Uno de los primeros resultados del ataque de Rusia a Ucrania ha sido la unidad de los países europeos frente a dicho ataque, sin que puedan traslucirse demasiado, al menos por el momento, las diferentes ópticas que adoptan cada uno de los socios de la Unión Europea al respecto. No es lo mismo, sin duda, la perspectiva de Polonia o de los países bálticos, que hasta hace no mucho tiempo formaban parte de la esfera soviética (y los países bálticos, directamente, de la Unión Soviética), que la de países como España, mucho más alejados del foco de conflicto, o Francia, que históricamente ha mantenido buenas relaciones con Rusia y además busca una política exterior específica, desvinculada -en lo posible- del ordeno y mando proveniente de Estados Unidos. Y más ahora, cuando las elecciones presidenciales francesas son inminentes. No es la misma situación, en fin, la de Alemania, con múltiples vínculos económicos con Rusia y una acusada dependencia energética, que la de Holanda o Irlanda.
Sin embargo, la brutalidad del ataque ruso, su carácter -pese a todo- inesperado, y su capacidad para subvertir el tablero geopolítico, han tenido un efecto galvanizador, una comunión de intereses que tendrá efectos en el largo plazo. Uno de ellos, inmediato, en el plano político: la unidad europea frente a Putin deja descolocada a la extrema derecha europea, cuyo proyecto, de tener hilos conductores, se asemeja mucho a los que mueven a la Rusia actual: la reducción de la democracia a algunos de sus aspectos formales, como las elecciones; la persecución de la disidencia; el antiglobalismo; la obsesión por la "autenticidad cultural" que enmascara la defensa del pueblo elegido en cuestión frente a todo tipo de amenazas exteriores; el gusto por las tácticas de propaganda y desinformación de tipo subterráneo (aclaro que los partidos políticos sistémicos no es que hagan asco a estas técnicas, pero por su carácter central tienden a vehicularlas a través de los cauces centrales de sus sociedades).
Las declaraciones del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, vinculando a Vox con los demás movimientos europeos ultraderechistas y con Putin, englobados frente a Europa y la Unión Europea, son certeros: efectivamente, lo sucedido deja a Vox fuera de juego, como a los demás movimientos extremistas, como en breve podrá comprobarse en las mencionadas presidenciales francesas (donde la posición de los dos representantes de dicha posición política, Marine Le Pen y Éric Zemmour, se ha visto debilitada y tal vez no logren pasar a la segunda vuelta).
Sin embargo, hay que ver si la situación de unidad, así como el apoyo férreo de la población a Ucrania y a las sanciones contra Rusia, se mantiene incólume cuando dichas sanciones comiencen a notarse también en España. Y no hablo sólo de no tener aceite de girasol en los supermercados, ni siquiera del enorme ascenso de los precios de la electricidad o de la gasolina; si las cifras de inflación se consolidan en el tiempo y se agravan, entraremos en una crisis grave, que tendrá consecuencias sobre la vida de los ciudadanos, que ya arrastran en los últimos años las consecuencias de la Gran Recesión y de la pandemia del coronavirus (que aún no ha terminado). Allí los movimientos extremistas tendrán una segunda oportunidad.
Mientras tanto, la Unión Europea busca reconfigurarse en torno a tres nuevos ejes: el aumento del presupuesto militar, bajo el paraguas de la OTAN o directamente de la propia UE (como es el caso de Suecia y Finlandia), por un lado; la renuncia o reducción sustancial de los hidrocarburos provenientes de Rusia, y sobre todo del gas; y una nueva ampliación al Este de la UE, de la que serían beneficiarios fundamentalmente países exsoviéticos, y especialmente la propia Ucrania. Estas tres apuestas estratégicas tienen todo que ver, como es obvio, con la crisis rusa (principal amenaza militar para la UE, sobre todo para los países del Este, y principal proveedor de gas), y también tienen algo en común: cuestan dinero. Muchísimo dinero, de hecho. Está por ver que el fervor bélico inicial dure en el tiempo cuando se constate que ese incremento del presupuesto militar no se consigue por ciencia infusa, sino a instancias de otras partidas presupuestarias. Y les diré un secreto: la cosa no se arregla sólo reduciendo asesores y coches oficiales. Un ejército cuesta mucho más dinero.
También está por ver cómo se reduce la dependencia del gas. En esta cuestión, la alternativa pasa doblemente por España: o bien enviando el gas argelino (si es que Argelia sigue vendiéndolo como hasta ahora, tras la antológica bajada de pantalones del Gobierno español ante Marruecos, dejando vendidos a los saharauis) al resto de Europa, o bien regasificando el gas licuado que llegue en barco desde otros países. Sobre todo, desde Estados Unidos, principal beneficiario, en muchos aspectos, de la actual crisis europea, pues vende el gas que vendía Rusia y deja debilitados tanto a Rusia como a la Unión Europea, que además queda ahora abocada a la alianza estratégica con los anglosajones. Pero esto es algo que no se puede lograr de la noche a la mañana. También cuesta dinero, y sin duda obligará a los europeos a adoptar otro tipo de sacrificios energéticos, como ya sucediera en la crisis del petróleo de los años 70. Y tampoco bastará con que Ana Patricia Botín baje la calefacción de su mansión en Santander.