El cap i casal fue uno de los principales hervideros de talento rock durante los años sesenta, protagonizando un momento de efervescencia que se tradujo en las actuaciones que decenas de grupos locales protagonizaban en cines, teatros, salas de fiestas y paradores falleros
VALÈNCIA.- Puede sonar a cantinela autosatisfecha, a chauvinismo barato o al clásico victimismo local que solo ve la paja en el ojo ajeno y rara vez la viga en el propio, pero todas las fuentes consultadas para este reportaje coinciden en que València fue uno de los epicentros del estallido de la cultura rock en España. Al nivel de Madrid o Barcelona. Como mínimo. Servidor no puede dar fe directa (aún le quedaban trece años para venir al mundo cuando los primeros combos rockeros se fogueaban en sesiones matinales por toda la ciudad, en los albores de la década prodigiosa), pero las personas con quienes hemos podido hablar tienen credibilidad de sobra para justificarlo sin recurrir al manido y sobreactuado orgullo local.
«El rock español nace en València», afirmaba ufano Enrique Ginés (Castellar, 1938) en las páginas del libro colectivo Historia del Rock en la Comunidad Valenciana. 50 años en la colonia mediterránea (Avantpress, 2004), y remataba tan contundente afirmación reconociendo que «los que lean este libro pueden no estar de acuerdo en nada, y todo lo asumo, pero lo que nadie podrá negarme es que así lo recuerdo y así lo he vivido». Y la experiencia personal, ya lo saben, es irrefutable. Porque lo que vivió el histórico radiofonista valenciano, santo y seña de la escena local de los años sesenta del siglo pasado desde su atalaya en Discomoder, el histórico programa que se mantuvo durante más de cuarenta años en antena desde su propia emisora, la 97.7, también desde su rol como productor musical y creador de un sello discográfico, fue una eclosión creativa protagonizada por Bruno Lomas, Los Pantalones Azules, Los Huracanes, Els 5 Xics, Los Pepes, Adam Grup, Los Ángeles Negros, Los Top Son, Los Protones y muchos más: músicos y bandas que pululaban por un circuito de salas como la bolera Erajoma, el teatro Apolo, el cine Coliseum, el Club Universitario o la Piscina Valencia, en multitudinarias sesiones matinales —también alguna vespertina— en las que la fiebre del emergente rock and roll se extendía como la pólvora entre jóvenes y no tan jóvenes. La València de los años sesenta no fue el swingin’ London de la época de los Beatles y los Stones, por supuesto que no. Pero sí procuró uno de los más efervescentes focos creativos del rock en aquella década en un país que aún vivía en el blanco y negro más absoluto, bajo el yugo del franquismo, tan solo coloreado por el incipiente desarrollismo y el boom del turismo de playa. Un soplo de aire fresco en medio de aquella embotadora grisura.
«Los Huracanes me parecen más interesantes que los mismísimos Brincos, y Bruno Lomas era mucho mejor que Vince Taylor, quien no le llegaba al valenciano a la altura de nada, por mucho que la versión que de él hicieron The Clash (se refiere a Brand New Cadillac, incluida en el mítico London Calling, de 1979) lo haya convertido en un mito», dice Vicente Fabuel (Chulilla, 1953), uno de los más acreditados cronistas de todo lo que pasó en aquella época, dueño de la céntrica y veterana tienda de discos Oldies y autor, entre otros, del libro Bruno Lomas. Tú me añorarás (Milenio, 2019). Fabuel es quince años más joven que Enrique Ginés, pero tiene un recuerdo muy vívido de aquella época en la que, siendo un crío, paseaba con sus padres por las calles del barrio de Sant Francesc, toda la zona próxima a la actual plaza del Ayuntamiento y el Passeig de Russafa, que era algo así como el Broadway valenciano, repleto de cines, salas de fiesta, teatros, cafeterías, billares, boleras y locales de ocio de todo pelaje, y en los que el rock and roll, que llegaba con cuentagotas de los EEUU, ya empezaba a hacer notar su presencia. «La nuestra era una escena homologable a la madrileña y barcelonesa», cuenta Fabuel, quien cifra gran cuota de responsabilidad en la presencia de soldados norteamericanos: «Cuando venía un barco yanqui, aparecían centenares, cuando no miles de soldados, que traían discos bajo el brazo», recuerda.
