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Los días en que una sentencia tumbó a la economía global

9/11/2016 - 

La que sigue es una libre adaptación distópica a partir de los acontecimientos surgidos en torno a la publicación de un artículo en CulturPlaza hace ahora un año. 

Los hechos fundamentales acaecieron entre el 7 y el 9 de noviembre de 2016. En aquellos días los mercados contenían la respiración a la espera de un resultado contundente a favor de Hillary Clinton. La economía global necesitaba celebrar la perpetuidad de su sistema cocinado al calor de la Guerra Fría. Necesitaba evitar el caos que suponía convertir al especulador, escritor de autoayuda y protagonista habitual de reality shows Donald Trump en el gestor de bases militares en tres de cada cuatro países reconocidos por la ONU. Los mercados presionaban con sus medios, que eran todos, contra la posibilidad de que la desigual, violenta y rural sociedad de la que Stephen King había sido cronista durante 40 años dominara la Tierra.

El fin de los días del capitalismo no llegó, sin embargo, a raíz de una consecuencia esperada. Al fin y al cabo, los mercados ya habían demostrado en su gobierno del mundo cierta capacidad para atajar cualquier cambio previsto. El fin del sistema se activó en un lugar inesperado la mañana de aquel lunes, cuando una pequeña noticia en un diario local corrió como la pólvora a través de la extinta red de comunicaciones que deslumbró al mundo y conocida comúnmente como Internet (1969-2017). La noticia hizo pública una sentencia contra un periodista que, haciendo uso de la citada red y de una herramienta llamada Twitter, publicó un mensaje compuesto por texto, imágenes y un ‘enlace hipertextual’. El heredero de los derechos de propiedad intelectual de una de aquellas cuatro postales reclamó ante la justicia por su reproducción “inconsentida” y “daños morales” y ésta le dio la razón.

¿Pero cómo el conocimiento de aquel hecho, sucedido en una pequeña ciudad de Europa, pudo tumbar la economía global? Es imprescindible aproximar al lector hasta la realidad de aquel tiempo, sobre todo ante la necesidad de comprender conceptos extintos como los ya citados de Internet o la propiedad intelectual. Lo cierto es que el mensaje emitido, el objeto del delito, derivaba de la publicación de un reportaje periodístico. El inculpado había preguntado a doce ilustres ciudadanos de su región por “su postal” preferida del lugar. Estos habían respondido aportando la imagen en cuestión, componiendo así el artículo que se publicó ‘en línea’ (es decir, en la citada Internet). El ofendido heredero, al descubrir la imagen, reclamó al medio que pagara por haber hecho uso de aquello sobre lo que tenía derechos. El medio pagó de acuerdo a lo exigido por éste, pero, no satisfecho, decidió demandar también al periodista. ¿La razón? Había hecho uso de la imagen en ‘un tuit’ (un mensaje telemático) que se conectaba a la noticia.

Esa era la situación de partida, de la que el periodista y el medio entendieron que ya habían disculpado su falta remunerando por haber hecho el uso de la imagen. El averno del sistema se desencadenó cuando la juez de adscripción territorial del Juzgado de lo Mercantil número 1 de Valencia (España) sentenció en favor de una indemnización de 465 unidades de moneda por el asunto; 365 por la "reproducción y comunicación pública inconsentida a través del perfil público de Twitter" y 100 por "daños morales”, frente a las 1.730 que reclamaba el afectado. Una decisión para la que no cabía recurso, por lo que pasaba a ser objeto de cualquier futura disputa similar. Por si fuera poco, ‘el tuit’ (el mensaje telemático) fue ‘retuiteado’ (relanzado, propagado) por 39 personas antes de ser borrado. Al considerar la jueza que el mensaje telemático era un acto distinto de utilización y difusión de la fotografía por la que el medio había pagado, cualquier persona que hubiese relanzado el mensaje quedaba expuesta a ser demandada. 

El conocimiento de todo aquello a través de la remota noticia que empezó a leerse por todo el mundo fue el que, en apenas 48 horas, desencadenó una tormenta sistémica indecible que silenció a ambos lados del Atlántico en torno al trascendental proceso electoral en Estados Unidos.

La persecución que lo cambió todo

El mismo y frío lunes 7 de noviembre de 2016, a las 13:50 horas en el horario central europeo, el usuario @MrLukeJohnston publicó un vídeo propiedad de la British Broadcasting Corporation. El vídeo, una persecución animal entre una iguana y un grupo de serpientes perteneciente a una superproducción documental llamada Planet Earth II, duraba 2 minutos y 20 segundos y apenas unas horas más tarde ya había sido ‘retuiteado’ por 120.000 usuarios. El clip no había sido compartido de aquella manera por el canal de la BBC a través de Internet, así que se desconocía el origen exacto de la reproducción dentro del sistema de vídeos en Twitter. De hecho, el usuario arriba citado, perteneciente a un publicista británico con apenas 6.000 seguidores en aquel sistema (una cifra mediana, según datos del contexto) no había sido el primero en ‘viralizarlo’ (sinónimo de difusión masiva 'en línea') de manera íntegra con la mención inevitable de que, el vídeo, llevaba una mosca (la marca de agua de la BBC en la esquina superior izquierda). De hecho, pululaban en toda ‘la Red’ una infinidad de gifs e imágenes reproducidas en Twitter de aquel programa, un día después de su emisión a través de los canales de onda y terrestres gestionados por el Estado británico .

