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historia de un armador

Vicente Belliure: Un hombre con estrella 

Belliure se labró en Calpe la reputación de un excepcional artesano de la náutica. Empezó con menos de veinte años en un astillero donde construyó 165 barcos de pesca y luego se hizo un nombre con sus elegantes yates y veleros rematados con su emblema en la proa

| 22/07/2020 | 9 min, 45 seg

VALÈNCIA. Vicente Belliure nos espera sentado y descalzo en la popa del Caledonian, un coqueto yate amarrado en el puerto deportivo de Calpe. Está todo muy tranquilo en este verano confuso y el único bullicio proviene de los graznidos de las gaviotas que revolotean a la sombra imponente del peñón de Ifach. El Caledonian lleva en la proa la firma de ese y todos los Belliure que hay por el mundo, la estrella de seis puntas que improvisó Vicente hace décadas.

Toda su familia se dedicaba a trabajos ferroviarios en Alicante. «Pero yo siempre he sido la oveja negra», presume, más que se disculpa, Vicente, un hombre de 87 años al que le brillan los ojitos recordando aquel chaval rebelde que con quince años le dijo a su padre que no quería ir a la escuela. Este acabó aceptando a cambio de que se pusiera a trabajar como peón en unos astilleros que había en el puerto

«Me emplearon allí y a los tres meses ya me había hecho, yo solo, con mis manos, pieza por pieza, un bote de remos». Hace más de setenta años pero este constructor naviero ha afianzado algunos recuerdos, como aquella chica, más joven que él, de la que se enamoró perdidamente y con la que no tuvo otra alternativa que esperar a que creciera porque la sociedad de entonces no podía aceptarlo.

En el astillero de El Vigilante —conocido por ese sobrenombre porque su padre se dedicaba a vigilar las calles del Raval Roig, una barriada de Alicante— no tardó en labrarse una reputación. «Me ponían siempre como ejemplo pero, en realidad, Belliure era el diablo, solo que sabía disimular muy bien para que se llevaran otros las culpas. Pero la verdad es que trabajaba como si el negocio fuera mío: no me importaban las horas, me iba a las nueve de la noche, iba a hacer faena los domingos… 

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El problema vino porque yo cobraba menos que mis compañeros, y todos me decían que eso era una injusticia, así que un sábado, al acabar la jornada y después de mucho pensármelo, me tiré a la piscina: ‘‘Señor Pepe, me gustaría que me subiera el sueldo, que me lo igualara al de mis compañeros’’. A lo que el propietario me respondió: ‘‘Por pedírmelo, ni te lo aumento ni te lo aumentaré’’. Me cogí un gran disgusto, así que agarré todas mis herramientas, que no las tenía nadie más, y me marché».

Belliure cogió el tren y se marchó a El Campello, a la playa donde había dos barcos varados. Se fue a un calafate que ya conocía y le soltó: «Quiero ganar los mismos veintiocho duros que ganaba con El Vigilante». Al final logró convencerle y al acabar su primer día de trabajo, el dueño le cogió y le dijo: «Vicentet, te has ganado cincuenta duros».

A pesar de las dificultades, Vicente se las apañó para reparar aquellos dos barcos de pesca y, orgulloso, empezó a atosigar a su padre con que quería alquilar un astillero muy antiguo que estaba cerrado en Alicante. Él ya se veía capaz de volar solo. Pero su padre, astuto, le explicó que en Calpe había un puerto y ni un solo astillero, que ahí habría más posibilidades de prosperar. «Al día siguiente ya estábamos en el puerto mi padre, mis dos hermanos mayores y yo, que siempre había sido muy deportista y que, sin importarme que estuviéramos en marzo, me sumergí en varios puntos para ver la profundidad que había en cada zona».

No cayó en que había montado su primer astillero al final de un barranco y, con la primera lluvia torrencial, no quedó ni una madera

A los diecinueve años Vicente Belliure ya tenía montado su modesto astillero con un rampón de 64 metros de longitud que se sumergía en el mar. Aquel joven creía que lo había estudiado todo a la perfección, pero no cayó en que lo había montado al final de un barranco y en cuanto llegó la primera lluvia torrencial, en 1953, no quedó ni una madera en pie.

El segundo astillero lo montó en el puerto. «No estaba el club náutico aún, ni había casi calado. Aquello era una playita. Pero ahí monté mi negocio y comencé a hacer los barcos a mi gusto, con la proa redonda, que con la madera era algo complicadísimo. Y le puse la primera estrella en la proa. Salió por casualidad. Tenía el compás de punta, pinché e hice un círculo. Luego hice las seis puntas sin saber que iba a hacer una estrella. Las pintaba de rojo, y hay que recordar que eran los tiempos de Franco; menos mal que no me dio por hacer una de cinco puntas…», por sus connotaciones republicanas.

Vicente relata su vida con detalle a bordo del Caldeonian, un Belliure 40 de un amigo del Real Club Náutico de Calpe. Un par de audífonos cooperan en la conversación, que fluye acunada por un inapreciable vaivén del barco. Habla bajito y su cuerpo se encorva levemente. Es un hombre menguante camino de los noventa, pero su mente se mantiene ágil y dentro de su cabeza se despliegan los recuerdos como las velas rojas preñadas de un viento generoso en el viejo velero, el Ifach, en el que navegó durante años. 

