Hoy es 8 de octubre
Decidió escribir para espantar los monstruos marinos que rodeaban su cama, para no ver que las puertas del armario se abrían y cerraban, dejando entrever los restos de un naufragio. El temporal arreciaba en aquella noche calurosa, las olas sobrepasaban cualquier intento de tomar tierra. En una nueva asamblea de los dioses, Zeus decidió enviar a Hermes a la isla de Calipso, donde permanecía Ulises desde hacía varios años; por su parte, Atenea, defendiendo la vuelta del mítico héroe a su hogar, aconsejaba a su hijo, Telémaco, que emprendiera un viaje en busca de noticias sobre su padre.
Aquella noche de insomnio, los cíclopes habían bloqueado la puerta de la habitación, los ciclones y los lotófagos convivían mientras las sirenas se movían libremente en medio de aquella tempestad. El viaje a Ítaca fue largo, intenso, librando mil batallas. La fiebre, rozando los cuarenta grados, impedía encontrar alguna isla donde pararse y descansar. La salida del sol y unas cuantas dosis de paracetamol alumbraron la llegada al puerto de la calma, de los buenos sueños. Los indicadores de la covid mantenían su marca negativa hasta el quinto día de evolución de este tremendo virus. Y, a los diez días después, volvió a aparecer la señal negativa, mientras se divisaba, la bellísima Ítaca, donde la reina Penélope ya había dejado de tejer y de esperar.
Las curvas de vallivana de la N-232 eran la ruta a casa, la carretera propia, ajena a las velocidades de autopistas y autovías
Las mil batallas que libramos nos dejan exhaustos, como este virus, anclados en una fatiga prolongada. Las vacunas son poderosas, pero los contagios siguen produciéndose y siguen perjudicando a muchas personas. Una pandemia sin precedentes que está encadenado otras pandemias en este mundo lleno de locura que ya no es, precisamente, inabarcable como lo era en el mítico viaje de Ulises que duró veinte años. Otras guerras, otros dioses, otros cíclopes y otros gigantes de cien ojos ocupan ahora este planeta que habitamos.
Tras escribir este artículo busqué desesperadamente los poemas de Homero, sin lograrlo entre las cajas acumuladas de tantas mudanzas. Pero surgieron recortes de prensa de un pleno municipal morellano celebrado en enero de 1987, en un contexto de tensión política y de una enorme nevada. Quienes aprendimos a conducir, -ya con unas cuantas décadas de vueltas al sol-, en la carretera N-232, en el tramo Morella a Vinaròs y Vinaròs a Morella, miramos las curvas de Vallivana con cierta nostalgia. De hecho, nos aportaban seguridad, fiabilidad. Eran la ruta a casa, la carretera propia, ajena a las velocidades de autopistas y autovías. Una de las primeras veces que subí a la ciudad de Els Ports iba de copiloto en un Ford fiesta blanco. Era el mes de enero de 1987 y la cita era periodística, seguir el pleno municipal en el que el alcalde Francisco Blasco presentaba su dimisión.
En el Santuario de Vallivana, la nieve había ido cubriendo el valle, era una estampa enfarinada. Pero, a medida que se iba ascendiendo, la nevada era copiosa y la carretera que zigzaguea hasta llegar al puerto de Querol se convertía en intransitable. Un paisaje de niebla, frio y enormes copos blancos acompañó a aquel Ford fiesta que se detuvo en medio de la nada. No se vislumbraba ningún perfil rocoso, ni arcenes, ni líneas de división de carretera, ni otros puntos de referencia. Además, adentrarte en una nevada sin cadenas es una curiosa práctica morellana.
Siempre te rescata alguien cuando el coche se queda atrapado. Estas experiencias no fueron únicas, los gestos de intrepidez a transitar bajo una gran nevada pueden sucederte en un Ford fiesta con dos niños pequeños, de noche y sin posibilidades de conectar por telefonía móvil. Pero, siempre, alguien te rescata. Siempre.
Aquel enero de 1987, la nevada se prolongó tres días que, en aquel entonces, quedabas retenida en la ciudad amurallada. El muy estimado Paco Blasco dimitió y el pueblo vivió en silencio aquel acto de coraje y aquella inmensa nevada. Viviendo en esta comarca sabes que está nevando cuando se detienen los sonidos, cuando no sopla el viento y se percibe una quietud excepcional.
La n-232 no es únicamente 'la carretera de morella', es la carretera que vertebra el territorio entre el país vasco, aragón y nuestro pequeño país mediterráneo
La carretera N-232 vivió hace unos días la inauguración del tramo que ha eliminado todas las curvas del Port de Querol. La sensación es absoluta, una prolongada recta sustituye a largos minutos de ascenso, a no poder adelantar a un camión, y menos si eran los de los piensos Vigorán, a los que temía muchísimo y siempre iba detrás sin moverme. O las decenas y decenas de camiones que suben hacia las minas turolenses y de otras comarcas aragonesas a cargar tierras destinadas a la industria azulejera. Cuando el bueno, y añorado, Enrique nos enseñó a conducir a unas cuantas mujeres de cuatro décadas, nos inculcó la importancia de esa carretera. Era el camino que te lleva a casa y que te permite ir a todas partes, tanto a Alcañiz como a Vinaròs.
Porque no es, únicamente, la carretera de Morella, es la carretera que vertebra el territorio entre el País Vasco, Aragón y nuestro pequeño país mediterráneo. Es la carretera de Vinaròs, de Peñíscola, de Orpesa, por la que transitan infinidad de aragoneses que tienen segunda residencia en esta parte de la costa. También es la carretera de la industria azulejera de los municipios de la Plana. Una carretera es una vía de comunicación y que vea mejoradas sus condiciones es una buena noticia, una mejor realidad. Mientras se generan polémicas absurdas, yo recuerdo al bueno de Enrique -que era un poco cómo Ulises- y sus clases para aprender a conducir por aquellas curvas que ya añoro. La ruta serpenteante era una especie de viaje hacia Ítaca, comunicando a los pueblos del interior, combatiendo la despoblación, uniendo a las personas. Y, ahora, sigue siendo Ítaca.