NOSTRADAMUS YA LO SABÍA / OPINIÓN

Confínese y vacúnese, y también hará ciencia ciudadana

Los aportes científicos de la ciudadanía caen bien cuando los alojan las grandes instituciones, pero la salud deviene terreno pantanoso más cuando el prestigio de la ciencia se las ve y se las desea con la gestión política de la pandemia

11/01/2021 - 

En la zona de los grandes valles noruegos, uno de los polos del turismo de pajareo y de los templos cristianos medievales de madera, Gudbrandsdalen, en el este de mi tierra paterna, hace siglos, no se sabe cuántos porque las llamas que arruinaron los archivos, uno de mis antepasados, un Johannes o un Peder --los nombres que nutren el árbol genealógico de los Suleng-- fundó una granja y un apellido. Hoy, la granja, que funciona adaptando las innovaciones agrícolas, sigue portando nuestro apellido gracias a que las mujeres de la familia también han podido transmitirlo a su progenie. Aunque mi bisabuelo Peder se desconectó del valle para enrolarse en la aventura de los albores de las telecomunicaciones, en alguna ocasión he vuelto a la granja por lo que cantaba Raimon: “Qui perd els orígens, perd identitat”. Por lo que, desde la distancia, sigo la actualidad del valle, y de la agricultura noruega, esa gran olvidada entre el petróleo, el gas, el pescado, el esquí y Marta Luisa.

Sirva esta ‘intro’, en homenaje a las historias de Saint Olaf y Rose Nylund de Las chicas de oro --désolée, pero más difícil es renunciar a los tópicos que a los orígenes--, para rememorar una nota que me llamó la atención el verano pasado, cuando la pandemia amainaba y una nueva normalidad asegurada por las apps de rastreo nos sonreía. Era sobre el llamamiento del Consejo Agrario Noruego (NRL), el servicio estatal de asesoramiento agrícola, a los agricultores de todo el país para colaborar en un curioso experimento destinado a investigar la vida terrícola, a través de la campaña “trusekampen”, traducido como “la lucha de la ropa interior”.

Esta competición entre regiones puso al sector a cavar hoyos y enterrar bragas y calzoncillos de algodón a lo largo del reino para evaluar la fertilidad del campo noruego sin dispendiar coronas. Bajo el seguimiento de unas cuantas instrucciones, la moraleja está en que, después de dos meses bajo tierra, si la prenda sale intacta, significa que el suelo dará tantos frutos como el desierto de Atacama, en cambio, si apenas quedan las costuras, entonces el agricultor encontrará la suerte de cara. Así, un gayumbo podrido se convierte en la mejor señal de un suelo saludable y lleno de vida, y sobre todo, de buenas condiciones de crecimiento para cultivos de alta calidad.

Esta iniciativa del 'hazlo tú misma/o' científico es la cara simpática de los movimientos ciudadanos llamados a romper con el monopolio del conocimiento a manos de las universidades y los laboratorios oficiales, entre cuyos estandartes luce la plataforma Wikipedia. La ciencia ciudadana es aquella que ejercen miles y miles de personas alrededor del mundo observando la vida de las aves, quienes descubren nuevas especies de insectos o plantas y enriquecen los registros nacionales de la biodiversidad, quienes vigilan la invasión del plástico y sus efectos como la basuraleza o las personas que pasan años anotando datos meteorológicos o astronómicos.

Los aportes científicos de la ciudadanía caen bien cuando los alojan grandes instituciones como la NASA o el CERN, el olimpo de la ciencia en abierto, por poner dos referentes internacionales de la ciencia de primera división. También gozan de buena acogida las evaluaciones ambientales, aunque después se les haga muy poco caso, como la de organismos supranacionales del tipo Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN), que el año de la pandemia impulsó con otras entidades un estudio “basado en ciencia ciudadana” sobre el estado de los humedales del mundo. También se enuncia como ciencia ciudadana, cuando a la ciudadanía se la invita a participar en el diseño de las investigaciones, por ejemplo, en la formulación de preguntas, cada vez más frecuente en ámbitos como el de la movilidad o la planificación urbana a través de inteligencia artificial o la contaminación del aire de las ciudades.

Aquí entran también las propuestas de hipótesis de la epidemiología popular, cuando personas afectadas por problemas de salud pública participan en la investigación desde sus fases más tempranas. Acciones encomiables y necesarias como la apuesta pionera de la Comisión Ciudadana para la Investigación del Instituto de Investigación Sanitaria La Fe (IIS La Fe), hecha pública en diciembre, que pretende involucrar a la sociedad en la toma de decisiones científicas, dotándola de capacidad evaluadora en convocatorias internas de financiación de proyectos de investigación biomédica. Su trascendencia todavía está por descubrir, pero será muy importante que en esa capacidad evaluadora se entienda que evaluación y opinión no son lo mismo, como bien recuerda el genetista y biólogo celular Miguel Pita.

Biohackers y vacunas DIY, ¿poner puertas al campo?

Pero la salud deviene terreno pantanoso cuando se refiere a la investigación no institucionalizada, y más cuando el prestigio de la ciencia se las ve y se las desea con la gestión política de la pandemia. En medio del mareo de dosis, el debate de la falta de vacunadores o de planificación y las autonomías a tres velocidades, valga una visita a la hemeroteca sobre la Rapid Deployment Vaccine Collaborative (RadVac) o la vacuna DIY (abreviatura de Do it yourself, ‘hazlo tú mismo’), proyectos de científicos y ciudadanos, también denominados biohackers --con todas las connotaciones de la ciencia de garaje--, para desarrollar vacunas caseras contra la covid-19, en un proceso sin regulación en el que los propios desarrolladores prueban las vacunas en ellos mismos, además de en familiares y amigos, a modo de ensayos domésticos en laboratorios amateur y bajo el paraguas de la “ciencia ciudadana”, pero con el riesgo de perjudicar a terceros y socavar la confianza en la ciencia.

