La presidencia de los Estados Unidos se ha convertido en las dos últimas décadas en una presencia constante en las series. El ejemplo más reciente es La ley de Comey (2020, disponible en Movistar+), miniserie de dos episodios que dramatiza el conflicto entre el presidente Donald Trump y el director del FBI James Comey. Tras décadas de ver a Trump como caricatura de sí mismo en películas y series, esta versión ficcional interpretada por el actor irlandés Brendan Gleeson es tan excesiva como siniestra. Tanto, que originalmente su estreno se fijó para después de las elecciones, antes de que una campaña pública de presión motivara su adelanto. Las series se colocan en una posición incómoda cuando intentar retratar a presidentes reales, pero a la vez la figura ha pasado con inusitada rapidez del respeto al escarnio. Tanto como para revertir lo que había sido lo más habitual: la censura empresarial de los contenidos considerados lesivos para la institución presidencial. The Reagans (2003) y The Kennedys (2011) fueron rechazadas por sus cadenas originales después de que la filtración de sus guiones generara una considerable controversia.
El humor ha sido sin duda un pretexto para revisar en términos críticos la figura de la presidencia. En 2001 That's My Bush!, que imaginaba la vida del presidente George W. Bush como una comedia de situación, apenas se mantuvo unos meses en antena. Pero la sátira Animado Presidente (2018-, disponible en Movistar+) lleva tres temporadas reflejando el día a día de la Casa Blanca con una hilaridad apenas superior a la del libro de Michael Wolff Fuego y furia: en las entrañas de la Casa Blanca de Trump. Antes, el británico Armando Iannucci ofreció la representación más demoledora posible de la institución presidencial con Veep (2012-2019, disponible en HBO). Centrada originalmente en la irrelevante figura vicepresidencial, el paso de las temporadas fue colocando a su protagonista, Selina Meyer (Julia Louis-Dreyfus), más cerca del Despacho Oval. Pero cuando lo logra, a Veep le preocupa mucho menos la gestión pública que retratar un sistema político decadente determinado por líderes ineptos como Meyer y lastrado por procesos burocráticos donde lo que menos importa es la soberanía popular.
Pero hubo un tiempo en que la Presidencia de los Estados Unidos se pudo representar desde el idealismo. El caso más paradigmático es El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006, disponible en Amazon Vídeo), en la que Aaron Sorkin retrató el mejor mundo posible. Su presidente Jed Bartlet era Premio Nobel de Economía, hablaba latín y era un impecable padre de familia que se rodeaba de ayudantes brillantes, leales y comprometidos. Muy pronto, con la victoria de George W. Bush, El ala oeste de la Casa Blanca se convirtió en un refugio. Pero sus diálogos, auténticos combates de ideas, y minuciosas tramas sobre la res publica, le permitieron llegar a la actualidad sin perder un ápice de relevancia. Su temporada final se dedicó a narrar el ascenso del sucesor de Bartlet, un político hispano llamado Matt Santos, que tras triunfar en las urnas decide nombrar Secretario de Estado a su principal rival en un esfuerzo por curar heridas y contar con los mejores. En un ejemplo del arte imitando a la vida y la vida imitando al arte, una de las fuentes de inspiración para Matt Santos fue un senador por Illinois que entonces empezaba a hacerse conocido, Barack Obama. Pero Matt Santos no fue el único presidente ficcional con un carácter aspiracional e inclusivo. Anticipando la futura carrera presidencial de Hillary Clinton, Sra. Presidenta (2005-2006) comenzaba con la elevación de la Vicepresidenta Mackenzie Allen (Geena Davis) al cargo tras la súbita muerte de su predecesor. Pero el eslogan de la serie (“Esposa. Madre. Líder del mundo libre”) ya anticipaba que la serie no iba a ser más que un paternalista sucedáneo de El ala oeste de la Casa Blanca.
Poco a poco, la figura de la presidencia iba a ser devorada por un bucle infinito de decepción. El thriller en tiempo real 24 (2001-2014, disponible en Netflix) tuvo a dos presidentes afroamericanos y una mujer, pero la historia de todos siguió el mismo patrón, del idealismo a la renuncia de las ideas bajo el manto de la corrupción y el terror. No es de extrañar que el mejor villano al que se enfrentó el agente Jack Bauer en la serie fuera el Presidente Charles Logan, un lobo con piel de cordero interpretado por un actor como Gregory Itzin, con un claro parecido a Richard Nixon.
Los años de Barack Obama en la presidencia (2009-2017) coincidieron con la emisión de dos series donde el ejercicio del poder era un fin en sí mismo. Fue el caso de Scandal (2012-2018), cuyo título era bastante explícito sobre su premisa argumental: operadores políticos trabajando para encubrir fraudes electorales, chantajes y muertes nada accidentales (y estos eran “los buenos” en la serie). También de House of Cards (2013-2018, disponible en Netflix), cuyas dos primeras temporadas trazaron el ascenso del congresista Frank Underwood hasta la presidencia a golpe de manipulaciones y asesinatos. Ese modus operandi se convierte en una razón de ser, hasta el punto de que, enfrentado a la pérdida de la presidencia, Frank sume a la nación en el miedo y la ley marcial con la excusa de la guerra total contra el terrorismo. Ha habido un último intento de regresar al idealismo con Sucesor designado (2016-2019, disponible en Netflix), donde el asesinato en masa del gobierno convertía al gris secretario de vivienda Tom Kirkman en presidente y el cargo lo revestía de la dignidad necesaria para desarrollar un programa reformista. En general, la ficción serial ha perdido interés en la figura presidencial como motivo argumental desde la ficción, superada por el espectáculo de la realidad que ejemplifican La ley de Comey y Animado Presidente. Hay un buen motivo para ello: Trump ha convertido en proféticas algunas de las tramas de House of Cards que parecían sórdidas o exageradas, mientras que Veep resulta cada menos una sátira y más un documental.
Concepción Cascajosa es profesora titular de Comunicación Audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame