Hay mucha gente que un buen día, por pura sonoridad, decidió arrancar la tilde de su nombre para dejar de llamarse José y que el acento salte de la e a la o de Jose. Jose Aleixandre es uno de ellos. Aunque a este veterano fotógrafo de 67 años mucha gente del mundillo periodístico también lo conoce como Álex. Jose nos recibe como si fuera un obispo, con esa cara redondita, los dedos regordetes y esa papada generosa, sentado detrás de una mesa señorial con molduras y un cristal encima. "Esta mesa se la trajo mi abuelo de Montevideo", nos informa. Pero más que el mueble, imponente, llama la atención que un humilde, aunque brillante, fotógrafo viva en ese casoplón con vistas a la Gran Vía y la plaza de Cánovas del Castillo. Él se apresura a aclarar que no es un potentado. "No soy un fotógrafo rico, soy un fotógrafo que ha heredado un piso de sus padres".
El despacho es el lugar donde aún trabaja y donde guarda tanto su obra como una notable colección de fotografías antiguas, fundamentalmente de profesionales valencianos de cuando las cámaras pesaban un quintal, aunque también conserva retratos originales de Robert Capa y otros insignes fotoperiodistas. Basta una breve mención a su colección para que Jose se gire, abra un aparador que tiene a su espalda y comience a sacar fotografías del año catapum. Durante unos minutos parece uno de esos niños que, aprovechando el recreo, despliega sobre el suelo sus cromos repetidos.
"De lo que más tengo es de don Agustín", advierte, como para dejar claras cuáles son sus prioridades. Agustín Centelles, explica, es un fotógrafo valenciano que que vivió y trabajó toda su vida en Barcelona. Y para que el ignorante termine de ubicarlo, le recuerda una instantánea universal, la imagen de unos milicianos disparando tras la protección de unos caballos muertos. "Y esa de ahí también es de don Agustín", cuenta mientras mueve la cabeza hacia la pared que tiene a su izquierda, en la que está colgada una fotografía del cardenal Pacelli -años después Pío XII, el Papá que gobernó la iglesia católica entre 1939 y 1958- agachando la cabeza, como señal de respeto, al pasar al lado de una bandera de la República.
Debajo de esa fotografía hay unas bombas y algunas balas sueltas. Son trofeos encontrados en las trincheras de la Guerra Civil, una de sus obsesiones. Como unas latas oxidadas que están expuestas en otro rincón. Hallazgos de sus años de investigación de la historia de la arquitectura del conflicto fratricida español. "Yo veraneo en Náquera y todas las tardes las chicas (se refiere a su mujer y sus amigas) se iban a caminar por ahí, así que un día yo me fui con otro amigo a buscar cosas y nos encontramos las trincheras. Y dije, coño, esto vendría de puta madre para un reportaje para el periódico".
Aquello dio mucho más de sí, y Alex ya lleva cuatro libros dedicados al asunto este de las trincheras de la Guerra Civil, del que es ya un consumado experto. Cuando Alex habla del periódico se refiere al Levante, que fue la cabecera en la que estuvo más tiempo y de donde salió abruptamente, como casi todos los fotógrafos y redactores veteranos de esta ciudad en los últimos tiempos, orillados por ejecutivos de cuello blanco que no conocen el oficio.
Al principio intenta pasar de puntillas por los asuntos más espinosos de su vida. "Cuando se me fue y luego, posteriormente, dejé el periódico, aquello (la investigación sobre las trincheras) se convirtió en un clavo ardiendo al que agarrarme. De trincheras llevo ya cuatro libros hechos". Hay dos hechos que han marcado el tramo final de su vida: la salida del Levante y ese confuso "se me fue" con el que Jose intenta rodear la traumática pérdida de su mujer, que murió después de padecer un cáncer de colon durante un par de años. La primera herida dice que ya ha cicatrizado, aunque da la sensación de que no. La segunda sigue dolorosamente tierna.