A finales de septiembre, la revista Science publicó un artículo sobre los riesgos de la autoexperimentación y el uso distorsionado de la ciencia ciudadana.  Los autores destacan que estos movimientos, con ciertas inclinaciones antirregulatorias de los procesos de investigación, describen la “ciencia ciudadana” como las actividades cuyo objetivo científico es motivar la participación pública.

“El coronavirus ha permitido que todas y todos podamos ser desarrolladores de ciencia ciudadana. De nuestro comportamiento depende el desarrollo de los avances científicos contra él”

“La ruta de investigación elegida por RadVaC, que implica una intervención casera, un protocolo en evolución y planes poco claros para recopilar y analizar datos de resultados, contrasta con las rutas tradicionales para el desarrollo de vacunas, que requieren ensayos controlados aleatorios con criterios de valoración bien definidos, como como respuestas inmunes demostradas, y protocolos relacionados con la retención y uso de datos”, recalcan los expertos, que defienden que la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA) haga valer públicamente su autoridad para regular las actividades sobre las vacunas DIY contra la covid-19, además de establecer canales de comunicación con los grupos de ciencia ciudadana para ayudarles a entender cómo se aplican las normas a sus actividades.

Muy bien han estado las diversas voces que, desde la ciencia institucional, han insistido en que el objetivo de la FDA, o de cualquier otro organismo de control de alcance similar, no puede traducirse en cerrar las actividades de la ciencia ciudadana, una acción imprudente que privaría a multitud de disciplinas contar con valiosas aportaciones sociales y científicas, lo cual no impide someter a controles rigurosos y normas éticas a estos grupos.

¿Pero qué diablos es la ciencia ciudadana?

Cuando un político como Javier Lambán, el presidente de Aragón, se pone a hablar del cambio climático inspirado por lo que ve asomado a la ventana, servidora tiene claro que contribuye bien poco a la ciencia, ni a la oficial ni a la ciudadana. Lo que me deja un mar de dudas es si es posible entender por ciencia ciudadana que un científico se torne ciudadano y participe como concursante en “Saber y Ganar”, como es el caso celebrado del astrofísico Manuel González; o que se ponga a desplegar su ingenio en la redes sociales, como lo hace el biólogo molecular Oded Rechavi con estas cosas con las del RNA; que algunos estudios respondan a las demandan de ciertas partes de la sociedad, como aquel del aumento de la temperatura debido al cambio climático permite ampliar la temporada turística valenciana; o que otros pidan ayuda financiera a través del micromecenazgo (un tema que merece capítulo aparte).

Es cierto que no todo lo que se promueve como ciencia ciudadana realmente lo es. Pero, por mucho que busque, no existe todavía una definición globalmente consensuada de este movimiento. Para comprender los efectos de esa carencia, un artículo aparecido en 2019 en la revista científica PNAS apunta a la gran cantidad y diversidad de proyectos de ciencia ciudadana, que “hace que sea prácticamente imposible para la ciudadanía interesada evaluar la calidad de cualquier proyecto para decidir si participar o no, lo que puede haber menos voluntad de participar como resultado”, además de los problemas de privacidad y el abuso de datos personales y la falta de una estandarización de las plataformas web para garantizar la alta calidad de los proyectos.

A la hora de buscar definiciones, es muy importante acotar qué no es ciencia ciudadana.  Y aquí los autores son tajantes, al dejar fuera numerosos proyectos que se hacen llamar así: “Las encuestas de opinión o la recopilación de datos sobre los participantes no se consideran ciencia ciudadana. No excluimos proyectos basados en la experiencia en investigación o la experiencia profesional del líder del proyecto, que no necesita tener un doctorado en ciencias para que su proyecto sea clasificado como ciencia ciudadana”.

Algo que no se puede definir, tampoco puede evaluarse, por lo que el peso específico de las aportaciones científicas ciudadanas para el conjunto de la ciencia todavía está por estudiar. Se sabe que no es una moda, sino un nuevo paradigma en el que la ciudadanía participe del desarrollo científico, y para ello las instituciones científicas se abren a los ciudadanos a través de herramientas para atraer y difundir la ciencia en iniciativas como Aprende ciencia en casa con el CSIC.

Tampoco vamos a descubrir la pólvora al decir que la ciencia ciudadana, que en Europa cuenta con Libro Blanco, nace de la necesidad de que la investigación científica cubra las preocupaciones de la ciudadanía, y que ella misma sea la protagonista de la ciencia fuera de las instituciones formales, además de que cualquier persona, sin una cualificación profesional específica, pueda contribuir a la generación de conocimiento científico.

El objetivo, y el valor, de estas contribuciones es que la ciudadanía haga suya la ciencia, que no la sienta no como un terreno vedado por profesionales especialistas, sino como una responsabilidad cívica. Y el civismo se traduce en derechos y obligaciones. Además de poner en el centro la ciencia y la vida, la pandemia ha permitido que todas y todos podamos ser desarrolladores potenciales de ciencia ciudadana, y no hace falta demasiada sofisticación técnica. Solo basta con evitar aglomeraciones y salidas injustificadas, quedarse todo el tiempo que pueda en casa, dejar las reuniones familiares para las videoconferencias, seguir la triple M (mascarilla, higiene de manos y metros de distancia social), y vacunarse cuando llegue el momento. De nuestro comportamiento también depende el desarrollo de los avances científicos contra el coronavirus. La salud de todos está en sus manos.

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