De la misma opinión es uno de los grandes protagonistas del rock valenciano durante los años sesenta, Víctor Ortiz (A Coruña, 1942), quien fuera —aún es, vaya— vocalista de Los Huracanes, una de las formaciones más prestigiosas del momento, quienes editaron un álbum homónimo con once canciones propias en 1966 (en Regal, la filial barcelonesa de EMI) que está considerado uno de los mejores de toda la década en España, pese a que su nombre siempre haya tenido menos eco que el de muchas formaciones de Madrid y Barcelona. «Teníamos un amigo cuyo padre se dedicaba a llevar mercancía en los barcos, y nos traía mucho material llegado de Inglaterra, porque a España, entre 1957 y 1961, llegaba muy poco: los Shadows, Cliff Richards o Elvis nos llegaban por esa vía», recuerda el histórico vocalista, quien antes de Los Huracanes formó una de las dos mitades de Los Pantalones Azules y, ya en los años 2000, colaboró con formaciones de músicos que, por edad, podrían haber sido sus hijos, como Los 5 Ibéricos o Doctor Divago. «Cuando llegó el rock, aquí apenas se oía a Antonio Machín y poco más», abunda.
El Teatro Apolo, el cine Coliseum, la bolera Erajoma o el club Universitario de la calle Comedias, uno de los pocos en los que se celebraban actuaciones vespertinas (era la época de esplendor de los conciertos matinales, que rentabilizaban cines y teatros), y en el que era frecuente ver a Els 4 Z, Conjunto 32, Suco y Los Escorpiones y los propios Los Huracanes, son algunos de los lugares que Ortiz recuerda con claridad: «Llegaba el domingo y matábamos allí las ganas de tocar; nos pasábamos la semana esperando que llegara ese día para ir de festivales —reconoce—. Te hablo de 1964, cuando las discotecas no estaban muy arraigadas, un tiempo en el que te contrataban de verdad, e ibas a tocar en todos aquellos sitios y vivías de la música», asume.
De hecho, tal y como rememora Enrique Ginés, Los Huracanes llegaron a despachar 15.000 copias de su primer disco en solo dos semanas, una cifra por la que cualquier banda actual vendería su alma al diablo. «Yo viví de la música desde 1964 hasta 1975, luego ya me puse a trabajar con Pepe Casquel (guitarrista en Los Huracanes) en un negocio de bordados de importación austriacos y suizos, y ahí estuve hasta que me jubilé», cuenta. De hecho, fue en Austria donde Los Huracanes habían vivido el último tramo de su carrera, a partir de 1973, tras unas temporadas en las que se ganaban un muy buen sueldo tocando todo el verano en Mallorca y todo el invierno en las Canarias: «Nuestro guitarrista se lio con una chica que tenía una amiga que se empeñó en que fuéramos a tocar a Austria, y allí que nos fuimos, actuando todas las semanas en un bar de Viena al que acudían personajes como el actor Curd Jürgens (famoso por la serie El inspector Derrick), y todos los asistentes a las conferencias de la OPEP, muchos musulmanes, claro, que eso que dicen de que no beben, mejor vamos a dejarlo estar», dice con sorna.
Siempre se habla de las bases aéreas norteamericanas de Morón (Sevilla), Rota (Cádiz) y Torrejón de Ardoz (Madrid) como puntos de entrada del rock and roll en España, pero rara vez se destaca que València, a través de uno de los principales puertos del Mediterráneo occidental, también fue un foco irradiador de primera magnitud. Así lo valora también el periodista César Campoy (València, 1973), quien argumenta que «en los inicios del rock en España, València ocupa un lugar privilegiado, por su condición de ciudad portuaria», dice, algo que se tradujo en que «algunos de los primeros discos modernos publicados en toda España están protagonizados por grupos de aquí como Los Milos o Los Pantalones Azules, ambos, a través de Discophon, en 1960 y 1961, con pioneros y figuras básicas de nuestra música como Víctor Ortiz, Pascual Olivas, Vicente Castelló, Emilio Baldoví (más tarde, Bruno Lomas) y José Manuel Pemán».
Desde entonces, detalla, «la nómina es inabarcable». Campoy también es de quienes, si tiene que elevar a alguien a su podio particular, se inclina por el malogrado Bruno Lomas y, cómo no, por Los Huracanes de Víctor Ortiz, por la forma en la que «supieron progresar hacia ritmos garageros y beat y, más tarde, souleros: cualquier entendido de la época, y cualquier músico de aquellos años, tan solo tendrá palabras de elogio para ellos».
