A José Timoteo, en el bar, la clientela no le llama José sino Timoteo. Timoteo, o José, ha sido el dueño del Carajillo durante décadas. El Carajillo es uno de esos locales que tiene un poco de bar, un poco de cafetería y un poco de pub, y lleva abierto en la plaza Xúquer desde 1979. Uno de esos faros que, como su ‘hermano' el Negrito, en el Carmen, ha resistido con absoluta dignidad el paso del tiempo y las modas. Ahora lo lleva su hija, Teresa, que duda si aguantará tanto tiempo como su padre.
Lo primero que llama la atención de José Timoteo es que viste con un mono. También sorprende que es la calma hecha persona. El corazón de este hombre de 68 años que se ayuda de una muleta para caminar parece latir 30 veces por minuto. No se altera por nada. No eleva la voz. No se mueve mucho. Sólo alguna vez, cuando su hija dice algo que le sorprende, se gira un poco hacia ella y le suelta: “¿Ah sí?”. Ella tiene más nervio. Y 38 años menos. Pero le gusta el oficio que le enseñó su padre y, cuando vio que se jubilaba y peligraba el Carajillo, dejó Ámsterdam, donde estaba viviendo, y se vino corriendo a València a coger el volante del negocio.
José se jubiló hace seis años. El hombre tenía un cáncer de colon y reordenó rápidamente sus prioridades. Su socio, un primo de su mujer, no tardó en dejarlo también y Teresa, al ver que ninguna de sus dos hermanas, ni su prima, quería continuar poniendo cafés y tirando cervezas, lo meditó y tomó la decisión de que ella iba a ser la nueva dueña del Carajillo, un establecimiento con solera que abrió cuando la zona no estaba de moda, que soportó el boom de la plaza llena de jóvenes bebiendo ‘cubalitros’ en los 90, y se mantuvo cuando se declaró Zona ZAS y el ambiente decayó rápidamente en el barrio.
El antiguo amo mira hacia atrás con satisfacción. “Estoy felizmente retirado de la primera línea. Ya llevaba mucho tiempo y era muy mayor. Esto está hecho para gente más joven. Ha sido, eso sí, un trabajo fantástico. Me ha gustado trabajar para la gente”. José lo abrió cuando tenía 26 años. Antes, de adolescente, pasó por otros oficios. Este hijo de una costurera y un ferroviario se puso a trabajar con 14 años. “No es que hiciera falta en casa, es que era lo habitual en la época”, recuerda. Su primer empleo fue como botones en una empresa de publicidad. José era el chico de los recados que acudía a la redacción de los periódicos y las radios a llevar los encargos. “Luego me puse de marmolista para el dueño de una cantera, pero no me dedicaba a picar piedra sino que trabajaba en Rocafort en un taller. La empresa se dedicaba más a la construcción que a hacer lápidas”.
Así fue pasando de un trabajo a otro hasta que, un día, se enteró de que se traspasaba esa planta baja de la plaza Xúquer. “Ese día estaba en casa de Vicente, el primo de mi mujer, y me lo quedé con él”. Ya tenía el nombre de Carajillo y llevaba dos años abierto donde antes hubo una lavandería. El bar, más que un negocio, era el proyecto fin de carrera de tres jóvenes arquitectos que diseñaron en 1979 lo que Timoteo llama “un bomboncito”. Pero aquellos arquitectos, en realidad, no pretendían dedicarse a la hostelería y se lo traspasaron a José y Vicente en 1981. Luego, con el tiempo, se quedaron también el inmueble de al lado, donde había una casa de lanas, y ampliaron su establecimiento.
José y Vicente, como todos los ‘matrimonios’, tuvieron sus días de tirarse los trastos a la cabeza, pero, en general, se llevaron muy bien durante cuarenta años, y ahí está, ahí sigue en pie, su obra. Ellos dos levantaron y asentaron un bar que cuenta, 43 años después de su apertura, con una clientela amplia, fiel y consolidada. Los socios encontraron una fórmula ideal: cada uno trabajaba una semana. “Eso hacía que fuera mucho más llevadero que el ritmo que lleva Teresa”. Y su hija, sentada al lado, asiente antes de añadir: “Yo siempre digo que tenían la misma forma de trabajar, eran igual de trabajadores los dos”.
