio por todo París hasta que alguien la contrató.
Más maduro que ellas dos, Juan Pedro, el mayor, que ya tiene 26 años, ni siquiera salió de Buenos Aires, y cuando sus padres le comentaron el proyecto que pretendían iniciar, él dijo que ya había acabado ADE y que igual que ellos querían emprender una nueva vida en España, él deseaba fervientemente empezar la suya en su ciudad. Hoy trabaja en Mercado Libre -una potente multinacional de origen argentino, con sede en Buenos Aires, dedicada al comercio electrónico en Latinoamérica-, y encima es uno de los pocos amigos con un departamento y un auto, lo que le dejaron sus padres, y estos días acuden todos allí a comer el asado y a ver los partidos.
Le pregunto a Pablo qué hora es en ese momento en Argentina, y me dice que las cuatro de la tarde. Cuando le sugiero si su hijo está trabajando, le entra la risa. “¿Trabajando? En Argentina, si hay un partido a las cuatro, a las doce ya no queda nadie en el laburo. Hoy están a 35 grados en Buenos Aires y nadie se pierde el partido”.
El tiempo se estira y se contrae en la prórroga. Argentina no se ha arrugado con ese empate cruel y afronta la prolongación con valentía. Pero todos saben ya que ese partido está condenado a los penaltis. Lo saben ellos, lo saben los neerlandeses de al lado y lo sabe hasta Yolanda, que sigue sacando botellines de cerveza. Por eso viven una especie de letargo antes de volver a palpitar con el desenlace de esta eliminatoria que conduce a unas semifinales contra Croacia -el día ya había empezado bien con la eliminación de Brasil que todos ellos aplaudieron-.
Pablo, corte de pelo formal, afeitado perfecto, lleva una camisa a cuadros debajo de la albiceleste. Tiene un rostro angulado y gestos de hombre educado. Cuando se queda pensativo, mueve la punta de la lengua como si fuera una serpiente. Él se gana la vida asesorando a startups y a pequeñas y medianas empresas. “Soy 'coach’, consultor, y acompaño procesos de cambio o proyectos de transformación digital. Lo que me gusta mucho es acompañar a las personas en esos procesos para que no sufran, que lo puedan pasar decididos de que es lo mejor para ellos y para sus empresas. Me gustan los marrones y solucionar problemas”.
Por eso recorrió el camino inverso al de su abuelo y se vino a España el 6 de enero de 2021. Unos días antes, aprovechando que Andrea cumple los años el 3 de diciembre y él, el 19, reunieron a los familiares y amigos en un parque -no podían congregarse, por las restricciones de la pandemia, en una vivienda-, pidieron unas pizzas y se despidieron de todos. Los más íntimos fueron con ellos hasta Ezeiza, el aeropuerto de Buenos Aires, a decirles adiós. “Ese es un momento tremendo, pero cuando me senté en el avión, la sensación que tuve fue de ilusión y de empezar un nuevo capítulo, aunque luego, cuando llegas, te queda todo un Everest por escalar. Yo lo tenía todo preparado: la casa, el colegio, todo… Pero te quedan un montón de rutinas, muchas burocráticas. Fueron seis meses tremendos”.
Un año antes habían viajado a València para ver cómo era la ciudad. Les gustó. En esa visita se convencieron de que estaban haciendo lo correcto. Como su abuelo paterno, un valiente que, con solo 17 años, dejó Asturias, se subió a un barco y peleó por sacar adelante a su familia en Argentina. “Debía estar muerto de hambre para hacer algo así en 1905. Y no quiero ni pensar las historias que debió vivir en aquel barco. Pero vino y luego se trajo a sus hermanos. En Buenos Aires se puso a trabajar en una panadería y no volvió a ver ni hablar con sus padres. Eso es algo que me parece tremendo. Yo hablo todos los días con mi papá y mi hijo, y les veo”.
Ser nieto de un asturiano y una palentina le facilitó las cosas. Su padre no lo dudó cuando vio una ley que permitía sacar la nacionalidad española de sus hijos, y ser tan previsor les facilitó mucho el cambio. Pablo ya había trabajado para empresas estadounidenses como Microsoft, pero sentía que su esencia, sus valores, sintonizaban mejor con la cultura española. “La elección por España vino porque tenemos el pasaporte, el idioma, y la cultura, que percibes muy parecida. Los argentinos, en definitiva, somos italianos que hablamos español”. Primero pensaron en Madrid y Barcelona, pero estaban cansados de la inmensidad de Buenos Aires, y les sedujo València, que tiene AVE y vuelos baratos a muchas partes de Europa, además de playas fantásticas.
Porque Pablo y Andrea conocen la Comunitat mejor que muchos valencianos. “Yo estoy enamorado. Pregúntame lo que quieras de la Comunitat Valenciana, me conozco todas las playas, ríos y montañas. Es increíble. Yo he ido a pozos en los ríos que los conocen los del lugar y poco más”.
Pablo tiene muy presentes a sus abuelos, españoles los paternos, italianos los maternos. “Ellos construyeron un país de doscientos años. No había gente en un territorio inmenso. Yo ahora, por la guerra, veo que Kiev está a 3.800 kilómetros, que es la longitud de Argentina de norte a sur. ¿Cómo pueblas un país así?”. Ellos se han ido, como muchos argentinos en los últimos meses, pero no dejan de mirar al oeste. Su hijo ya ha ido tres veces a estar con ellos, su padre vino hace un par de meses y una docena de amigos han aprovechado para hacer base en València y visitar las ciudades europeas con las que soñaban. “Hoy en día no se nota tanto la distancia”, explica antes de contar que ya vivió esa experiencia mágica de redescubrir tu ciudad con otros ojos. Y darse cuenta entonces, con sus ojos de valenciano adoptado, que Buenos Aires es una ciudad soberbia, fantástica, y que eso le ha permitido saborearla con gusto y ver detalles que ya escapan a los porteños que han perdido la curiosidad porque pisan sus calles cada día.
Pero luego, pasado un tiempo, la familia siente que tiene que volver, que su casa ya no está allí, que está en Masías, donde él trabaja como consultor y ella como profesora de yoga para personas mayores contratada por seis ayuntamientos diferentes. Y la pequeña, que lo pasó mal al principio, ya repartió su dulzura por el colegio bilingüe donde estudia.
Hace calor en el salón. Los argentinos adoptan un tono trágico ante los penaltis y algunos sienten miedo por esa ley no escrita de que las estrellas de los equipos siempre fallan en la tanda decisiva. Pero la zurda mágica de Messi, conocedor ya de que su portero acaba de parar el primer lanzamiento, no tiembla y parece serenar al país entero con un golpeo sutil. Cualquier error puede cambiar su suerte y entonces, de repente, algunos de estos argentinos de El Holandés Errante empiezan a invocar a Maradona. “¡Diego, ayúdales!”, “¡ilumínales!”.
Pablo, que contó por la mañana que él es un hombre muy analítico pero que el fútbol saca su parte más irracional, se guarda las gafas antes de que lance Enzo Fernández. Si anota, están en semifinales. Lo falla, claro. La cábala nunca perdona un gesto de estos. Pero Lautaro acierta y mete a Argentina en las semifinales mientras los 45 cuervos de El Holandés Errante saltan, gritan, se abrazan y enloquecen.