El 600 es historia de España. Una reliquia que muchos españoles conservan por pura nostalgia. Porque fue un coche muy cuqui, tan pequeño y redondito, y porque fue el vehículo que permitió a muchas familias humildes apretarse ahí dentro y salir a conocer España sudorosos pero felices. Este automóvil es una pieza de museo que, el que lo usa, el que lo arranca los domingos y se da un garbeo por la ciudad, de vez en cuando necesita un recambio. Y ahí entra Rosa en la ecuación. Porque Rosa Tamarit tiene una tienda que parece pequeña, pero que es inmensa, en la que tiene todas las piezas del 600 y otros modelos clásicos de la marca Seat.
Rosa tiene 61 años y empezó a ayudar a su padre, que era el dueño del negocio, Recambios Tamarit, a los 14. Eran los tiempos, mediados los 70, en los que abundaban las tiendas de recambios para el automóvil. Cuando aquella colegiala iba en verano a ayudar a su padre a repasar las facturas, o cogía el Vespino y se marchaba a recoger material o a repartir algunos recambios por los talleres. Luego, pasados unos años, Rosa comenzó a estudiar Magisterio y después empezó a dar clases en el colegio Rodríguez Fornós con la idea de hacer carrera como maestra. Pero su padre perdió al encargado y en ese momento, con Rosa recién casada y esperando a que la cambiaran de destino, su padre le propuso quedarse en València y entrar en el negocio.
Rosa se dejó convencer y al día siguiente estaba en la tienda. “Yo no sabía mucho de recambios, la verdad. Lo que había aprendido los veranos que iba por allí, pero poca cosa”. Los primeros días fueron un tormento. Su padre le pedía algo y ella era incapaz de encontrarlo en ese laberinto de cajas y cajones. Aquella joven aprendiz, desesperada, le preguntaba a su padre, y este, cargado de sorna, le respondía que hasta que no lo encontrara, no se iba a casa. “Total , que fue un maestro muy duro , pero muy bueno, me enseñó muy bien”.
En aquella época, según cuenta Rosa, sólo había dos mujeres en toda València metidas en el mundo de los recambios. “Sólo estábamos Dora Montalt y yo. Dora ya se ha jubilado y me temo que ya sólo quedo yo. Los clientes no estaban acostumbrados a tratar con mujeres y cuando llamaban a la tienda y cogía yo el teléfono, me decían: ‘Princesa, pásame con recambios’. Y entonces yo les decía que ya estaban con recambios, que qué querían. O cuando venía un comercial y preguntaba si estaba mi marido. ‘Pues mire, no, aquí no hay marido que valga, aquí soy yo la que atiende’, les contestaba”.
Cuando ella se incorporó al negocio, empezaba a colonizar el mercado un tipo de coche más moderno. En aquella época, finales de los 70 y principios de los 80, su padre tenía catorce empleados. “Entonces se visitaba mucho a los talleres de los pueblos. No era todo tan inmediato como ahora. Tú mandabas los paquetes por la Segorbina, la Chelvana o el autobús que fuera y llegaban al día siguiente por la tarde. Ahora no. Por eso, entonces, en cada pueblo tenían un pequeño almacén para disponer de algo de stock. Porque entonces se vendía mucho”. Los representantes de las nuevas marcas, más modernas, le propusieron a su padre retirar todas esas antiguallas y servir a sus nuevos modelos. “Pero mi padre decía que eso ya lo tenía pagado y que no tenía por qué tirarlo. Y entonces me dijo: ‘Mira, ¿sabes lo que vamos a hacer? Nos vamos a especializar en un vehículo que sea fácil y que sea popular’. Y charlando en una comida familiar decidimos especializarnos en el 600, aunque tenemos material de muchos otros vehículos de los años 60 y 70”.
Año tras año, trabajando al lado de su padre, Rosa aprendió el oficio. El hombre empezó a llevarse a su hija a las ferias de coches clásicos. La primera fue en València, pero luego vinieron muchas otras en Madrid, Barcelona, Bilbao… Hasta que un día le diagnosticaron a su padre una isquemia mesentérica y en tres semanas se murió. Rosa se vio de repente al volante del negocio que montaron su padre y su madre recién casados. Ella, su mamá, otra Rosa, aún vive y goza de una salud estupenda a sus 87 años.
Aunque la actual propietaria se considera la tercera generación. “La primera se podría decir que fue la de mi abuelo, que se llamaba Pepe Tamarit y tenía una tienda de triciclos, de alquiler de motocarros y bicicletas en la calle Císcar. Mi padre ayudaba a la familia y trabajaba en el mundo del recambio con su tío, que tenía una tienda en Peris y Valero, Vicente Tamarit. Pero un año tuvieron muy mala pata porque un operario tiró una cerilla al suelo, había gasoil en el suelo y mi abuelo murió calcinado. Mi padre intentó salvarlo y desde entonces llevó unas marcas en los tobillos por las quemaduras que se hizo. Entonces mi abuela se hizo cargo del negocio con la ayuda de mi padre. Gracias a eso mi tío, su hermano pequeño, pudo estudiar arquitectura y convertirse en un grandísimo arquitecto -maestro de Santiago Calatrava y padre de las tiendas de Lladró en Nueva York, Los Ángeles o Tokio-. Luego, con el tiempo, mi padre se montó esta tienda, y mi tío Miguel, el desguace que había en la salida de Madrid, ese que tenía un helicóptero arriba”.