Hoy en día le puede resultar una utopía a cualquier melómano valenciano, pero hubo un tiempo en el que los paradores de las principales fallas de la ciudad, el So Nelo o el del Foc, acogían bajo sus carpas conciertos de rock de primer orden. Ya no solo de la gran mayoría de grupos valencianos, sino de figuras internacionales de la canción, de la talla de Johnny Halliday, Vince Taylor, Marlene Dietrich o Edith Piaf (si bien esta última, anunciada en un cartel de 1963, no llegó a actuar por problemas de salud: fallecería unos meses más tarde, en octubre). Todo aquello se fue perdiendo. Si bien durante los ochenta y parte de los noventa se celebraban conciertos masivos en el Paseo de la Alameda, hace ya más de veinticino años que el pop y el rock, en cualquiera de sus ramificaciones, no tienen prácticamente presencia alguna durante la semana más concurrida, con mucha diferencia, en la ciudad. La semana fallera.
«Las Fallas siempre han tenido una relación con el rock juvenil un poco extraña: lo acogían pero también se reían de sus pelos largos, porque es un mundo reaccionario en muchos aspectos, y como la música se ha ido atomizando, y ya no es el lenguaje tan común que era entonces, ha desaparecido de las fiestas», razona Vicente Fabuel. «Aquel espíritu se perdió hace mucho tiempo, sobre todo a partir de mediados de los setenta», dice César Campoy, porque «el modelo de industria musical, a nivel internacional, cambia, prolifera otro tipo de música, los vocalistas, el concepto de música pinchada frente al directo, y en muchos aspectos, el clásico modelo de conjunto ya no tiene sentido». Aunque tanto en los ochenta como en los noventa «algunas comisiones falleras volvieron a incorporar la música moderna a su oferta cultural y festiva», todo aquello se fue diluyendo. «Recuperar aquel aspecto de la fiesta, en la cual los sonidos modernos se convierten en elemento clave, es una de las asignaturas pendientes de las Fallas», cree el periodista valenciano, quien además piensa que así «contribuirían a una lógica normalidad y conectarían con muchos sectores que siguen mostrándose reticentes ante una fiesta que debería ser abierta y eminentemente popular».
Víctor Ortiz recuerda perfectamente haber actuado con Los Huracanes «en el parador So Nelo, que contrataba a gente muy buena de toda Europa, y también en el parador del twist y en el de la juventud, donde tocábamos nosotros, Bruno Lomas o Els 5 Xics, en el Paseo de la Alameda». De hecho, tanto el pabellón del twist como Els 5 Xics, de quienes nos habla Ortiz, quedaron inmortalizados para siempre en Cambrers (1979), la canción que daba título al primer y casi legendario álbum de otro ilustre músico valenciano de la siguiente generación, la de quienes nacieron ya en los años cincuenta: Julio Bustamante, recientemente reconocido con el Premio de Honor de la Música Valenciana. «Desde que aparecieron las discomóviles y contratar a un DJ empezó a ser más barato que contratar a un grupo, se acabó la presencia de estos en las Fallas y en las fiestas de cualquier pueblo», asume Víctor Ortiz.
Es la eterna pregunta que se hacen tantos músicos valencianos y cronistas del asunto desde hace décadas. Y si tan boyante era la escena rock valenciana durante los años sesenta, ¿por qué sus grupos carecieron siempre de la proyección que sí tuvieron los de Madrid y Barcelona? Pues, fundamentalmente, porque era allí donde estaban las grandes discográficas y las grandes agencias de management. Siguió siendo así en los años setenta y en los ochenta («salir desde València es prácticamente imposible, es un bucle del que, para salir, tienes que pasar por Madrid indiscutiblemente», le decía al firmante de este texto hace solo unas semanas José Manuel Casañ, de Seguridad Social) y sigue siendo así, lamentablemente, seis décadas después.
Víctor Ortiz es de quienes piensan que, de haber vivido en Madrid o Barcelona, les hubiera ido mejor, y lo argumenta con este ejemplo: «estando en Madrid, el representante que llevaba a Los Brincos nos propuso quedarnos allí una temporada, pero no teníamos dinero para estar viviendo allí y estar a la espera de que saliera un contrato, porque tocábamos allí en dos o tres salas y luego teníamos que volver a València». Su relato es otro más en el innumerable recuento de oportunidades perdidas del pop y rock valenciano, un reguero de ocasiones desperdiciadas que a cualquiera que resuma estos sesenta años de historia le puede ocasionar auténtico vértigo.
