VALÈNCIA. Es la tercera vez que el mismo dependiente suramericano me pone gel en las manos antes de entrar en el supermercado. Se han quedado sin guantes y me ha dado dos bolsas de plástico. Por el acento debe de ser venezolano o colombiano. Es muy educado, lo que me sorprende en este país de gañanes, y me habla de usted, tratamiento que ni siquiera me concede el presidente español.
Al pagar la compra descubro que venden geles desinfectantes. Le pido varias unidades a la cajera, pero me dice que sólo puedo llevarme una. Guantes no hay.
Después voy a la librería del pueblo para encargar los diarios de Iñaki Uriarte, editados por Pepitas de Calabaza. Como su precio es considerable (28,50 euros), le pregunto a la dueña si me hará un descuento por el Día del Libro. Me dice que sí.
Le cuento que me está gustando la novela de Mussolini que le compré. Me he leído 400 páginas; me quedan otras tantas. Un movimiento de desharrapados en 1919 conquista el poder en Italia sólo tres años después. “La verdad es que esta situación da miedo”, me confiesa refiriéndose a lo que pueda salir de la crisis.
Yo, por el momento, no veo a ningún Mussolini a la vista, todo lo más a un Josef Stalin.
Los albañiles siguen dándole martillazos al silencio. En las obras cantan, se carcajean y a menudo se insultan llamándose “maricón” o “hijo de puta”, expresiones que hoy tal vez estén perseguidas por la legislación penal.
Mi amigo Javier me escribe un correo alegrándose de que esté bien de salud. Dice: “Espero que pronto podamos abrazar a nuestra gente, no hay que desanimarse, más pronto que tarde estaremos en una vida normalizada”.
Parece que mi amigo Javier le escribe los discursos al presidente maniquí. Hoy, en otro debate estéril en el Congreso, ha pronosticado “una nueva normalidad” para finales de mayo. Daremos un pasito pa´lante y otro pa´tras, advierte. Será el baile del coronavirus, que se emitirá en las televisiones amigas. Esta gente que presume de gobernarnos nos trata con desprecio, como a conejillos de Indias, o como a esos burros a los que se les pone una zanahoria cerca del hocico para que sigan avanzando sin saber adónde.
Marzo, abril, mayo, junio… Nos meteremos en el verano y seguiremos encerrados en casa, al menos los que no tengamos perros ni niños, ni hayamos votado a los socialistas o a las comunistas.
El maniquí ha vuelto a sacar adelante otra prórroga del estado de encarcelamiento gracias al apoyo del Partido Popular. Su presidente Pablo Casado ha hecho lo que sólo sabe hacer: amagar, protestar, quejarse, criticar, patalear, denunciar la gestión del Gobierno para luego… volver a respaldarla. ¡Esto es un líder de la oposición en el momento más trágico de la historia reciente!
Don Casado morirá de la peor de las enfermedades, la enfermedad del consenso. En la Moncloa o en el Parlamento, cementerio de la soberanía nacional, le robarán la cartera cuando firme ese acuerdo nefando de la reconstrucción. Cada vez se parece más a esos petimetres que eran objeto de burla por los ilustrados del siglo XVIII. Al apoyar sus decisiones, la prensa adicta pierde la credibilidad que había ganado censurando la gestión desastrosa del Gobierno pinocho.
Quo vadis, Casado?
La gente de centro y de derecha nos sentimos huérfanos en este momento.
“Me duele España”, ha afirmado el señor Casado al comenzar su intervención en sede parlamentaria, ¡como si alguno de los que le escuchaba hubiese leído a Unamuno! Este dirigente conservador no se percata de la inutilidad de citar a Unamuno, Ortega y Antonio Maura ante unos adversarios iletrados y, en su gran mayoría, analfabetos funcionales. ¿Por qué malgasta la pólvora de esa manera? España tiene un presidente que confundió a san Juan de la Cruz con Fray Luis, y a una ministra de Educación que no sabe hablar ni escribir.
Se necesitan otros discursos, duros y afilados, que omitan el diálogo y apuesten por el combate contra los responsables del descalabro. El señor Casado vuelve a confundirse: cree que la política española se negocia en un salón de Versalles, cuando en realidad es un muladar en el que sólo sobrevivirá el más audaz, corajudo y astuto.
Si el principal partido de la oposición carece del arrojo para enfrentarse al poder que ha secuestrado nuestras libertades y derechos, ¿qué puede esperarse de una población acogotada y desesperada después de casi mes y medio de arresto domiciliario?
En Estados Unidos la gente sale a la calle a rebelarse contra quienes les imponen estar recluidos en sus casas. Saben lo que es la libertad porque es el principio fundacional de su país. Aquí, por el contrario, sentimos un respeto reverencial por la autoridad, por la porra, por el ordeno y mando. Lo nuestro siempre han sido las “caenas”, las de Franco o las del maniquí. Si hay un país fácil de gobernar, ese es España, indudablemente.