VALÈNCIA. En los 70 y primeros 80, en los medios de los sectores más de izquierda de la izquierda no era extraño encontrarse críticas y amargas quejas por el auge del escapismo en el cine, particularmente el de ciencia ficción. Habría que hacer un análisis de contenido con la teoría de framing en la mano, pero no sería de extrañar que, desde la izquierda, La Guerra de las Galaxias recibiera más críticas que la Ley de Amnistía, que tanto escandaliza hoy a la gente que se cree de izquierdas , no conoce la Historia y por tanto se la pueden contar al revés de como fue cuatro bon vivants, algún macarra y analfabetos funcionales varios bien remunerados.
Sin embargo, en los escenarios de ciencia ficción, como en los de fantasía, hay ideología a punta pala hasta en los cuentos más naif. Prueba de ello son los análisis recurrentes de los cuentos tradicionales, que en no pocas ocasiones tienen moralejas reaccionarias. El propio refranero español refleja la sabiduría popular y también es un compendio perfecto de cómo ser un rácano mezquino y mediocre.
Un caso elocuente y actual sería el de la serie Creatures del escritor Stéphane Betbeder, dibujada por Djief. Es una historia juvenil, de esas que puede disfrutar todo aquel que haya tenido la sensibilidad de no dejar de ser niño del todo, pero refleja, de manera poética o alegórica si se quiere, obsesiones políticas y sociales que están a la orden del día.
Los protagonistas son adolescentes que se enfrentan a unos adultos que se han convertido en una especie de zombis sedientos ¡de azúcar! dominados por una extraña criatura. En un calco evidente a La invasión de los ultracuerpos, el remake setentero con Donald Sutherland de La Invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel y novela de Jack Finney, cuando los adultos ven a chavales jóvenes, se les ponen los ojos en blanco, los señalan y abren la boca aullando. Exactamente el mismo fotograma que se ha convertido en meme. Los críos, de hecho, tienen una especie de código ético de no atacarse entre ellos y, otro mandamiento, nunca hablar de sus padres. Lo que pasara con ellos permanece en secreto.
Luego hay un anciano que guarda una biblioteca a la que quieren acceder los chicos. Buscan un volumen sobre alimentación orgánica, para ser autosuficientes. Tienen que negociar con ese hombre, que porta un casco azul de las Naciones Unidas, que les cede el saber a cambio de que le cocinen. El chaval que llega a tan valioso acuerdo, es el listo, y el autor nos lo subraya colocándole unas buenas gafas y una camiseta de la NASA.
En una discusión entre una avanzadilla de adolescentes hay un intercambio de palabras que no puede ser más actual. Un chico indio, el autoproclamado líder del grupo, toma riesgos. Una chica, que no tiene miedo a nada, se lo reprocha. Él la llama "tomboy" (marimacho). En respuesta, ella le dice que se parece más a Pancho Villa que a Gerónimo y le llama chicano, lo que le irrita profundamente porque él sostiene que es indio nativo. Precisamente, cuando se cuelga por las azoteas, ella se burla de él en esos términos: "¿Lo haces para demostrar que los nativos no tienen miedo?"
Mientras discuten sobre pesquisas identitarias, la pareja da con una familia que vive, furtiva, al margen de los adultos, en un piso. Una chica negra maneja el cotarro, cuida de su hermana pequeña, albina, y de su madre. ¿Cómo pueden vivir junto a una persona adulta en esta distopía? Pues drogándola. La mantienen grogui a base de pastillas para conservarla viva, pero inconsciente. La explicación llega poco después. La adulta se espabila por un equívoco con las drogas y se reproduce el aludido fotograma que protagonizó Sutherland.
En un momento dado, a propósito del machote nativo, dos chicas, entre confidencias, llegan a la conclusión de que el pobre se estresa cuando no es el líder del grupo. Por eso no le gusta que haya improvisaciones o que otro tenga ideas propias. El chico valdría para cargo intermedio de una oficina española. La verdad es que la mera traslación de las inquietudes sociales de nuestro tiempo, que son ya un código ético establecido en la GenZ, hacen que una ficción distópica y post-apocalítpica, género más trillado el western, resulte novedosa. No obstante, la oportunidad de derribar personajes arquetípicos dotándoles de debilidades y profundidad psicológica se pierde cuando sus problemas se abordan con más clichés.
A la espera de una segunda entrega donde se vaya definiendo por qué los adultos son dominados por una criatura negra del averno, necesitan azúcar procesado y la civilización se ha hundido, queda escuchar a su autor, Betbeder, que sostiene que estos géneros no le dicen nada, que normalmente le parecen "refritos", pero cuando vio Stranger Things le cambió su punto de vista y se lanzó a hacer algo semejante tomando más inspiración de El Club de los cinco, Richie y la pandilla de la computadora (Whiz Kids) o el clásico Los pequeños traviesos (The little rascals).
Respecto al tema que nos ocupa, el autor no da puntada sin hilo. Dice que deliberadamente trata de subrayar valores humanos en su obra porque cuando se es un lector joven, se es maleable, influenciable y sensible, y es el momento en el que determinadas lecturas nos marcaran de por vida y pueden influir incluso en las decisiones que tomemos después. Cita como ejemplo al etólogo Frans de Waal, que explicaba su vocación por haber visto Lassie. Por ahora, la serie no está cerrada, no se sabe cuántos números más saldrán, dependerá del número de lectores, pero Europe Comics desde enero tuvo su versión traducida al inglés.