España no tiene remedio o, para ser más precisos, no hay ninguna posibilidad de regeneración del actual régimen político. Es la España de siempre, el país en el que las élites castellanas y catalanas hacen causa común robando con la elegancia patriótica que se les presupone, la España del esperpento que Valle-Inclán retrató hace un siglo
Aún no me he repuesto de la conmoción que me produjo conocer las sentencias sobre la infanta Cristina y los ejecutivos que saquearon Caja Madrid y Bankia. Tuve que contar hasta cien para no escribir este artículo porque, de haberlo hecho en ese momento, presa de un ataque de ira, me hubieran acusado de un delito de injurias contra las altas instituciones del Estado. Aunque no tengo mujer e hijos que me lloren, tengo la libertad en gran aprecio. Ser prudente me ha servido, en esta ocasión, para evitar la cárcel de Picassent, donde estoy seguro de que hubiera matado el tiempo conversando con Rafa Blasco sobre la filosofía de Heidegger.
Atemperada mi ira con el paso de los días —el tiempo casi todo lo cura—, creo estar en disposición de escribir este artículo sin riesgo de incurrir en un ilícito penal.
Comenzaré diciendo algo en lo que muchos lectores estarán de acuerdo, es decir, que España no tiene remedio o, para ser más precisos, que no hay ninguna posibilidad de regeneración del actual régimen político. La corrupción, la desigualdad ante la ley y la supina ignorancia de nuestros dirigentes es la misma que en los tiempos de los Austrias, cuando el duque de Lerma, valido de Felipe III, manejaba información privilegiada para enriquecerse con las grandes operaciones urbanísticas del Valladolid de la época, adonde se había trasladado la Corte.
Si uno repasa las dos sentencias con esmero, concluye que a la Justicia se le cayó la venda hace tiempo, si es que alguna vez la tuvo. No es que exista una doble vara de medir de la Justicia, según quien sea el ciudadano juzgado; es que hay tantas varas de medir como carcasas para móviles. En caso contrario, ¿cómo se comprende que el señor Urdangarin, la codicia en persona, condenado a seis años de prisión, no haya entrado en la cárcel? Ni una triste fianza se le impuso al malandrín. Con un poquito de suerte el Supremo le rebajará la pena hasta los dos años para que siga disfrutando de la libertad en compañía de su esposa enamorada.
Y qué decir de Blesa y Rato —hijo, no lo olvidemos, de un empresario condenado a la cárcel durante el franquismo—, dos tiburones que han envejecido mal y a quienes los españoles hemos pagado las facturas de su gestión criminal en Caja Madrid y Bankia. A Blesa un juez lo metió en la cárcel y ya sabemos cómo acabó el juez. Ni Blesa ni Rato han ido a prisión pese a sus penas. Los magistrados tampoco han tenido a bien imponerles fianzas. Me imagino que estarán contentos. Ahora toca esperar para que, con un poquito de suerte, el Supremo atienda sus recursos y rebaje las condenas a dos años.
Mientras la Justicia se muestra dadivosa con los privilegiados del sistema, el Estado pone extremo celo en controlar a los parados que malviven con el subsidio de los 426 euros y a los contribuyentes con nómina. ¡Ay de ti, ciudadano ingenuo, alma cándida donde las haya, si te olvidaste de consignar un ingreso, por nimio que sea, en tu declaración de la Renta! Pronto tendrás a los perros de Montoro achuchándote con la amenaza de multas severas.
En medio de este drama nacional siempre hay un payaso sin la gracia de Charlie Rivel para animarnos las mañanas. Ese clown se llama Fernando Martínez-Maíllo. Aunque es diputado, tiene vocación de animador de fiestas de cumpleaños de niños. Todo el mundo se mondó de la risa cuando afirmó sin rubor: “En España quien la hace la paga”. Aún suenan las carcajadas en medio mundo tras oír sus palabras. En España quien la hace nunca la paga. Pagan sólo los profanos, los chivos expiatorios de turno, los pringadillos que salen esposados en el telediario de las tres para convencernos de que el sistema es implacable. Pero los Rato, Pujol y Mas siempre se salen de rositas.
Mientras la Justicia se muestra dadivosa con los privilegiados del sistema, el Estado pone extremo celo en controlar a los parados de los 426 euros y a los contribuyentes con nómina
Es la España de siempre, sea la de Carlos II o Felipe VI, la España en la que las élites castellanas y catalanas hacen causa común robando con la elegancia patriótica que se les presupone, la España del esperpento que Valle-Inclán retrató hace un siglo. ¡Si al menos estuviera con nosotros para escribir la decadencia de este régimen como lo hizo con la Restauración!
Valle, escritor eximio y ciudadano ejemplar, el segundo manco genial de la literatura española, tendría hoy suficiente material para levantar acta, fuera en una novela o en una obra de teatro, del hedor que nos llega de esta nueva corte de los milagros. Nos lo imaginamos escribiendo de las correrías del rey emérito; de los golfos que habitan en los ministerios y las consejerías regionales; de la pobreza que castiga siempre a los mismos, del desprecio del poder hacia la cultura, de la vesania de cierta prensa.
Ahora que todo parece irremediablemente perdido y que cada uno debe buscar la salida más honrosa y discreta para desaparecer de este tablado, leer a Valle-Inclán, además de ser fuente de inspiración para quienes escribimos, nos consuela de tanta amargura que tiene su explicación en los versos del poeta admirado: “De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal”.