@Billonaires, un usuario (se entiende como propietario de una identidad en la plataforma) con más de 1.000.000 de seguidores, también ‘tuiteó’ el vídeo sin más mención que la citada marca de agua indisoluble al clip. Su difusión, más allá de los ‘rebotes’, se contó por decenas o cientos de miles a cada hora tras su publicación. El vídeo lo habían reproducido de la misma manera miles o decenas de miles de usuarios, algunos de ellos desde España. Uno de estos reparó en lo que estaba sucediendo, lo conectó con la sentencia del juzgado regional y ‘mencionó’ (enlazó y advirtió) a la BBC. La mesa central de engagement de la corporación británica elevó el mensaje que superó varios filtros hasta que a las 18 horas, la directora de contenidos Charlote Moore redactaba una consulta a los servicios jurídicos. A las 20 horas el director general, Tony Hall, firmaba la noticia que alertaba sobre las consecuencias legales de la “reproducción inconsentida de vídeos, capturas y gifs (una secuencia de unos pocos fotogramas) que se derivan del programa Planet Earth II, propiedad intelectual de la BBC”.

Breakfast, el programa matinal con el que se desayunaba medio mundo entre las 6 y las 9 de la mañana aquel día, dio cuenta de ello tras varias conexiones con los distintos corresponsales que cubrían el asalto a la Casa Blanca. Los editores de guardia en las redacciones ‘en línea’ de los diarios sensacionalistas estaban ávidos de nichos para generar visitas más allá de los trends Hillary y Trump. A las 8am, hora en el archipiélago, The Sun publicó: ¿Nos están robando? Miles de usuarios del mundo se apropian del patrimonio británico’. La asociación ciudadana que acababa de participar en la elaboración de la Royal Charter –la carta fundacional de la BBC que se renovaba cada 10 años- publicó en su blog (una especie de diario ‘en línea’) un escrito que sugería al Gobierno de Theresa May “iniciar de inmediato los trámites para formalizar una demanda colectiva contra cuantos hayan reproducido sin consentimiento este archivo”. Huelga decir que cada uno de los 64,1 millones de contribuyentes (vetusto sistema de recaudación popular a partir de los réditos económicos) aportaba 146 unidades de moneda al año para soportar los costes del servicio.

Antes del mediodía, la plataforma Twitter se había convertido en un foro de debate global sobre la licitud de haber publicado aquel vídeo, decenas de ‘capturas’ del documental, .gifs del programa televisivo… y de tantos otros. Todo se desbarató cuando Reed Hastings, el entonces máximo responsable del gigante farmacéutico Netflix antaño dedicado a la producción de servicios audiovisuales, publicó el siguiente ‘tuit’:

“El momento tenía que llegar. La sentencia española será una base para los juicios que reclamarán nuestros legítimos derechos”

El ‘tuit’ fue relanzado por decenas millones de usuarios, pese a los mensajes de alarma sobre la propiedad intelectual del mismo como una sentencia histórica. Muchos fueron los que aseguraron que aquellas palabras merecían al menos la misma garantía sobre sus derechos intelectuales que una fotografía, pero esto solo avivó el debate. Nunca antes una emisión telemática en esta plataforma, que por motivos desconocidos se limitaba a 140 caracteres, había tenido tanta repercusión. Y tan rápida. El ‘tuit’ de Hastings fue el punto de inflexión para que los medios dejaran que la tediosa jornada electoral avanzara por su cuenta. Al mediodía, en el horario de la Costa Este estadounidense, los informativos de medio mundo desarrollaban al unísono la misma noticia: ‘El índice bursátil Nasdaq se desploma un 63% a media jornada por la incertidumbre ante la posible demanda a particulares masiva de los operadores internacionales de contenidos audiovisuales”. GettyImages, Reuters, Associated Press, Life y algunos otros de los que por entonces eran grandes gestores de activos fotográficos contestaron con declaraciones nada tibias a los medios, encendidos por la audiencia del asunto ‘en línea’ y más allá de Internet, para acabar admitiendo que se sumarían a una posible afrenta global contra los reproductores de imágenes en ‘la Red’ "si la competencia actúa". 

Magacines y tertulias durante la tarde y la noche del 8 de noviembre se preguntaban cómo en apenas unas horas el citado Nasdaq se había podido desplomar un 82% a su cierre. La alerta roja, convertida en una banda del mismo color sobre las pantallas de televisión de medio mundo, en notificaciones telemáticas sobre relojes y teléfonos móviles e inteligentes, llegó con el desplome en su apertura del índice nipón Nikei (-56%). La atención sobre los primeros resultados de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, que daban una escueta ventaja a la candidata demócrata sobre el showman republicano, se vieron silenciados por otro ‘tuit’ lapidario: Tim Cook, máximo responsable Apple, la que ahora es la única agencia con licencia para realizar viajes interestelares, decía: 

“Este camino no tiene vuelta atrás. Esperamos que el tiempo nos conceda esta impopular razón. Dios bendiga América”.

