Hoy es 4 de octubre
Desengañado de los hombres, uno busca la lealtad de las plantas y los árboles. Estudio y admiro el reino vegetal. Tengo un bonsái y unos cactus. Jacobo y los hermanos Dalton, así los he bautizado. Me hacen dulce compañía. Son los hijos que no tuve
¿Para qué malgastar más el tiempo escribiendo de la peste china, los charlatanes de la OMS, el pobre Urdangarin (nunca suficientemente comprendido) y nuestro Dorian Gray, el presidente que mejor posa del mundo? ¿Para qué? Hablemos de lo importante, de los sentimientos, de nuestros seres queridos.
Hablemos de Jacobo.
Jacobo es el hijo que no tuve. Lo compré en una tienda de plantas, en la calle Padre Esplá, en el barrio alicantino de Pla-Carolinas. Al verlo en el escaparate no dudé en pagar 16 euros por él. Mi bonsái, de la variedad carmona, había llegado a España después de una larga travesía desde China. Junto a otros de su especie viajó en la cámara frigorífica de un carguero, en unas condiciones terribles, haciendo escala en Holanda. Muchos no resisten el viaje; por suerte, él logró sobrevivir pese a su fragilidad. Fue esa vulnerabilidad la que me llamó la atención. Jacobo es un ser menudo, que apenas alcanza los 15 centímetros de altura. Este arbolito gasta maneras elegantes, reconocibles en toda buena familia. Es un bonsái un pelín pijo, como su dueño. Por eso lo llamé Jacobo y no Jonathan.
Me compré un libro para comprenderlo, lo llevé a una pedanía de Elche para que le podaran las ramas, adquirí jabón potásico para protegerlo de pulgones y otros parásitos, y lo regué con agua mineral, tal como me aconsejaron. En una palabra, me desviví por él. Poco después del verano dio señales alarmantes de agotamiento. La enfermedad se apoderó de él. Pensé que había pillado el covid. Comenzó a perder las hojas hasta que se quedó casi desnudo. No sabía qué hacer. En diciembre tuve que trasplantarlo para salvarle la vida. Bien sé que estas cosas no se hacen en invierno, que hay que esperar a la primavera, pero no me quedaba otra alternativa. Lo importante es que ha funcionado. Le han salido media docena de hojitas de sus brazos enclenques. El tronco se ha robustecido. Ahora duermo tranquilo porque está en las buenas manos de Marisa.
“Gente como yo ha estado ciega para ver la hermosura de los árboles y las plantas. Ellos nos hablan, pero seguimos sordos a su lenguaje”
Conocer a Jacobo me ha hecho ver que los humanos no somos el centro de la naturaleza. Compartimos espacio con otros millones de seres vivos. Gente como yo ha estado ciega para ver la hermosura de los árboles y las plantas. Ellos nos hablan, pero seguimos sordos a su lenguaje. Noto que Jacobo me quiere y agradece mis desvelos, como también me estiman los cactus que compré en un mercadillo meses después. Los bauticé como los hermanos Dalton, nada que ver con el delicado y poético Jacobo. Los cactus van a lo suyo, como los gatos. Son fieramente independientes, malotes a su manera, que sólo requieren un vaso de agua cada tres semanas y un lugar de la casa donde les llegue la luz del sol. En las últimas semanas, la familia ha crecido con el nacimiento de otro hermano. Estoy de enhorabuena. Son también parte de mi vida.
Los Dalton son el contrapunto necesario a Jacobo, la cara y la cruz de la misma moneda, mi pasaporte para acceder al reino vegetal.
Imitando el ejemplo del biólogo y poeta David George Haskell, que durante un año se sentaba cada día en la misma piedra de un bosque para escribir un libro sobre la naturaleza, algunas tardes acudo a la Glorieta de València y me siento en un banco para observar uno de los ficus enormes (higueras australianas, así se les llama también) que hay frente al Palacio de Justicia. El quiosquero de la plaza de Alfonso el Magnánimo, un hombre atento con ganas de pegar la hebra, me puso en antecedentes: según él, estos ficus no son tan viejos como pudiera imaginarse. El más veterano tendrá unos 200 años. El tronco y el tamaño de sus ramas me fascinan. Dan ganas de subirse a la copa y gritar como Tarzán, recordando a Johnny Weissmüller, mientras te golpeas el pecho velludo con fuerza.
En otra vida (porque en esta no me alcanzarán los ahorros) me gustaría comprarme una casa con un pequeño huerto, como el que tenía Lope de Vega en Madrid. En ese huerto, Lope suavizaba las penas provocadas por las esquirlas de la vida. Con orgullo os confieso que el pasado verano toqué el tronco de uno de sus naranjos. El genio, durante su destierro en València, escribió sobre el olor a azahar por las calles de la ciudad. Lope sabía que un poema suyo rara vez podría rivalizar con la belleza de un roble batiendo sus ramas en un día ventoso de invierno.