No cambian, son los mismos y las mismas de siempre. Son la derecha de toda la vida, y su ultraderecha, quienes están instalando, meticulosamente, un enorme campo de minas, muy peligroso, en lo ancho y largo del país, donde vamos caminando una ciudadanía asustada. Su objetivo, el de siempre, desestabilizar, desprestigiar y desconectar a la ciudadanía de las instituciones públicas. Y provocar, y mentir, para que la opinión pública entre de lleno a responder y generar una mayor incitación, excitación y publicidad de toda la basura que sale de sus contenedores mediáticos y políticos.
En este contexto, las mujeres hemos siempre uno de los objetivos prioritarios de estos grupos de poder, hemos sufrido siempre sus humillaciones, críticas, insultos y misoginia. En los últimos años setenta y principios de los ochenta, las mujeres que soñábamos con sentimos libres e independientes vivimos todo tipo de vejaciones, acosos, agresiones verbales y físicas. Los residuos del franquismo nos atizaron con fuerza.
Las estudiantes de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid nos convertimos en la diana de aquellos herederos de la dictadura, aquellos guerrilleros de cristo rey, de quienes, por cierto, eran vecinos de mi barrio madrileño, aquellos que amenazaron con ‘ponerme una bomba entre las tetas’ por ser una estudiante tan roja y estudiar Periodismo.
Eso sucedió en un autobús de Moncloa a la ciudad universitaria. Por no contar cómo esquivábamos la subida al bus Circular de nuestro barrio a Moncloa para evitar a estos fachas que eran muchos. Y teníamos miedo, mucho, porque actuaban y agredían a quienes ya disfrutábamos de la muerte del dictador, a quienes íbamos a tomar cañas a la calle Libertad, a los establecimientos más intelectuales y de izquierdas de la ciudad. Y recuerdo aquellos anillos de puño americano con los que destrozaban el rostro de compañeros y compañeras, y más materiales, y más mierda, más dolor, y más rabia. Aquello siempre quedaba impune.
Hoy siento con estupor e inquietud la horrorosa violencia política, social y estructural que se está dando contra las mujeres ministras y representantes institucionales, similar a la sufrida en este país por esa derecha, y su ultraderecha, que nunca aceptó perder el poder en 1982 y, más adelante, en otras elecciones consecutivas, a nivel estatal, autonómico y municipal. Hoy siguen arrogándose un poder que pertenece a la ciudadanía y a su voto, un hecho sagrado en democracia.
Lo que ha sucedido con la ministra Irene Montero, y también con Begoña Gómez, pareja del presidente Pedro Sánchez, es vomitivo, escalofriante y demoledor ¿En qué país vivimos? ¿Cómo se puede permitir lo que se ha dicho contra una ministra? ¿Cómo se puede tolerar lo que se ha dicho contra la esposa del presidente del Gobierno? Es indignante. Es lo mismo que le sucedió a mi estimada Leire Pajín -¿recuerdan?-, lo mismo que le pasó a la también estimada Bibiana Aído, -¿recuerdan?-. Es repugnante. Tanta ignominia no puede soportarse. Tanto delito de agresiones debe ser denunciado. Y, lo más grave, es que sigue pasando en pleno siglo XXI.
También, lo peor, es que sigue creciendo impune la asfixiante oscuridad de una derecha, y su ultraderecha, desde hace décadas, dispuestas a destruir el sistema. Y, lo más grave, es la servidumbre de muchos medios de comunicación cómplices con este devenir. Qué mierda ser periodista cuando hay tantos medios terroristas dedicados a derribar el sistema. Qué vergüenza ajena y qué pudor maldito. Y qué jodidamente duro y triste. Demasiado triste.
Atravesamos un momento de desasosiego extremo, de sufrimiento social, rodeados de crisis socioeconómicas y bélicas. Pero a la derecha y su ultraderecha solo les importa derribar a los gobiernos progresistas, y destruir el sistema. Y destruir a las mujeres. Está pasando en Castelló y en el resto del pequeño gran país mediterráneo que habitamos.