Hay un segundo de silencio incómodo que Aleixandre rellena con lo primero que se le ocurre. Pero durante ese segundo se escucha su sufrimiento por encima de las sirenas de una ambulancia y el ruido incesante del tráfico que pasa por la Gran Vía Marqués del Turia y que se cuela por el balcón que está abierto en el salón, al lado del despacho. Llama la atención que a primera hora de la tarde el fotógrafo esté sentado en su querida mesa con la luz artificial de una lámpara de diseño, mientras permanece cerrada una puerta que se supone da al exterior. La mención casi le obliga a abrirla y entonces aparece un mirador fantástico, en la esquina justo de la manzana, que se asoma a la plaza y a la avenida. Unas vistas soberbias que ningunea el propietario con el débil pretexto de que ahí hace mucho calor en verano y mucho frío en invierno, con lo que ese mirador que es la envidia de todo el que pasea por la Gran Vía y levanta la vista, ha quedado reducido a un burdo trastero para libros viejos cubiertos por una sábana.
Jose Aleixandre se crio en esa vivienda hasta los diez años, momento en el que se mudaron al piso de sus abuelos. Su madre era uruguaya y sus padres -un valenciano y una manchega- decidieron regresar a Montevideo, donde formaron una familia con veinte años, con lo que dejaron libre un inmueble inmenso con doble pasillo por donde los perros, recuerda el fotoperiodista, correteaban tan a gusto. Allí siguió hasta que se casó y se fue con su mujer a la calle Alemania, cerca de Viveros y el colegio Alemán.
El padre de Álex llevaba "los asuntos" de la familia. "Que tenían un 'rajolar' y unos huertos de naranjos. Luego lo nombraron cónsul de Uruguay y fue cuando entré ahí y empecé a combinarlo con la fotografía. Mi madre era ama de casa y yo, el mayor de cinco hermanos, el 'hereu', que es mentira. Yo me ganaba la vida, al principio, como colaborador de la Mostra de Cinema del Mediterrani y haciéndole trabajos al Ayuntamiento. Y de ahí pasé a Diario de Valencia para hacer lo que nadie quería; es decir, la noche".
La afición germinó de niño, cuando conoció el oficio en unas actividades extraescolares en El Pilar. "Ahí empecé a practicar la magia del cuarto oscuro". Luego lo dejó para centrarse en una carrera de Económicas que abordó sin vocación de economista. Pero no tardó en dejarse arrastrar por la corriente alegre del periodismo de los 80, los años de las redacciones beodas y llenas de humo. Primero en el Periódico de Cataluña y, más tarde, en la delegación de El País. "Hasta que llegaron dos compañeros que le gustaban más al delegado y me volvieron a arrinconar a hacer lo que nadie quería: deporte y toros. El fútbol la verdad es que me gustaba, y la estética de las corridas, también. Y encima tuve la suerte de aprender muchísimo al lado de Joaquín Vidal (magistral crítico taurino, ya difunto). Hasta que tuve una bronca con el delegado y me fui".
Entonces reingresó en el Periódico de Cataluña, hasta que se subastó el Levante en 1984 y le llamaron después de un 'triunfo' periodístico que le debe a Abelardo Muñoz, que fue quien le dio el soplo, a las cinco de la mañana, de que Terra Lliure acababa de cometer un atentado cerca de la Finca Roja. Aleixandre salió disparado y fue el único que consiguió tener fotos. No sabía qué hacer con la exclusiva, así que llamó al Levante a ver si les interesaba. Cuando llegó a la redacción le llamó la atención que le recibieran un subdirector y un redactor-jefe. "Pero me dijeron que acababan de comprar el periódico que estaban formando una plantilla y que (además de las fotos del atentado) les gustaba mi trabajo porque eran lectores del Periódico de Cataluña. Comentaron que querían fichar a Luis Vidal, y a Jesús Císcar o Carles Francesc, a uno de los dos, pero no a los dos. Porque estos tenían una cualidad: trabajaban juntos y luego firmaban las fotos como Francesc Císcar. Al final entré yo, luego Victoria García y, finalmente, Manuel Molines. El director era Jesús Prado, pero duró tres padrenuestros porque lo ascendieron a director general y nombraron director a Ferran Belda".