César Campoy también se abona, «sin duda», a la tesis. Cree que València «lo tuvo todo para competir con Madrid y Barcelona: por supuesto, grupos pioneros, salas, emisoras de radio y locutores con gran poder de influencia (incluso, a nivel nacional) como Enrique Ginés», pero que lo que le faltó fue «un gran sello discográfico». Y se pregunta qué hubiera pasado si aquí «hubiéramos tenido una compañía con proyección, que editara a Los Huracanes, Los Ángeles Negros, Bruno Lomas, Los Top-Son o Adam Grup, que tuvieron que buscarse refugio, sobre todo, en discográficas catalanas». Recalca que «los intérpretes valencianos, sobre todo los curtidos en los metales, estaban cotizadísimos».
Vicente Fabuel también reconoce que el nivel del pop y el rock en la València de los años sesenta estaba a la altura de cualquiera de las grandes capitales, y recuerda que tanto Los Huracanes, como Bruno Lomas, como Los Pepes, por ejemplo, «eran extraordinarios», al igual que Los Ángeles Negros quienes «solo hicieron un EP con cuatro temas, y eran duros pero sonaban a València». Y ese matiz, ese «sonar a València, es sumamente importante. Porque, si por algo destacó València musicalmente ya a principios de los años setenta, cuando el rock se había tornado más complejo, se había intelectualizado y se había sumido en los efluvios de la psicodelia y el progresivo, fue por sus cantantes melódicos. Por Nino Bravo, Camilo Sesto, Juan Bau o Juan Camacho. Por sus vocalistas de voz portentosa, todos solistas. Curiosamente, y es algo que nos recuerda también César Campoy, todos ellos se habían curtido antes en bandas de rock de los sesenta. Nino Bravo en Los Hispánicos y Los Superson; Camilo Sesto en Los Dayson y Los Botines; Juan Camacho, en Los Diapasons y Los Relámpagos, y Juan Bau, en los progresivos Modificación. Todo esto nos obliga a preguntarnos si, en ese tránsito de los primeros conjuntos rock, entre el beat, el garage y el soul, y la gran escuela de vocalistas melódicos de los setenta (que se extiende hasta Francisco en los ochenta y Vicente Seguí en los 2000), hay algo que se pierde, un cortocircuito que explique porqué los primeros pasaron tan injustamente desapercibidos y los segundos gozaron de tanto predicamento en toda España. Pero no hay una explicación simple.
La explicación a ese desequilibrio no resulta fácil. Menos aun cuando, en un alarde de clarividencia que va más allá de décadas y estilos, Vicente Fabuel traza un sello común, un signo de continuidad, al que no cuesta nada adherirse: «Aquí hay como una levedad, una finura, una cosa etérea que ha hecho que, cuando se berreaba como música de garage, también fuera con unos componentes muy locales», y pone como ejemplo a «Los Huracanes, quienes sonaban al beat británico, pero Víctor (Ortiz) era mucho más fino, tenía sus matices». O a Julio Bustamante, quien «canta de una forma tan particular que no tiene paralelismo en toda España». En realidad, y es una teoría personal muy suya pero también sólida y fundamentada, todo proviene de la tradición. «Creo que hay una conexión directa de nuestros crooners con nuestro folklore local, porque pasaban las bandas de música por nuestras calles, en fiestas religiosas y de todo tipo, y esas voces poderosas de tenor en València tienen un sentido que viene de ahí, y es algo que se nota más que en cualquier otro punto de España», razona. «Hay un nexo entre Nino Bravo y Pep Gimeno Botifarra, yo no lo dudo», remata.
Conclusión: si la proyección de la música popular en València se ha visto lastrada por la falta de una etiqueta aglutinadora, un sello común (y cuando lo ha tenido, tampoco le ha sentado muy bien, por verse sometida a muchos estereotipos), quizá vaya siendo hora de recalcar esas características transversales y algo más sutiles que, más allá de estilos y décadas, han marcado nuestra producción musical hasta ahora mismo. La memoria de aquellos años sesenta, el tiempo en el que empezó todo, también lo merece.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 77 (marzo 2021) de la revista Plaza