Cuando llegaron a la plaza, ya había algunos bares. Cinco o seis, no más. “Fueron muy buenos años. Hasta que empezaron a aparecer los ‘cubalitros’, que eso fue un horror. Nosotros trabajábamos hasta la noche, pero era un bar con ambientación musical y tranquilo. Porque la zona era tranquila. De hecho, yo creo que la zona, ahora, vuelve a ser tranquila. La gente venía aquí a hacerse unas cervezas y a estar un rato de charreta con los amigos. Era muy bueno de trabajar. Al poco tiempo los clientes ya eran amigos y formamos una colla”.
Tere se crio allí. Durante la infancia, el Carajillo fue su segunda casa, y los amigos de su padre, su familia. “Mi madre se ha dedicado toda la vida al hogar y mi padre, a trabajar, pero siempre nos han hecho muy partícipes de venir aquí y estar también con mi padre. Crearon como una familia y veníamos mucho y estábamos con los hijos de los amigos de mi padre y de los clientes. Esta ha sido mi segunda casa. Aquí he hecho deberes y de todo. Siempre digo que yo aprendí a andar en el Carajillo”.
Las hermanas mayores, Carmen y Aurora, trabajaron como camareras en los tiempos de la universidad. José le pagó a todas su sueldo. “Con mi hija la mediana, Aurora, tuve movidas porque no quería cobrarme. Entonces le expliqué que tenerla a ella me salía a mitad de precio que otro camarero. Porque yo le pagaba igual que a los otros, pero ella no contaba con que, así, ganándose un sueldo, no me pedía nada en casa…”. La pequeña estudió Administración y Finanzas, pero nunca se sintió cómoda en ese oficio y un año cogió y se fue a Ámsterdam a buscarse la vida. Ella tenía la idea de quedarse más tiempo en los Países Bajos, pero entonces fue cuando su padre cayó enfermo y tuvo que precipitar su vuelta.
Cuando hubo que tomar una decisión de qué hacían con el bar, Tere le pregunto a sus hermanas y a Alba, la hija de Vicente, su tío y el socio de su padre. “Nadie lo quiso y pensé que era el momento. A mí me enseñó el oficio mi padre y siempre me gustó. Pero, además, no quería dejar morir el negocio de la familia. Y no estoy mal, para nada”.
José la escucha hablar mientras da pequeños sorbos a la pajita con la que se toma un limón granizado. Luego levanta la cabeza y confiesa: “Me hubiera dado mucha pena que se perdiera y que esto hubiera acabado convertido en una pizzería o una hamburguesería. Y también me mola que se lo haya quedado ella sola: es la mejor heredera”.
A Teresa le sorprendió el confinamiento y la pandemia unos años después de quedarse el Carajillo. Fueron tiempos duros en los que llegó a preguntarse cada mañana y cada noche si había sido un acierto dar ese paso. Pero aquello quedó atrás y la clientela volvió en masa al que consideran su bar. La verdad es que el Carajillo es un lugar acogedor. La terraza, que está bajo los árboles que hay en la esquina con la calle Serpis, es sensacional, y el interior tiene su encanto. Dentro manda esa amplia barra de mármol blanco que traza una curva y que está iluminada por cinco lámparas de diseño. Esa mezcla entre lo clásico y lo moderno es uno de sus secretos.
José también tuvo sus momentos peliagudos. El peor de todos, la época en que se puso de moda ir a Xúquer a beber cubatas de litro en la plaza. Hasta que el Ayuntamiento acabó con ese desmadre. “Nos metieron la zona ZAS en el 96 y a nosotros nos hicieron un favor porque aquello era un sinvivir. En aquella época trabajábamos más entre semana que los fines de semana. Había tanto jaleo que nuestra clientela, que era gente tranquila, prefería no venir esos días. Estaba todo lleno de gente haciendo el cabra. Cuando nos metieron la ZAS, todos los piratas, y había mucho pirata, tuvieron que emigrar a mejores zonas. Después de una larga penuria, nosotros hemos llegado a un entendimiento con los vecinos. A mí no me gustaba trabajar como en aquellos años. Yo tenía una de las terrazas más guapas de València con la gente más guapa de València. Un bar lo hacen lo camareros, pero también la clientela. Si viene gente bien, atrae a gente bien”.
Lo que no olvidará jamás es el teatro que se montó en la plaza el día que hicieron efectiva la zona ZAS. “Ese día estábamos todos rodeados de policía. Fue un despliegue policial que ni la ‘kale borroka’. No sé qué se esperaban. Montaron un número…”.
