La planificación no puede ser solo técnica; la scholê nos recuerda la importancia de preparar respuestas guiadas por la justicia y el bien
En un mundo que parece moverse a velocidad siempre creciente, donde los desastres y las crisis parecen inevitables y frecuentes, surge una necesidad urgente: formar mentes éticas en el sentido profundo del término. Necesitamos algo más que habilidades técnicas o destrezas mecánicas. Necesitamos seres humanos cuya formación los prepare no solo para enfrentarse el mundo, sino para cambiarlo, para guiar a la comunidad con un sentido de justicia que mire por el bien común.
Recientes desastres, como la devastadora Dana que ha golpeado la Comunidad Valenciana, nos recuerdan la fragilidad de nuestras sociedades. En estas circunstancias, la respuesta es muchas veces reactiva, pragmática y carente de una brújula ética sólida. Sin embargo, esta crisis debería hacernos reflexionar: ¿qué habría pasado si nuestras decisiones estuvieran orientadas por un profundo sentido del bien, que abarque no solo la eficiencia sino también la justicia? ¿Qué habría pasado si hubiéramos contado con líderes cuya visión se adelantase al peligro con una preparación ética, no solo técnica?
La respuesta no está en el corto plazo, ni en los planes de emergencia redactados a toda prisa. La respuesta está en la educación. Una educación que produzca no solo conocimiento, sino, más importante aún, capacidad de reflexión ética. Que enseñe a mirar el bien común como el norte de cualquier acción, que entrene a los jóvenes para que, desde las aulas, comprendan que su papel en el mundo es trascendental. Necesitamos la fuerza de la filosofía, de la ética y de la scholê.
El concepto griego de scholê (pronunciado “sjolé”) va más allá del simple descanso. En la Grecia clásica representaba un tiempo profundamente intencionado dedicado a la reflexión y a la búsqueda de la sabiduría. No era ocio pasivo; era un espacio donde el individuo cultivaba su carácter y su sentido ético, un pilar esencial en el desarrollo de una vida virtuosa y del bien común. Filósofos como Platón y Aristóteles consideraban la scholê fundamental para una existencia plena y ética, donde la contemplación y el aprendizaje nos preparan para actuar en beneficio de la comunidad. Ojalá no olvidáramos que nuestras escuelas tuvieron en ella su raíz.
Las crisis que hemos vivido en los últimos años nos han dejado un mensaje claro: una planificación sin ética no basta. Un edificio puede construirse para resistir los seísmos, pero si no se planifica con la misma dedicación para proteger a los más vulnerables, solo habremos hecho el trabajo a medias. La verdadera ética de la previsión no es solo técnica; también es profundamente humana. Es la capacidad de anticipar el impacto de nuestras decisiones sobre el bien común y actuar en consecuencia.
Para que nuestros jóvenes puedan llegar a ejercer este tipo de liderazgo, su formación debe prepararlos para que piensen desde una ética profunda. Deben aprender, desde la escuela, que su formación no es solo para prosperar individualmente, sino para servir a la sociedad de la forma más justa posible. Una educación ética nos ofrece la única posibilidad de un futuro resiliente, donde, ante cada nueva crisis, nuestras decisiones estén regidas por un verdadero sentido de responsabilidad social y no por intereses individuales o respuestas precipitadas.
En nuestra sociedad moderna, la “eficiencia” y la “rapidez” suelen ser valores exaltados por encima de la profundidad y la reflexión. Hemos olvidado que, en la antigua Grecia, la scholê era el fundamento de una vida ética y digna. La scholê no era un “tiempo muerto” ni ocio pasivo, sino un espacio sagrado para la reflexión, la preparación y la formación del carácter, una pausa esencial para fortalecer el alma. Recuperar esta noción en la educación actual es fundamental: necesitamos escuelas que no solo instruyan, sino que ofrezcan un tiempo de reflexión y autoconocimiento para desarrollar la virtud y el compromiso ético en cada joven.
Imaginar una educación que integre la scholê es imaginar un espacio donde se permita y se fomente el tiempo para la contemplación, para cuestionarse lo correcto y lo justo, para entender el papel de cada uno en la comunidad. La ética no puede ser un simple complemento en el currículo; debe ser el corazón de la educación, el espacio donde nuestros futuros líderes formen sus principios. Solo entonces habremos cumplido con el propósito de la educación.
La verdadera prueba de una educación ética no es solo formar individuos exitosos, sino personas capaces de liderar y de guiar a otros con un sentido claro del bien común. En tiempos de crisis, necesitamos que cada ciudadano tenga la capacidad de actuar con compasión, con justicia, y con un propósito superior. Los desastres y dificultades actuales son una oportunidad para cambiar el rumbo de nuestra educación y orientarla hacia la creación de mentes capaces de anticiparse a lo peor con una fortaleza ética inquebrantable.
Solo así podremos construir una sociedad que no dependa exclusivamente de soluciones técnicas para enfrentar los desafíos, sino que esté guiada por una estrategia racional y ética, en la que cada decisión se tome pensando en el bien común y en la dignidad humana. La educación es el único camino hacia esa sociedad justa y resiliente que anhelamos. No podemos seguir enseñando a los jóvenes que el éxito es solo una cuestión de habilidades y conocimientos prácticos. Debemos enseñarles que el verdadero éxito radica en la capacidad de actuar con justicia, de pensar con sabiduría y de guiar con humanidad.
Ricardo Bonet Linares es profesor de Ethics and Values en EDEM y miembro del Instituto de Estudios Culturales Avanzados la torre del Virrey