Levante fue su casa entre 1984 y 2016. Treinta y dos años de servicio en los que vivió la transición del revelado en blanco y negro a la fotografía digital. No tiene ninguna duda de qué época prefiere. Jose Aleixandre se queda con los viejos tiempos. "Mi mejor recuerdo es de los 80 y los 90. Entonces era todo en blanco y negro y eso es algo que me encanta. Asumo directamente la definición de (Josep) Renau de que el blanco y negro tiene un dramatismo que no tiene el color. Y el otro tema es que se hacían reportajes con tiempo, y cosas guapas. No como ahora, que todo tiene que ser rápido y enviado al instante. Antes, además, viajabas más a cubrir temas muy variados".
En 1984, cuando entró en la redacción, los fotógrafos, tanto del Levante como de Las Provincias, las dos cabeceras que había en ese momento -junto a la Hoja del Lunes-, revelaban en sus casas. Luego llegaron los laboratorios a los periódicos. Después apareció la minilab, una máquina donde metían los carretes y revelaba los negativos. "A partir del 96 empezó la digitalización del periódico y trajeron unos escáneres. Y en el 2000, en la final de Champions de París (Valencia-Real Madrid), ya logré que Canon me dejase dos máquinas que había que prever cuándo iba a chutar el jugador porque tenían un retardo. En 2001, la final de Milán (Valencia-Bayern), ya teníamos unas maquinitas que eran las Canon 30 que adolecían del mismo defecto. El jefe de informática nos dio una tarjeta con 500 megas que costaba un millón de pesetas. ¡Qué animalada! Y para enviar era trágico: tenías que desmontar la línea telefónica y era un follón. Luego el periódico compró los equipos y una PDA en la que metías la tarjeta y desde la cual, conectada al móvil, podías enviar las fotos al instante".
Alex hace este repaso sintético por la evolución del fotoperiodismo y lamenta que muchos compañeros fueran tan poco minuciosos. "No tienen los negativos ordenados y encima en muchas fotos solo pone 'toros', sin más detalle, sin especificar quién toreaba ni dónde". Él no. Él tiene en su despacho un mueble de un metro y medio de alto con 40 cajones en los que está todo su trabajo. Aunque también lo tiene digitalizado en un ordenador portátil que ha dejado, al lado de los dos de sus hijos, en el comedor, junto al sofá. El archivador lo diseñó su mujer.
Lo dice con orgullo aunque, cada vez que la nombra, se le nubla la mirada. "Eso sí que duele", acaba concediendo. Cuenta que se llamaba Pilar y que su pérdida, sin haber cumplido los sesenta, le partió en dos. "Fueron años muy duros y el último mes me lo pasé con ella en el hospital. A los diez días me dijeron que se me estaba yendo. Tenía 56 años y eso sí que duele".
Luego vino su triste final en el periódico. Su último trabajo, recuerda, fue el acto institucional del 9 d'octubre de 2015. "Un año después me fui. O me fueron... Aquello acabó como el rosario de la aurora". Aún escuece, pero él prefiere hablar de que no se quedó escondido en la trinchera. Desde entonces, asegura, no ha parado. "Lo del trabajo lo superé rápidamente y he hecho muchas cosas: he comisariado tres exposiciones de Agustín Centelles, he escrito cuatro libros de trincheras, he hecho exposiciones personales, conferencias, me he metido como casi creador de la Asociación de Municipios de la Línea de Defensa Inmediata, que defiende los 24 kilómetros de la línea de defensa inmediata de la Guerra Civil. A los dos años me propusieron entrar en la Real Academia de Bellas Artes y entré por unanimidad de los académicos...".
Y tiene dos hijos, de 29 y 26 años, que se les escucha merodear por la casa, tras las puertas, aguardando a que se vayan los intrusos. Una casa con un recibidor y un pasillo decorados con fotografías de su dueño. Son variadas y bonitas. En blanco y negro, por supuesto. Porque Jose Aleixandre ha estado muchos años en el oficio y ha dejado muchas imágenes en el archivo. Una de las que más le piden es una de Cicciolina enseñando los pechos. "La actriz (erótica) venía a València porque había un ninot suyo en una falla y porque iba a actuar en el fabuloso Molino Blanco. Cuando vio a dos fotógrafos, nos miró y cogió el escote palabra de honor, se lo bajó y enseñó las tetas".