José Timoteo todavía era joven y, además de llevar su bar, también le gustaba salir por la noche. Cuando se quedaron el traspaso del Carajillo, los camareros eran los chicos que montaron El Negrito. “Juanito y Feliu eran los camareros. Y Pepe, que fue el otro dueño, también venía mucho por aquí”. Así que muchas noches José salía de Xüquer y se iba al Carmen, al Negrito. También le gustaba mucho el ambiente del Continental, una discoteca que triunfó al lado del río. “Y a otros muchos tugurios que había por la ciudad. Yo he sido muy juerguista. Demasiado. He vivido mucho la noche de València”.
Tere se ríe escuchando la confesión de su padre. Se nota que es un tema del que no han hablado mucho y la hija agradece que su padre se explique sin tapujos. La hermandad entre el Carajillo y el Negrito propició una curiosidad: los sobres de azúcar de estos dos bares son idénticos. Por un lado aparece el nombre de uno y por el contrario, el del otro. Dos clásicos de la ciudad unidos por un sobre de azúcar. A ambos les contemplan décadas de buenos momentos vividos en sus locales. José ha visto crecer ahí a su clientela. Muchos iban como estudiantes y han vuelto casados y con hijos. De vez en cuando aparece también alguno que vive en otra ciudad pero que tiene el gusto de tomarse una cerveza o un café preparado en la misma barra donde vivió los años felices de su juventud. Y allí, trago va, trago viene, rememoran sus mejores juergas.
Ante un público así, lo más inteligente era no tocar ni una banqueta. Teresa tenía claro que no había que inventar nada en un negocio que ha funcionado durante más de cuarenta años. Así que el Carajillo sigue intacto y al entrar, a la derecha, se mantiene el mural que hay sobre un espejo y que representa una ciudad de València con la plaza Xúquer en el centro. “Eso lo hizo Ana Navarro, una artista de Albacete, cuando estuvo estudiando en València”, recuerda José.
La única diferencia con el anterior modelo es que Teresa no tiene con quién turnarse. “Yo abro a las doce de la mañana porque no me gusta recibir los pedidos por la tarde y cierro a las dos de la noche”. Su padre cuenta que, en su época, en València no eran nada estrictos con los horarios de cierre y que muchos garitos cerraban a las cinco o las seis de la madrugada. “Cada noche era una fiesta. ¡Y bien remunerada! Mucha gente ni iba a las discotecas porque podía estar en un pub hasta las tantas”.
La diferencia entre estas dos generaciones es cultural. Teresa es una mujer que dirige un negocio de ocio. Su padre, en cambio, fue un hombre casado con una esposa que se resignó, sin sentir que hacía un gran sacrificio, a llevar una vida más ordenada en su hogar para criar a tres niñas que cada mañana se levantaban para ir al colegio a la misma hora que su padre volvía de trabajar. “Carmen es una fuera de serie”, elogia José a su mujer. “Lo llevaba mal, pero lo aguantó muy bien. Es una crack”. Teresa, que tiene una pareja que se dedica a las energías renovables, tiene muy clara su opinión al respecto: “Antes los roles estaban más marcados. Mi madre siempre fue feliz siendo ama de casa. Así se pudo construir esta familia. Pero en mi caso, y más siendo mujer, llega un punto en el que eso puede ser más complicado. Pero aún no he llegado a ese punto”.
Teresa ha asumido la esclavitud de un oficio como este. El Carajillo sólo cierra el primer día del año. El 24 y el 31 de diciembre baja la persiana a las ocho de la tarde. “Yo siempre llego a mesa puesta”, bromea Teresa frente a los preciosos ventanales de madera del bar. Aunque este oficio no es sólo una cuestión de servir a los clientes, como recuerda José: “Yo he sido muy feliz aquí. La gente me lo ha dado todo. Me han hecho mejor persona y siento mucha nostalgia cuando vengo. Yo, cuando entré, no sabía tratar a la gente. No era tan sociable. Era un misántropo que huía de la gente. Tuve que ponerme una máscara para trabajar. Al principio era una actuación y al final el personaje se comió a la persona, pero gracias a la gente”. Teresa sonríe y explica que ella ha aprendido de su maestro a lidiar con los clientes. Muchos de ellos pasan y saludan al padre. Otros se toman un café rápido y vuelven a sus trabajos. Y los más jóvenes se sientan en la terraza, piden y dejan caer la tarde plácidamente. Como siempre ha sido en el Carajillo, un lugar de reunión y uno de los últimos faros de la ciudad.