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LOS DADOS DE HIERRO / OPINIÓN

La empatía como virtud progresista

27/11/2022 - 

Sostiene el liberalismo que la libre competencia es una necesidad para el avance social, tecnológico y económico de nuestras sociedades. Subyace a esto un concepto darwiniano de la existencia, un “comer o ser comido”, aunque vistos los horrores que desató el darwinismo social en la primera mitad del siglo XX, ahora se disfraza de “meritocracia”: quienes reúnan los “méritos” son quienes deben tomar las decisiones y tener acceso prioritario a los recursos. Hay que priorizar a los más fuertes, nos dicen, porque “solo los más fuertes prevalecen” (aunque entonces, ¿por qué habría que priorizarlos?)

Pero eso no es lo que dicen los antropólogos (los cuales, no se lo voy a ocultar, son probablemente los más izquierdistas de todas las ramas de la ciencia): la especie humana, sin duda la dominante del planeta, no ha logrado su posición gracias a la fuerza. Ni nuestras uñas, ni nuestros dientes, ni nuestra fuerza física en general son precisamente imponentes frente a la mayoría de los animales, todo lo contrario. Nuestros primos los chimpancés, con la talla y el peso de un preadolescente, nos darían la del pulpo en una lucha cuerpo a cuerpo. Lo único en lo que los humanos destacamos físicamente es en nuestra capacidad para… salir huyendo: patas largas, andar erguidos, y nuestra característica falta de pelaje y abundancia de glándulas sudoríparas para enfriar mejor y así poder trotar durante más tiempo. Y si va a decir usted que fue nuestra inteligencia: el homo neandertalensis era al menos igual de inteligente que nuestros antecesores (su capacidad craneal era incluso superior), pero no prevaleció. Si estamos donde estamos, es gracias a la colaboración.

La ciudad de Valencia tiene 800.000 habitantes apiñados en 135 kilómetros cuadrados, unos 6000 por kilómetro cuadrado. Imaginen eso mismo con leones o tiburones: el resultado sería invariablemente una matanza, inmediata o cuando se acaben los recursos. La afamada “mentalidad de tiburón” es en realidad una fórmula para el desastre colectivo. A los humanos, en cambio, no nos cuesta demasiado esfuerzo convivir e incluso colaborar altruistamente. Por eso nosotros tenemos a los tiburones encerrados en el Oceanogràfic y no al revés.

La clave para la colaboración, prosiguen los antropólogos, es la empatía, la “capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. Algo de lo que carecen los animales, pero que les permite a los 800.000 valencianos convivir en paz, con la tranquilidad de saber además que en la Huerta hay otros muchos miles de personas cuya ocupación es enviarles la comida que evidentemente no crece en la propia Valencia.

Si fueran tiburones (o tuviesen “mentalidad de tiburón” - curiosamente en política a la “mentalidad de tiburón” se le llama “ser un halcón”), los habitantes de la Huerta bloquearían los alimentos, dejarían morir de hambre a un 5-10% de la población, y resumirían los envíos tras haber impuesto sus exigencias maximalistas. Es precisamente la empatía, el sentir como propio el sufrimiento ajeno, lo que impide tales planteamientos maximalistas. Por eso, cualquier intento de instalar una “mentalidad de tiburón”, ya sea en lo económico, político o social, entre personas o entre naciones, siempre pasa por desactivar primero la empatía, deshumanizando al grupo humano que sea necesario: el extranjero por “extraño”, los competidores como “débiles”, los recipientes de ayudas como “parásitos sociales”…

La falta de empatía se asocia normalmente con el autismo (de forma injusta, consideran cada vez más psicólogos, que afirman que los autistas empatizan, simplemente no saben mostrarlo y les cuesta gestionar las emociones resultantes), los trastornos narcisistas, y sobre todo la psicopatía. “Psicopatía” no significa que alguien actúe como en la saga Viernes 13, sino que tiene una predisposición mayor a actuar sin limitaciones, sin remordimiento y sin consideración por los demás o por las convenciones y reglas sociales. Mienten más, son más promiscuos, más manipuladores, más tendentes a relaciones inestables, impulsivos, y a menudo tienen un narcisismo patológico. Pero por encima de todo, la psicopatía está definida como un “trastorno antisocial”. Frente a una prevalencia del 1% en la población general, hay estudios que diagnostican hasta un 21% de psicópatas entre los CEOs de las grandes empresas (lo que serían tres veces más que en el sistema penitenciario). Mucha gente ha “diagnosticado” psicopatía a dirigentes varios, por ejemplo, a Boris Johnson, un señor que hasta 2021 no reconoció públicamente cuantos hijos tenía (siete, con tres mujeres diferentes).

Boris Johnson. Foto: LEON NEAL/PA WIRE/DPA

En un mundo cada vez más complejo, inestable, agotado y tecnificado, la tendencia va a ser a tener cada vez más reglas para evitar que todo vuele por los aires. Esta parece ser la evolución que nos espera durante los próximos años (ya sea mediante cooperación internacional o repliegues nacionales), y es natural que despierte resistencias entre aquellos que más tienen que perder. Ahí es donde echa sus redes una nueva hornada de políticos, actuando -o posando- como verdaderos psicópatas, y cosechando con ello éxitos que desde fuera se ven incomprensibles (la izquierda especialmente es muy de “pero ¿cómo puede la gente votar a X?, es que no lo entiendo”), pero que no lo resultan tanto como ejercicio de proyección psicológica.

Por supuesto, políticos y políticas “psicópatas” se pueden encontrar en todos los partidos y en todas las corrientes ideológicas. La selección de élites, el “¿cómo evitamos que lleguen a lo más alto aquellos cuya psicopatía les da mayor capacidad para medrar en la política partidista?”, es un problema muy común, y de difícil resolución (¡Boris Johnson y Donald Trump ganaron las primarias de sus partidos!). Pero una cosa es un político psicópata y otra una política abiertamente psicópata. Lo que está claro es que cualquier impulso de izquierdas que aspire a ser algo más que un segmento del mercado editorial pasa por apelar a la empatía. Por recuperarla, ponerla en el centro de su estrategia, y defenderla culturalmente de la “mentalidad de tiburón”.

Para ello, la izquierda tiene la ventaja de que prácticamente todo el mundo considera que un mundo donde todo es “libre” pero solo unos pocos ricos pueden permitírselo es un mundo más injusto que uno donde nadie tiene chuletón al punto diario, SUV 4x4 o jet privado, pero todas las personas tienen sus daditos de jamón para las lentejas, su utilitario capado en 100 km/h y el ocasional viaje en clase turista. Esto es tan instintivo y obvio que no hay ni que explicarlo. La desventaja es que, esencialmente, la izquierda tiene que pedirle a la gente que vote políticas que en uno o varios puntos van a limitar su libertad y potencialmente afectar a su bienestar… para beneficiar a gente que a lo mejor no puede ni votar. Ese es el cleavage que los políticos psicópatas explotan y explotarán. Y la única forma de superarlo es apelar a la empatía. Así que la izquierda no debería tener miedo a ser sensiblona, ñoña, infantil o buenista (y además, haga lo que haga, la van a acusar de todo eso igual): si va en serio con ese programa, no le va a quedar otra.

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