VALÈNCIA. Para un tipo que vive en València, en su particular zona de confort, 'agobiado' con sus ‘múltiples’ problemas, ir a trabajar a la frontera de Polonia con Ucrania en un entorno bélico, suponía un reto mayúsculo. Algo irrechazable. Más aún cuando mi mochila estaba huérfana de vivencias de esta índole. Mientras se formaliza la idea una vez la empresa decide apostar por ello, se multiplican en mi móvil los mensajes de incomprensión sobre la idoneidad o no de que un medio local privado acuda a describir la información de un conflicto internacional. Dudas generadas, seguramente, por un entorno que no entiende que cierta información trasciende de la ubicación en la que te encuentres y de que el oyente de la 99.9 Plaza Radio es el mismo que el de Onda Cero o la Ser. Más allá de que, al parecer, medios de comunicación con sedes en Madrid y Barcelona deben tener una bula especial o están mucho más autorizados para acudir ‘in situ’ al lugar de los hechos. Supongo que esto dice mucho sobre nuestras 'cosas', la mediocre mentalidad que tanto mal ha hecho a la tercera capital de España.
Una vez sorteados ciertos escollos, viajando con mochilas donde los aparatejos técnicos ganaron espacio a camisetas térmicas y a mudas decentes, llegamos a Polonia. Obviaré detalles de cómo esa madrugada acabamos atrapados bajo una intensa nevada en una montaña perdida, a las cinco y media de la mañana, a una hora y pico del destino que estaba marcado en rojo en nuestra hoja de ruta. Así que, unas horas después de adentrarnos en tierras polacas, nos dirigimos a Przemyśl, al sureste del país. Un pequeño pueblo cuyo nombre en castellano sería algo así como industria o industrial. A unos 11 kilómetros de ese municipio, de unos 66.000 habitantes, está Medyka, uno de los puntos fronterizos que unen Ucrania con la Unión Europea. Lugares por donde entran cientos de miles de personas que huyen de Ucrania. Que huyen del puto horror de los morterazos, de los misiles, de los disparos cruzados que ha diseñado el ex agente del KGB que mora el Kremlin. Mucho de eso se lo contamos, se lo cuentan, mejor dicho, enviados especiales de prensa, radio y televisión (cada vez menos y con pocos recursos). La mayoría describe los hechos con tal nitidez que te da la sensación de que no sólo sabes lo que está pasando, sino que además sufres y empatizas con toda esa gente que muere o se desplaza de sus casas para huir de la más que probable tragedia. Pero ni con los testimonios certeros de los brillantes fotoperiodistas, que tienen el valor de disparar en medio de los disparos, creo, que ni por esas, los que estamos aquí somos capaces de entender, de sentir, lo que ocurre allí.
No les hablo de lo que es vivir entre pepinazos, cadáveres en la nieve y sin certeza alguna de que no te va a tocar a ti. No. Eso es asunto que trasciende a todo lo imaginable. Me ciño más a lo que sucede una vez huyen del terror, del horror. De cómo tu mujer, tu hermana, tus hijos, tus nietos, tienen que meter en una maleta todo lo que les quepa para refugiarse hasta vaya usted a saber cuánto tiempo. Pero ni aún sabiéndolo te acercas a comprenderlo.
Al menos les hablo en el caso de nosotros, de quienes aparecieron, a primera hora, en una pequeña cafetería de Przemyśl. Un local atrapado en el tiempo. Lúgubre. Apenas tres mesas y un pequeño mostrador componían la parte delantera. Al fondo del local, dos trabajadores horneaban pan y esculpían extraños croissants rellenos de todo lo imaginable. El silencio y un intenso olor se habían apoderado de ese espacio. Un silencio que apenas se quebraba por la conversación que mantenía una mujer, muy joven, rematadamente joven, con una niña que debía tener 8 o 9 años. La edad de mis hijos. Un par de mochilas en el suelo, un juguete encima de la mesa junto a varias tazas consumidas y un trozo de pastel formaban parte de la escena de un drama que se dibujaba, sobre todo, por sus miradas perdidas en lo que parecía ser una suerte de intento de la madre por explicarle a su hija temblorosa lo que estaba pasando. Esa niña de ojos azules que, seguramente, tres semanas atrás, estaría en el colegio haciendo una vida normal. Como esa madre que hace bien poco estaría trabajando viviendo una vida como la que yo tengo aquí.
Aquello fue el ‘clic’, lo que originó un 'meneo' en nuestras conciencias a la par que los estómagos se revolvían ante los ojos llenos de miedo de esa pequeña. A Juan Lafuente, Rafa Lupión y servidor, el semblante nos había cambiado. No sé si el hecho de ser padre provocó que mis ojos derramaran un par de lágrimas, mezcolanza de rabia e incomprensión. Me entraron ganas de levantarme, de sentarme con ellas, de abrazarlas, de hablar, de jugar con la niña. De hacerle reír, que es de lo poco que se me da bien. Creo. Pero Rafa me hizo ver que no era una buena idea, es más, incluso podría asustar a la niña. Juan asintió. Con toda la razón. Pero mientras me tomaba un café con leche ardiendo y un bollo excesivamente dulzón, mi cabeza no dejaba de lado la idea de acercarme, si quiera con prudencia y distancia, al drama de la mesa de al lado. Eso sólo sucedió al tener que marcharnos. Miré a la niña y le saqué, no sé muy bien cómo, esa sonrisa, a ella y a la madre, que me regaló su agradecida y cansada mirada. Poco más. Teníamos que irnos al centro de refugiados para saber qué nos íbamos a encontrar para hacer los programas (Amanece Valencia y Se van a enterar) que habíamos venido a hacer. Recuerdo como Juan me dijo que ellas pasarían el día allí agradecidas por el calor que les reconfortaría, al menos, físicamente.
Tras recoger, en el centro del pueblo, al compañero Álvaro Torres, de Valencia Plaza y a un par de personas que trabajan como voluntarios y que luego nos contarían su historia, las bofetadas emocionales se multiplicaron al llegar al centro comercial convertido en improvisado centro de refugiados. Obviamente, sin ser lesivo para nuestro trabajo que consiste en contar lo que está pasando para que a ustedes les llegue de la forma más fidedigna posible.
Esto es un horror que supera a cualquiera. Incluso al señor que se sentó junto a nosotros en el vuelo de vuelta. Uno que había vivido decenas de conflictos, pues es secretario de una organización internacional. Se supone, nos contaba, que estaba acostumbrado. Pero cómo sería lo que vivió, que en su desahogo, nos confiesa que lo de Ucrania, donde había pasado un tiempo estos días, había sido mucho más fuerte, emocionalmente, que otros episodios sangrientos donde estuvo presente. Lo hace mientras nos muestra fotos y vídeos de una ciudad fantasma y de miles de personas andando, sin dormir, con temperaturas muy bajas y la nieve acechando, durante 10 kilómetros para adentrarse en un mundo nuevo, sin balas, sin misiles, sin morteros, de momento.