Fue entonces, en 1960, cuando sus padres, dos años antes de nacer Rosa, fundaron la tienda en el mismo lugar de la calle Sueca donde se encuentra hora. Ellos vivían en el piso de arriba y, al lado, tenían la clínica del prestigioso veterinario Gerardo Rojo, que entabló una gran amistad con el padre de Rosa. “Les gustaba mucho irse a nadar juntos. A Gerardo, además, le encantaban los clásicos y nos acompañaba con Amaya, su novia de entonces, a la feria de Alcañiz con la moto. Y mi padre siempre ha tenido perro y se lo llevaba; han sido muy amigos”.
Las otras tiendas de recambios que había en aquel momento fueron desapareciendo y ahora mismo Recambios Tamarit es la más antigua de València, una tienda especializada en 600 y vehículos populares españoles de los 60, los 70 y los 80. Encima del mostrador hay un parachoques de un 1.400. Al lado, un trapecio del 600. Tiene bombas de gasolina del 1.500, el Renault 4/4, el Simca 1000… Está todo lleno de trastos dentro un caos organizado. Suena el teléfono fijo y Rosa contesta: “Tamarit, dígame”. Es el momento de cotillear un poco y descubrir tras la cristalera del mostrador, una colección con decenas y decenas de 600 en miniatura. Alrededor, cajas, piezas de coche, cajones etiquetados, un par de termómetros y varios ventiladores distribuidos por las mesas.
Detrás, como nos enseñará después, hay una inmensa trastienda lleva de hierros, gomas y cachivaches. Una trastienda que se eleva a través de un falso techo y ocupa también la primera planta. Un gigante escondido. Luego nos contará que debe tener cerca de cuatro millones de piezas. Ella sabe dónde está cada una, pero como es la única con esa información está haciendo un esfuerzo por informatizarlo todo por si algún día pasa algo.
Rosa, que lleva a cargo del negocio desde 1994, hace casi 30 años, ya ha colgado y está explicando que tiene muchos clientes y que el Club del 600 de València es muy amplio. Entre sus clientes está Santi Cañizares, legendario portero del Valencia CF y fanático de los coches clásicos. Hasta ella es su propia clienta, pues tiene un par de 600 en una nave en Segorbe. Uno tiene 48 años y el otro, 62. “Es de la pequeña colección de vehículos clásicos que tenía mi padre”. El hombre tuvo cuatro hijas, se quedó sin el varón, pero luego, a cambio, tuvo cinco nietos. Uno de ellos, el hijo de Rosa, Fran, es arquitecto y está en un despacho reputado, con lo que no se va a meter en este agujero con tanto encanto e historia. “Pero ha venido a las ferias conmigo cuando era un niño, me ayuda mucho con la informática y tiene acciones de la SL”.
El 600 transporta una carga nostálgica enorme. Y para demostrarlo con un ejemplo, Rosa cuenta el caso de un cliente de Alicante que, de camino a Sevilla, pasó al lado de un desguace y distinguió desde fuera el 600 de su padre. El hombre paró, lo compró, lo reparó y el día de Reyes se lo entregó. O la cantidad de nietos que han recuperado el coche de su abuelo.
En una vitrina, a un lado, hay varios trofeos que les dieron en diferentes concentraciones y una placa que le concedieron a su padre a título póstumo en Feria Valencia. Abajo, medio escondida, hay una foto muy tierna de Rosa cuando era niña sentada en el capó de un 600. Por las paredes hay pegadas postales que les mandan algunos clientes desde Australia, México, Chile, Argentina… “Tenemos clientes por todo el mundo y hace unos días nos escribió un señor de Japón que quería un volante, que lo había visto en la web y quería saber los costes de envío. Más costoso aún fue aquel cliente australiano que le quiso regalar a su mujer dos 600 y hubo que enviárselos en un par de contenedores para que los envolviera con un lazo y los dejara en la puerta de casa. Tuvimos que mandárselo por piezas y partir el techo en dos. Aquel envío creo que costó 8.500 euros”.
En otra pared tiene colgada una imagen de la ‘Maredeueta’. Ella dice que no es demasiado creyente, pero que se casó en la Virgen y que le gusta tenerla. Cosas de la fe. También hay dibujos con esos trazos infantiles inconfundibles. Uno es de la hija de una de sus empleadas y el otro es de un niño “chinito”, el hijo de unos comerciantes del barrio, que lo llevó Rosa a ver el mar por primera vez. “Él me hacía dibujos y yo le repasaba los deberes”, explica esta mujer de rostro bondadoso. Y por ahí hay también fotografías de su padre con sus nietos. El recuerdo siempre presente del fundador.
Rosa se despide sonriente. Ella siempre sonríe. A su lado hay una caja llena de anagramas del Seat 600. Estos ya no se fabrican, así que ella los encarga y lo vende. Como unos frenos de tambor que hay en el mostrador. Detrás hay unas bolas con diferentes motivos para decorar el cambio de marchas. Aquello es un pozo sin fondo. Ahí está la supervivencia de los viejos 600 que la gente conserva con mimo. Que el 600 es mucho 600.