Para entonces, el vídeo citado y publicado también por la usuaria Cecilia Dont en Facebook (otra plataforma de comunicación social), con una mera mención textual a la BBC pero alojado en su propio perfil sin mayor enlace o licencia, contaba con más de 3.000.000 de reproducciones. Lo más inquietante en cuanto a las cifras de consecuencia es que más 112.000 personas lo habían compartido en sus propios perfiles, multiplicando la difusión ilícita del contenido. La indemnización que se derivaría solo de esta fuente, una entre incontables miles en Facebook, sería de más de 52.000.000 de unidades de moneda aplicando el criterio impulsado por aquella primigenia sentencia.

El crack irreparable

Así fue como el 9 de noviembre de 2016 los analistas económicos de los extintos medios de comunicación Financial Times y The Economist admitieron la llegada del que pasaría a ser conocido como ‘El crack irreparable’. Los premios Nobel de Economía (reconocimiento del sistema que marcaba las tendencias del capitalismo) Paul Krugman y Joseph E. Stiglitz tuitearon sendas despedidas en Twitter antes de que sus perfiles en aquella plataforma desaparecieran subitamente. Fueron varias cadenas de ‘tuits’ en los que ambos recordaban cómo los mercados no habían aprendido de “la crisis de las punto com (en torno al año 2000)” y habían permitido “que empresas que basan el tráfico de enormes inversiones en intangibles y el uso de productos ilícitos se hayan puesto al frente de la economía”. Así, se entendía, que su fragilidad había quebrado un sistema “de manera irreparable” (Stiglitz), “dejando en evidencia que tras todas esas fuentes de financiación no existía mayor realidad que la de un sistema de confianza entre valores ficticios que costará décadas volver a levantar” (Krugman). Lo cierto es que el sistema de intercambio a partir de transacciones internacionales sin relación con la posesión de activos muebles o minerales preciosos (grafeno, siliceno, mercurio, oro, hidrógeno compuesto...) desapareció. La economía fue rescatada por una suerte de Gobierno mundial, "la única solución viable al caos" en palabras del entonces papa Francisco, miembro en aquel consejo. La tutela del mundo, prevista para los primeros 25 años tras el crack, se prorrogó durante centurias, concretando el final de aquella civilización.

Lo más curioso es que apenas se documentó nada sobre los protagonistas de aquel pequeño litigio que contaminó de incertidumbre a todo un sistema. Los medios internacionales se vieron sobrepasados por la profunda crisis de desconfianza en el sistema y los mensajes de aquellos influyentes empresarios dominaron durante semanas toda la atención y previeron las consecuencias de lo sucedido. Una ley internacional aprobada por unanimidad en la sede de la ONU, en las primeras semanas de 2017, eximió de responsabilidades económicas a las incontables partes que se presumían el centro de un juicio inagotable por su carácter retroactivo. Más allá de la filosofía que se generó a partir de aquella implosión social, la razón del tratado se basaba en la prioridad por suplir la carestía de recursos y relajar una inestabilidad militar que a menudo parecía ser solo una leyenda. Una gran parte de la población mundial aprovechó la ausencia de seguridad en el medio rural para recuperar la actividad agrícola. La única razón para hacerlo fue la subsistencia y el Gobierno mundial no opuso resistencia ya que, hasta lograr un nuevo escenario, era interesante contar con el mayor número de recursos alimenticios posibles para la preservación de la especie humana. 

Casi como una anécdota ahora, después de tantos ciclos solares sobrevividos por la especie humana en Encélado, se puede recordar que la tensión económica derivada de aquellos supuestos juicios que nunca llegaron se liberió con una indemnización multimillonaria. Ésta solo alcanzó a los grandes operadores, "los principales afectados", y mantuvo durante décadas la polémica de miles de voces que reclamaban también los derechos no reconocidos que solo el paso del tiempo dejó tras de sí. El detalle y los datos de aquel acuerdo fueron opacos, pero en aquel tiempo esa no era una preocupación fundamental. La alianza internacional se comprometió a vigilar y no volver a permitir el tráfico libre de mensajes e ideas, recuperando así el control de los medios de comunicación bajo licencia. Estos se convirtieron en garantes de cada una de las opiniones, bajo el modelo del siglo XVIII que impidió la difusión 'en línea' de contenidos hasta un escenario "inalterable" que todavía parece no haberse logrado. Lo más sorprendente es que las tecnologías y los avances científicos no han cesado desde entonces, incluso acelerándose pese a lo que muchos teóricos creyeron que únicamente podía ser fruto de la libertad y operar bajo las normas del libre mercado. 

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