Sin estudios ni nada

«Siempre me pregunté por qué se me daba bien hacer barcos sin estudios ni nada», plantea, riéndose, este diseñador autodidacta después de haber construido con sus manos cerca de mil embarcaciones entre pesqueros, veleros y yates. «He llegado a hacer barcos de hasta 39 metros de eslora y 350 toneladas. He hecho barbaridades».

A los 23 años ya iba por el tercer astillero. El negocio iba en auge gracias a los armadores de Calpe que tenían barcos en el Puerto de Santa María, en Cádiz. «Me cogieron confianza y empezaron a hacerme pedidos. No había ni luz eléctrica y me los tenía que hacer yo. El primero que apostó por mí fue Pedro Pineda, abuelo de Pablo Pineda, ese chaval (con síndrome de Down) tan inteligente. Yo tenía los planos en la cabeza y acababa haciéndolos. Después del primero vino otro y luego otro… Cuando me di cuenta tenía cuatro años de cartera de pedidos. Llegué a tener trece barcos a la vez y 130 empleados. Lo que más me importaba era la seguridad en el mar. Aquellos barcos iban a tener que faenar en el Atlántico y aguantar los temporales».

Hasta que se prohibió a la flota española pescar en un caladero del Sáhara y el negocio se frenó de golpe. En aquella época había aprovechado para construirse un velero con los planos de un ingeniero americano, un Endurance 35, porque un amigo le convenció de que si lo diseñaba él, no tendría valor en el mercado náutico. «Yo ya lo tenía casi diseñado, pero me convencieron».

«Mi amigo del mar»

Sus dos hermanos mayores seguían con él y Vicente les propuso hacer un velero de fibra de carbono de dos palos y llevarlo al Salón Náutico de Barcelona. «Justo antes de cargarlo, vino un señor de València, me lo compró y ya me lo llevé a Barcelona vendido». Aquello fue en 1975; salieron del salón con ocho barcos vendidos y la estrella de Belliure empezó a cotizarse en todo el mundo. A mediados de los ochenta y finales de los noventa llegaron los yates a motor. Tener un Belliure equivalía a disfrutar de un velero con una estética muy cuidada, materiales nobles y una belleza clásica.

Belliure, a pesar de la edad y de un pie que parece de trapo, se mueve con pericia por el Caledonian, gemelo del que él tiene en propiedad, el Capitán Jorge, un barco que rebautizó como Vivo porque él, Vicente, lo comparte con su amigo Volker. Ya no construye barcos aunque la empresa que absorbió su astillero decidió dejar intacto su despacho. «Ya ves tú para qué lo quiero yo a estas alturas…», se ríe, aunque agradece el gesto del nuevo propietario. Hablar de la despedida del negocio al que consagró su vida ensombrece sus ojos. El recuerdo triste de los créditos que tuvo que pedir para despedir a noventa personas y cómo, luego, no pudo hacer frente a esa deuda y se vio obligado a venderle la empresa a Marine Spirit. «Mi error fue meter todos los huevos en la misma cesta», se lamenta mientras pasa sus manos recias por encima de la madera de Birmania.

Hay que huir rápidamente de esos recuerdos pesarosos. Y lo hace citando al Rey Juan Carlos. «Siempre venía a verme en los salones náuticos, me cogía del cuello con el brazo y decía: ‘‘Es mi amigo del mar’’. Y es verdad. Yo creo que tendré amigos hasta en el infierno cuando vaya», explica este artesano de la náutica, el hombre que construyó 165 barcos de pesca en sus orígenes.

Aunque no hay recuerdo más placentero que remontarse a los años gloriosos de las travesías hasta Formentera, a sesenta millas náuticas de Calpe, cuando Marisol y Antonio Gades pasaban largas temporadas cerca del peñón. «Íbamos a Es Palmador —un islote situado a apenas unos metros de Illetes, la playa paradisíaca de Formentera—, fondeábamos todos los barcos y hacíamos una barbacoa».

Y allí, en las noches encalmadas, con los barcos anclados bajo la magnética luna llena que alumbraba el Mediterráneo entero, juntaban las embarcaciones y los gitanos que viajaban con Antonio el bailarín se ponían a tocar la guitarra. «Y esas guitarras, más que sonar, hablaban. ¡Qué cosa tan bonita! ¿Cómo podían hacer eso?». Al día siguiente, con un fuerte dolor de cabeza pero relamiéndose aún de aquella velada deliciosa, subían el ancla y zarpaban rumbo a Mallorca, donde cada año se celebraba la Convención Belliure, destino de peregrinación de decenas de barcos del maestro alicantino.

Y con esas ensoñaciones todavía flotando en su cabeza, mete una plantilla en el zapato del pie endeble, se lo calza, coge un bastón y se baja del Caledonian con el equilibrio de los marineros. Camina con soltura hasta su Jaguar, aunque cada tres pasos se tiene que parar. «Belliure, cómo me alegro de verle», le aborda uno tendiéndole la mano. «Vicente, cuánto tiempo sin vernos», intercede otro poco después. Y así, poquito a poco, sin prisa, con la vida hecha y el orgullo desbordante tras recordar su magnífica obra náutica, alza la mano y se despide.  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 69 (julio 2020) de la revista Plaza

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