La evolución de la política española de los últimos años me recuerda a la que ha experimentado la música rock durante las últimas décadas. En líneas generales, los niveles de ruido, dureza, distorsión, irritación, provocación, visceralidad y agresividad no han cesado de aumentar, en una escalada que parece no tener fin. Nuestros políticos cruzan casi cada semana líneas a las que hasta la fecha nadie se había atrevido siquiera a acercarse. Su capacidad de sorprendernos en este sentido no tiene límites.
Sólo en los últimos días hemos podido ver cómo rompían tres barreras. Hemos visto, en primer lugar, cómo un partido político que cuenta con más de cincuenta escaños en el Congreso de los Diputados lanzaba un cartel de publicidad electoral claramente inspirado en la propaganda nacionalsocialista. El nivel de xenofobia y falseamiento de la realidad que encierra el mensaje del cartel está desde luego a la altura del modelo. Pero no recuerdo nada parecido en un partido político español que cuente con un respaldo electoral tan amplio, al menos desde 1978.
Hace unos días presenciamos, también, cómo tres candidatos a las elecciones de la Asamblea de Madrid abandonaban en vivo y en directo el debate que estaban a punto de entablar con candidatos rivales. La razón esgrimida para el abandono era que uno de estos últimos ponía en cuestión la veracidad de las amenazas de muerte recibidas por uno de los primeros. El insólito espectáculo fue muy poco edificante.
El 23 de abril se publicaba en el Boletín Oficial del Estado la Ley Orgánica 5/2021 por la que se deroga cierto precepto legal. En el preámbulo de esta Ley se deslizan serias acusaciones no sólo contra el Gobierno del Partido Popular, durante cuyo mandato se aprobó el precepto derogado, sino también contra los jueces que lo aplicaron. Por un lado, se reprocha a dicho Gobierno haber tomado la crisis económica como una «oportunidad» para iniciar un «proceso constante y sistemático de desmantelamiento de las libertades y especialmente de aquellas que afectan a la manifestación pública del desacuerdo con las políticas económicas del Gobierno», así como haber lanzado «ataques directos» y «asfixiar la capacidad de reacción, protesta o resistencia de la ciudadanía». Por otro lado, se afirma que los jueces interpretaron dicho precepto legal violando ciertos deberes que les impone nuestro ordenamiento jurídico.
Estas palabras no son el resultado de un exceso dialéctico cometido por el “becario que redactó el preámbulo”, y que nadie advirtió durante el procedimiento de elaboración parlamentaria de la Ley. El preámbulo se revisó y modificó durante dicho procedimiento, en el que además se consideró y rechazó una enmienda dirigida a eliminar el citado párrafo relativo al desmantelamiento de las libertades. Paradójicamente, no fue el Grupo Parlamentario Popular, sino el de Vox el que llamó específicamente la atención sobre este pasaje y propuso su eliminación por estimar inadecuado «que se contaminara así una iniciativa parlamentaria de carácter legislativo (y no político), que tras su aprobación se convertiría en una ley orgánica reguladora de un derecho fundamental… no es el lugar para ajustar cuentas, para realizar discursos políticos ni para publicitar relatos».
El tono y el contenido de las referidas afirmaciones son, en efecto, impropios de una ley. Las leyes se aprueban por el Parlamento, que representa democráticamente a todos los ciudadanos, y, una vez publicadas en el diario oficial correspondiente, vinculan a todos los ciudadanos y poderes públicos. ¿Hemos de aceptar a partir de ahora como verdad oficial que el Gobierno del Partido Popular desmanteló las libertades de los ciudadanos? Como ha señalado el Tribunal Constitucional, los preámbulos de las leyes no imponen directamente obligaciones, pero tampoco carecen de valor jurídico, pues proporcionan criterios de interpretación de las normas a las que acompañan. Esta es su principal función. Al expresar las razones en las que el propio legislador fundamenta el sentido de su acción legislativa y exponer los objetivos a los que pretende que dicha acción se ordene, constituyen un elemento singularmente relevante para la determinación del sentido de la voluntad legislativa, y, por ello, para la adecuada interpretación de la norma (Sentencia 31/2010). Adicionalmente, los preámbulos cumplen otra importante finalidad: la de tratar de persuadir del acierto de las leyes a todos los ciudadanos a los que estas van dirigidas, con el fin de facilitar su aceptación, aplicación y mantenimiento.
Pues bien, salta a la vista que el inciso en cuestión no cumple adecuadamente ninguno de estos objetivos. La alusión al «desmantelamiento de las libertades» –expresión cargada de connotaciones muy negativas, pero desprovista de cualquier significado jurídico preciso– es totalmente inútil e innecesaria a los efectos de ayudar a los jueces a precisar el sentido técnico del texto legal y despejar las posibles dudas interpretativas que puedan encontrarse al aplicarlo. Además, esta expresión tampoco contribuye a persuadir a todos los ciudadanos de la bondad de la nueva regulación, eliminar sus eventuales reticencias, facilitar su aplicación y reducir el riesgo de que en el futuro vuelva a restablecerse el precepto derogado. Más bien, al contrario, resulta contraproducente a estos efectos. El preámbulo introduce de manera gratuita y miope un elemento de confrontación política y oposición a la ley, pues es probable que los simpatizantes del Partido Popular se sientan de alguna manera insultados por lo que en ella se dice. Hasta donde conozco, es la primera vez que en nuestra democracia se utiliza una ley para difundir semejantes ataques propagandísticos contra el partido político de la oposición.
En fin, no da la impresión de que vayamos por buen camino. No parece que el creciente nivel de ruido, provocaciones y crispación bajo el que se desenvuelve actualmente nuestra política vaya a depararnos grandes resultados. Ojalá fuese simplemente una inofensiva estrategia empresarial para seguir «captando fans y vendiendo discos».