VALÈNCIA. Tiene su suspense, sus cliffhangers, sus puntos de giro y hasta sus WTF! como en la mayoría de las ficciones, pero se trata de una serie documental de seis capítulos de una hora de duración cada uno, Wild wild country (Maclain Way, Chapman Way, 2018). Puede verse en Netflix y no cabe duda de que está causando sensación. Es la historia de la creación en el estado de Oregón allá por 1981 de una comunidad, la llamada comuna de Rajneeshpuram, formada por los fieles de una secta que propugna el amor libre, dirigida por un gurú hindú amante de los Rolls Royce y los relojes de lujo, y su problemática relación con el pueblo vecino, Antelope, que tiene tan solo cuarenta habitantes muy orgullosos de su modo de vida convencional y temeroso de Dios. La América profunda contra la comuna del amor libre.
La serie es apasionante y también arriesgada, aunque muestra una gran confianza en sí misma. No utiliza la voz en off, así que nadie explica o subraya nada, ni tampoco las reconstrucciones de los hechos o las temibles dramatizaciones, esas prácticas tan habituales en el miserable periodismo amarillista y la crónica negra que practican sin piedad y con mucho morbo las televisiones. Aquí solo hay imágenes de archivo, de las que afortunadamente quedan muchas, no solo por el gran eco mediático que tuvieron los hechos, sino porque a esta secta le gustaba grabar cosas, y entrevistas hechas actualmente a algunos de los protagonistas de la historia, tanto miembros de la secta, como habitantes del pueblo o representantes de las distintas instituciones que acaban implicadas. Bueno, no solo tiene eso, archivo y entrevistas. Lo que hay es montaje. Lo pondremos en mayúscula para darle todo el énfasis que requiere, MONTAJE, el cimiento sobre el que se construye cualquier relato audiovisual. Un concepto este, relato audiovisual, que incluye a la ficción y a eso que llamamos documental, o no ficción, o cine de lo real, o ensayo en imágenes, porque no está nada claro cómo debemos llamarlo.
Cuando uno de esos documentales de animalitos de la sobremesa muestra a la gacela del Serengueti vigilada por el león está construyendo un ‘documental’ con elementos de ficción. Lo más probable es que el león esté a kilómetros de su presa y que su primer plano haya sido filmado en días distintos al de la gacela. No hay problema, porque el montaje lo unirá todo utilizando técnicas para dilatar el tiempo, varios emplazamientos de cámara y de puntos de vista, la alternancia de planos generales y primeros planos, montaje paralelo y música que provoca tensión, entre otros muchos recursos. Al final habremos asistido a una persecución llena de acción y suspense tan eficaz y adictiva como las de El caso Bourne. Se aducirá, con razón, que si al final de la escena vemos al león comerse a la gacela, lo que estamos viendo es indudablemente real, un documento, mientras que, obviamente, Matt Damon no se ha cargado a Clive Owen en medio del campo por más que veamos cómo le mata. Cierto. Pero aun así, el documento (león come gacela) se presenta como el resultado de una narración deliberada y de una puesta en escena fruto de una serie de elecciones de encuadre, iluminación, composición, distancia de la cámara, duración de los planos, banda sonora, etc. Y todo ello no solo construye un relato, sino también y sobre todo un discurso sobre la realidad.
Tendemos a suponer que el antónimo de ficción es documental y que una cosa excluye a la otra, pero no es así, como ha demostrado desde siempre el cine, desde que a Louis Lumière no le bastó con filmar a la gente que estaba en la estación y alteró la realidad colocando a su esposa y sus hijos entre la multitud en La llegada del tren a la estación de la Ciotat (1895), u ordenando el movimiento de los grupos de trabajadores en La salida de los obreros de la fábrica Lumière de Lyon (1895), ese publirreportaje que dio comienzo a la historia del cine. Lo cierto es que el antónimo de ficción es realidad y ni por esas nos aclaramos, porque a) toda ficción incluye realidad, y b) un documental no es la realidad, no es un documento; es, como hemos visto, un relato con su puesta en escena, además de un discurso con un punto de vista.
En Wild, wild country hay realidad y montaje. Hay documento y discurso. Y técnicas de ficción, suspense, tensión dramática, cliffhangers que te dejan traspuesta al final de algunos capítulos, giros asombrosos de guion y cualquier cosa que podamos pedirle a una ficción. Hay un ejercicio rigurosísimo de puesta en escena, verificable en su nivel más elemental, el de la composición de los planos de las personas entrevistadas en la actualidad. Fijémonos en los fondos y la decoración, pero también en la distancia de la cámara, la angulación: la que está rodeada de libros, el que exhibe trofeos de caza, la pared repleta de fotos, los planos esquinados y de perfil, como calificando al hablante. Percibimos cómo todo eso crea personajes, por más que no lo son, puesto que se trata de personas reales y sus intervenciones son testimonios, no textos escritos por guionistas. Hay protagonistas, secundarios y malvados. Y qué malvados, malvada en este caso, más fascinantes. No hay buenos o héroes, no, porque no es una historia que los tenga, en todo caso humanos contradictorios y atrapados por pasiones y debilidades, siendo una de las principales el miedo al otro, que es tal vez el tema central de la serie y lo que hace dialogar directamente a esta historia de hace más de tres décadas con nuestro mundo actual.
Todos estos elementos se utilizan para jugar muy sabiamente con nuestras expectativas, que nada más empezar la serie y ante algo que incluye términos como secta, gurú, América profunda, comuna, sexo libre y FBI, comienzan a unir puntos y a presuponer una determinada narración... que no se va a cumplir. La historia nunca va a ir por dónde suponemos y esa es una de sus grandes bazas: no hay manera de avanzar lo que va a suceder. Y por eso, por mor del disfrute y el placer, se ruega no leer nada sobre lo sucedido antes de verla. Este texto está libre de spoilers y no vean lo difícil que está resultando su escritura sin desentrañar algunas cosas que están a tiro de Wikipedia. Hey, que he dicho que no miren. Así que, quid pro quo, a cambio de mi esfuerzo por no reventarles la serie me aguantarán un consejo: déjense llevar por el elemento sorpresa y los caminos insospechados que va abriendo este relato documental que se disfruta como una ficción.