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El periodismo y la careta

22/04/2019 - 

La Cultura no estará presente en los debates televisivos que se celebran este lunes y martes por el 28-A. En el programa de Vox, partido beneficiado por el silencio forzado de sendas citas, solo ocupa tres puntos de su programa: impulsar una Ley de Mecenazgo (ya en marcha), la protección de la tauromaquia y la de la caza, disciplinas artísticas amenazadas como todo ministro de Cultura europeo sabe. Por suerte, la Cultura es una necesidad superior a la de un gobierno. Así, cuando Grecia se medía los egos entre guerras y alianzas, el teatro cambió para siempre a las personas y sus formas de relacionarse. Aristóteles contó cómo las tragedias transformaron el sentido de culpa hasta alcanzar la ética. El error, la mentira y el fracaso pasaron de infligir una pena simple, casi infantil, a generar una percepción mucho más profunda de lo sucedido: las ficciones griegas nos enseñaron que los asesinatos, las violaciones o la corrupción formaban parte de un contexto.

Con la llegada del cristianismo, la implicación personal en aquellas historias orales –como la de Cristo, tan vívida estos días– dio paso a la conmiseración. Pasamos a formar parte del mal que alguien sufre (y el caso de Cristo es quizás el más universal). Estos inicios de la compasión, la conmiseración en sí misma, han ido alimentando una forma terrible de percibir al poder por parte de los periodistas desde el inicio de siglo. Una empatía transformada en careta y desatada en pro de dos objetivos: eludir el despido y progresar internamente por la vía de la mediocridad. A cambio, las faltas más graves, las injerencias, extorsiones y manipulaciones más increíbles han ido dando forma a los medios de comunicación en España. De atemorizar al poder a someterse hasta la metástasis del desprestigio. Convertidos en algo muy distinto, su percepción actual tiene poco que ver con los logros obtenidos a base de un esfuerzo pasado por tantas aguas.

La gran duda es, ¿existe la posibilidad de revertir lo sucedido? No será por falta de periodistas ni de talento. Eso, aunque las críticas internas no parecen reparar en ello, también queda claro en El director. Secretos e intrigas de la prensa narrados por el exidrector de El Mundo. El ensayo de David Jiménez es un libro imprescindible para estudiantes de periodismo y necesario para el resto de artesanos del oficio. No parece casual que su portada la protagonice en exclusiva una careta forrada de recortes noticiosos. La máscara ya vencida de un personaje interpretado de manera accidental, como se intuyó en su día cuando un corresponsal durante dos décadas pasó a ejercer como director de este diario, pero que ahora sabemos que ha servido para legarnos la mejor crónica hasta le fecha sobre el estado de los medios de comunicación en España a inicios del siglo XXI. La airada reacción de sus compañeros parece darle la razón en su incomodidad por la revelación de unas tramas que, por desgracia, sorprende a cualquiera… que no sea periodista.

Hay leyes no escritas en este oficio, pero una de las que se conocen tanto dentro como fuera de las redacciones tiene que ver con la autoprotección del mismo. El corporativismo es el alimento que peor le sienta al periodismo, pero existe. Al máximo nivel. Desconozco si en otros oficios sucede de la misma manera, pero el silencio –a menudo justificado por la máxima de evitar un exceso de ombliguismo– provoca que, cuando alguien habla sobre sí mismo (sobre el oficio), resulte demasiado alejado de algo asumible por parte de los lectores. Y esa es una de las percepciones más extendidas por Jiménez en el libro, su vocación de situar a los lectores en el centro. Una vocación interpretable, según las áreas de la empresa periodística, ya el lector es percibido de muy distinta manera por las áreas que componen a los. Los periodistas, por ejemplo, no tendemos a interpretar a los lectores como a followers –como así hacen casi todos los medios de nicho y nueva generación, llamados a no traer nada bueno–; no,  los periodistas tienden a contravenir al lector para hacerlo más exigente. Más crítico. Sin embargo, esta dicotomía, en uno de los países con la piel más fina para asumir la crítica que se conocen, resulta una contradicción mortal para la economía de los medios.

El director no merece spoilers. Basta la descripción en las rutinas productivas de los mandos intermedios para reconocerse a uno mismo y a sus compañeros en la negligencia cotidiana. Basta leer sobre la relación de ministros (sustituyan por consellers), sus jefes de prensa y los responsables económicos del diario para imaginar el estupor con el que la sociedad contemplaría esa relación viciada. Una relación por la que han tildado a Jiménez de ingenuo, quienes más se lo tendrían que hacer mirar al confundir la velocidad con el tocino y distorsionar que una relación dialéctica con el poder no exige la sumisión de aquello por lo que nos despertamos todavía: noticias. La conmiseración para con los afectados –protegidos por pseudónimo– me lleva a ser consciente de la guerra de egos y los desajustes de la máquina de producción que es un medio de comunicación. Pero basta con descubrir las palabras de afecto sobre las virtudes de muchos de ellos (escaldados en el párrafo siguiente) para comprender que Jiménez ha tratado de aprovechar la careta de director para salvarnos un poquito a todos.

Es un relato crístico en este sentido: sacrificado por. En Twitter, que es de todas las realidades, una de las más ajenas a la verdad que conocemos, se ha dicho hasta la saciedad que este ha sido el punto y final a su carrera en España como periodista. No lo creo así, pero si lo fuera, evidenciaría los males que nos atribuye. El libro contiene todo lo que un periodista ansía para una crónica de sucesos, pero también un novelista con arrestos para escribir de su tiempo: muertos (por destituidos), pasta (y la presión laboral que la rodea) y poder (para dar y tomar, de la Casa Real hasta el Ibex 35 y del Gobierno central a los poderes internos). Lo tiene todo, porque si algo sucede en las entrañas de una redacción es ese ansia por comprender en un rato de lectura el lugar en que vivimos. Jiménez se desquita de una experiencia que a los dos meses ya se les había empezado a hacer larga a quienes le eligieron, culpables de haber situado a un periodista de la raza no corporativista al frente del diario. Quien crea que el ensayo publicado por Libros del K.O. hace más mal que bien al oficio, es que no ha entendido que, como su autor concluye, no tendremos legitimidad si no asumimos en qué nos hemos convertido.

Efectivamente, la naturaleza humana –de vendidos y supervivientes internos– está llamada a boicotear el fin del periodismo. Efectivamente, la economía y sus leyes, más aún en nuestra situación actual, están llamadas a sabotear lo que significa. Al periodismo le queda regenerarse o morir. La atomización, por cierto, es una forma de muerte. La sombra de la conmiseración es larga, por eso comprendo a quien no ayude a sofocar el incendio por el supino motivo de ‘lo queda en el convento’, pero no puedo más que recomendar el libro a los que queremos seguir dentro.

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