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tribuna libre / OPINIÓN

¿A quién le importan los huidos?

Las personas que hoy esperan ante las vallas europeas nada tienen de refugiados porque nadie les ha puesto a salvo, porque son unos desamparados, con todo el simbolismo de la palabra

20/03/2016 - 

En una viñeta de Forges un funcionario le pregunta a una mujer por su estado personal. Ella le contesta: "atemorizada, angustiada, desesperada, amargada, sufriente, acongojada, aterrada, horripilada, impotente, indefensa... Perdone, pero todo eso no cabe en la casilla. Bueno; ponga refugiada".

La palabra refugiado es sin duda la más triste de entre las que figuran en el diccionario. Lo es porque del pescuezo de quien la porta cuelga la miseria del miserable y del que lo mira como tal. Y yo es lo sé. Lo sé porque lo fui. Fui refugiada de la guerra de Bosnia, pero a diferencia del gran éxodo que hoy se hacina en los cotos vedados de la periferia europea, a algunos de nosotros, que también representamos en los años noventa la escalofriante cifra de dos millones de desplazados, nos brindaron un refugio. En mi caso, el refugio lo encontré en Valencia. 

Las personas que hoy esperan ante las vallas europeas nada tienen de refugiados porque nadie les ha puesto a salvo, porque son unos desamparados, con todo el simbolismo que la palabra puede tener en el imaginario de aquí. Quizá el vocablo que se usa en la ruta balcánica por la que transitan, la ruta de los desgraciados, como la han bautizado, y que tiene un pasado muy reciente de guerra y refugiados, es más acertado. Ahí se les llama izbjeglice, huidos. Eso sí son, a pesar de que el término en los Balcanes desde hace dos décadas arrastra el sufijo casi despectivo del que huye del lugar en el que debería haberse quedado, incluso para morir.

Así es como se ve hoy a los refugiados ahí, donde las heridas del conficto aún no han cicatrizado, pero también aquí, donde las heridas ni siquiera se curan, y donde entienden cada vez mejor el cáriz despectivo que está tomando el término. Porque, ¿a quién le importan los huidos?¿Cómo nos ponemos de acuerdo para acogerlos? ¿Por qué no dejan de venir? ¿Cómo nos los repartimos? 

En la Europa de los Veintiocho, su presencia es una atadura, obliga a desplegar los instrumentos previstos en los tratados internacionales de derechos humanos

Si podemos hacernos ese tipo de preguntas es porque lejos de ver esta crisis como una catástrofe humanitaria, lo que se ha puesto de manifiesto es que en realidad es una crisis política. Cobijados bajo el pretexto de problema que nos supera, que no podemos resolver, y que en resumen no nos atañe, aunque sus consecuencias salpiquen de sangre las puntas de nuestros zapatos, estamos poniendo concretinas entre ellos y nosotros, como si nosotros debiéramos refugiarnos de ellos.

En la Europa de los Veintiocho su presencia es una atadura, obliga a desplegar los instrumentos previstos en los tratados internacionales de derechos humanos para su protección más allá de los meros propósitos. Y como si de una lonja se tratase, en pleno siglo XXI, grandes potencias, firmantes de los protocolos sobre refugiados, debaten cómo devolver y repartirse a seres humanos atrapados entre la guerra y el espino. 

Estos días, cuando Bruselas ha dado la espalda a estos huidos enredados en sus alambres acordando devolver a todos aquellos que entren de forma irregular desde hoy, y sin estar muy clara la legalidad de esas devoluciones; con miles de personas ya llegadas, congelándose en el campo de concentración, -o al menos es a lo que se parece Idomeni- en su propio territorio; y con la notificación de que se cierran definitivamente las fronteras de su patio trasero balcánico, se cumplen justo veinte años del punto y final del sitio de Sarajevo. El mayor que ha experimentado una ciudad en tiempos modernos. Una capital europea, sede de las olimpiadas, abandonada a su suerte durante más de cuatro años y medio, repleta de niños, jóvenes y adultos. 

Los huidos de ese infierno del que a veces nos llegaba alguna postal humeante, mirábamos por aquel entonces a Europa incrédulos, esperando una respuesta, una reacción al derramamiento de sangre indiscriminado de civiles, incluso cuando segaron la vida inocente de miles de nuestros conciudadanos, entre ellos la de mi padre. Lo esperamos cuando hicieron pedazos el Puente Viejo de Mostar, patrimonio cultural de la humanidad y símbolo de la concordia, y lo seguimos esperando cuando en una semana se masacró a más de ocho mil civiles de Srebrenica, zona protegida por los cascos azules, por cierto. Y en todo aquel horror seguimos creyendo que debía tratarse de algún error porque la gente que estaba viendo todo aquello, nuestros vecinos de Europa, iban a reaccionar en cuanto se dieran cuenta de la magnitud del asunto. 

Las imágenes de esta semana de la Embajadora de Buena Voluntad del Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR), la actriz Angelina Jolie, dando una rueda de prensa con los tobillos hundidos en lodo y con un campo de refugiados de fondo, me han recordado a las cartas que muchas madres bosnias mandaban en su desesperación al que durante la guerra de Bosnia fue el Secretario General de Naciones Unidas, Butros Butros-Ghali. Las palabras de sus destinatarias no llegaron a su destino, pues nadie en la cumbre entre Turquía y la UE ha hablado de personas, de la tragedia que les ha traído hasta aquí y de cómo ponerle remedio, tal y como pidió la actriz. Tampoco lo hizo la ONU en Bosnia. Es por esto que la historia de los huidos se repite.

Ellos siguen esperando con la incertidumbre que lo hicimos nosotros, aunque en nuestro caso, ahora, desde el otro lado de la valla, como tantos ciudadanos impotentes, con la inquietud de quien de tanto esperar se está convirtiendo en cómplice. Como dijo el escritor y filósofo irlandés Edmund Burke: "Para que el mal triunfe basta con que los hombres de bien no hagan nada". Y yo eso lo sé. 

Esma Kucukalic es periodista, especializada en Balcanes

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