Muchos años de trabajo y muchas cámaras. Desde la primera, que le regalaron cuando tomó la primera comunión, hasta la última, las guarda en ese aparador que es algo así como un pequeño museo. Ahí tiene la primera que usó para trabajar, una Minolta XD5 que le trajo, libre de impuestos, una amiga de Tenerife. Luego vinieron la Nikon Photomic con motor y otra posterior más ligera. Y una Leica, que ha usado muy poco y que, curiosamente, la casa acaba de volver a sacar al mercado a seis mil euros. También le regalaron una Leica de la Guerra Civil. En medio de las cámaras llama la atención un botellín de cerveza que lleva la cara, explica, de Sole, la jefa de informática del periódico. "Es una colección que hizo Railowsky (una librería situada en la vecina calle de Grabador Esteve) con fotografías de varios fotógrafos".
También se acuerda mucho de las que hizo el día que retiraron la estatua ecuestre de Franco de la plaza del Ayuntamiento. Llegó cuando estaba ya medio inclinada. Entonces colaboraba con una agencia, así que hizo las fotos, se fue corriendo a casa, las reveló y luego salió disparado hacia el aeropuerto. Allí buscó a un pasajero y le pidió si podía hacerle el favor de llevarse esas fotografías que, al llegar a Barajas, le pediría alguien que estaría esperándole con un cartel de la agencia. "Así se trabajaba entonces", puntualiza.
Aleixandre se recrea después con su colección, con las fotografías de Antonio García, que fue el suegro de Joaquín Sorolla. Alguna de Disdéri, el inventor de la carta de visita. Un retrato autografiado de Abraham Lincoln. Varios daguerrotipos. Fotografías de València, como una muy llamativa en la que la Puerta de la Mar está todavía en su ubicación original, al final del Puente del Real. Otras de unas valencianas en un campo de naranjos. Y hasta algunas de corte erótico cuidadosamente envueltas en papel cebolla. "Muchas me las conseguía un tío que tenía Auca, una librería de viejo, y cuando le llegaban nuevas, me llamaba. Pero eso era antes, cuando costaban cuatro duros. Ahora cualquiera sabe lo que valen y te piden un dineral. Y ya hubo un momento en que dejé de comprar porque tenías que dedicar los ingresos a la familia".
Confieso que no sé quién es Antonio García, y entonces él explica que fue el mejor fotógrafo retratista que hubo en València, y que en sus anuncios puntualizaba que tenía ascensor. "No era ninguna tontería. Para fotografiar necesitabas luz y normalmente los fotógrafos ponían el estudio en la última planta. Por eso se agradecía un ascensor, que no era tan común".
Llega un momento en el que, sutilmente, hay que cortarle. Este experto en la historia de la fotografía en València se enreda en una colección "que no es de las más abundantes" pero que parece no tener fin. Ha llegado la hora de dejar ese despacho atiborrado de recuerdos, donde uno puede encontrar un iPod, un friso formado por cuatro fotografías de la València amurallada o unas pelotas de vaqueta de Àlvarez, el legendario artesano de Carcaixent. Pero el salón nos atrapa de nuevo con fotos de su mujer y sus hijos, de un precioso retrato que le hizo José Penalba -miembro de una histórica saga de fotógrafos valencianos-, uno que sí mantuvo su tilde, apoyado en un semáforo. Detrás del sofá hay una madera con un cartelito donde pone 'Martes', un recuerdo del soporte donde se colocaba el Levante de los martes en el archivo de la redacción, un obsequio de Julio Monreal.
Álex recorre el comedor con un andar pesado y algo 'achaplinado', con las puntas de los pies hacia fuera. Es un salón destartalado y parece presidirlo una televisión interminable. Las puertas del balcón están abiertas de par en par y por allí entran el ruido del tráfico y el calor de este 'veroño' infinito. A su paso va dejando un agradable olor a jabón, a limpio, mientras busca un libro más, una fotografía más, un recuerdo más. Está claro que no es un jubilado. Aunque Aleixandre parece estar a gusto en su trinchera.