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EL CALLEJERO

Lucio y sus pájaros contra los incendios

Foto: KIKE TABERNER
5/09/2021 - 

VALÈNCIA. El aeródromo de Siete Aguas es un remanso de paz en esta mañana nublada y llamativamente fresca allá arriba, a 830 metros de altitud. El silencio en la base es casi absoluto en mitad del monte y solo lo rompen el zumbido de las abejas y el sonido de fondo, casi imperceptible, de una televisión encendida. Pero eso ya es dentro de la caseta, donde se preparan las tostadas del desayuno los dos veteranos pilotos expertos en la extinción de incendios desde al aire, desde donde atacan el fuego dirigiendo la panza de sus aviones amarillos una y otra vez hacia el foco, insistiendo con el empeño de un mosquito. Afuera, expuestos como en uno de esos museos del Ejército que nadie visita, hay dos ejemplares de los Air Tractor 802F que en el cielo parecen minúsculos y de cerca imponen por su envergadura, los 18 metros que hay desde la punta de un ala hasta la contraria.

Estas dos avionetas forman parte de la inmensa flota de Martínez Ridao Aviación, la empresa de Utrera que domina el ‘mercado’ del fuego en España. El coordinador de todos los operativos en el Levante es Lucio Conejos, un hombre muy activo de 54 años que lleva muchos incendios sobre la chepa. Lucio, es conocido en su pueblo, el Puerto de Sagunto, como Siso. “Si vas allí y preguntas por Lucio igual no te responde ni mi madre…”, bromea. Allí se crió el hijo de un trabajador de los Altos Hornos que se reconvirtió en fontanero cuando el hogar empezó a llenarse de niños”. Su hijo se dejó el instituto y se puso a trabajar con su padre de fontanero. Luego se fue a hacer la mili a Manises de voluntario para quitárselo de encima. “Yo me lo pasé bien. Me apunté a la patrulla de tiro y fui a un par de campeonatos y todo”, rememora.

Cuando tuvo que dejar el ‘chopo’ volvió al lado de su padre, pero aquel joven no tardó en cansarse de la fontanería. “A mí me gusta conducir. Y un amigo me contó que su jefe estaba buscando chóferes, así que me presenté. Tenía el C1, pero necesitaba el abierto y como era el mes de agosto, las autoescuelas estaban cerradas. Pero alguien me dijo que en Teruel estaban abiertas, me fui allí, me lo saqué y en septiembre me puse a trabajar como conductor. He hecho de todo”.

Foto: KIKE TABERNER

Lucio recorre sus primeros años laborales y se detiene para hablar de un hombre providencial en su vida: Vicente Huerta Gallego, el propietario del grupo Avialsa. “Él decidió comprar un camión para transportar el retardante, me contrató y así fue como entré en el negocio de los aviones”. Eran los tiempos de los Dromader, la aeronave polaca de uso agrícola que se utilizaba para la extinción de incendios hasta que, a mediados de los 90, llegaron los Air Tractor. En la pared del chalet donde están, junto a la entrada, Pepelu, un antiguo piloto, dejó pintado en 1995 un dibujo de un Dromader (en inglés, dromedario) en plena descarga de agua sobre el fuego, un recuerdo de los viejos tiempos.

Una temporada tranquila

Huerta fue dándole cada vez más responsabilidades a Lucio, quien se acabó convirtiendo en su hombre de confianza. Por eso, cuando Vicente Huerta enfermó, su hijo, Vicente Huerta Domínguez -un empresario a quien la Fiscalía Anticorrupción ha solicitado penas que suman 17 años y tres meses de prisión por seis delitos contra la Hacienda Pública y uno continuado de falsedad en documento mercantil-, que ya dirigía la empresa, le pidió que se bajara del camión para que se encargara de la gestión de toda la parte terrestre. Así se convirtió en el coordinador de operaciones y logística de Martínez Ridao Aviación. Porque en 2017, Martínez Ridao compró todos los aviones de València y Cataluña. “Yo pensaba que no me iban a despedir porque era el más antiguo de la empresa, pero me despidieron. No tengo nada que decir. Acabé el 28 de febrero y el 1 de marzo ya estaba trabajando en Martínez Ridao, que es una empresa de Utrera que tiene más de cincuenta aviones. Ellos aparecen muy poco y aquí me encargo yo de todo: la gente, las bases, el mantenimiento…”.

Foto: KIKE TABERNER

Lucio se ha presentado con un polo negro de la empresa que lleva los ribetes de las mangas y el cuello con la bandera de España. De un bolsillo de los chinos color mostaza asoma el casco de un bombero. Es un llavero que le regaló Ramón Dinarès, ex director general de los Bomberos de la Generalitat de Catalunya. Su principal cliente es la Agencia Valenciana de Seguridad de Respuesta a las Emergencias, dependiente de la conselleria de Justicia y el consorcio de Bomberos es el ente que aprovecha sus recursos.

El verano se disfraza de otoño en esta cumbre de Siete Aguas, donde de vez en cuando se escucha crepitar la voz de alguien que habla a través del escáner. Ha sido una temporada relativamente tranquila y, aunque el incendio de Azuébar arrasó quinientas hectáreas, no tiene nada que ver con las más de 40.000 que arrasaron los infiernos de Andilla y Cortes de Pallás en el terrible verano de 2012.

Las malas noticias ya no llegan por la llamada de un funcionario. Ahora pitan los grupos de whatsapp, que se alborotan en cuanto asoma una columna de humo en el horizonte. Entonces Lucio corre a coger la emisora de radio y, herramientas del siglo XXI, busca las referencias que hay en Twitter para ver si alguien ha subido alguna foto que le permita hacerse una idea del calibre del nuevo incendio. Si no es un conato, sale disparado hacia la base más próxima al fuego para controlarlo y gestionarlo todo de cerca. El consorcio de Bomberos es quien tiene la autoridad para poner sus aviones sobre el tablero en la partida contra el fuego. Luego es Lucio Conejos quien toma las decisiones. Cuándo salir, cuándo parar. Porque la ley que limita las horas de vuelo para velar por la seguridad de los pilotos hace que solo puedas tenerlos tres horas seguidas en juego. Y ahí hay que tener una estrategia clara para no flaquear en este tórrido pulso contras las llamas.

Foto: KIKE TABERNER

La relevancia de un incendio se mide por el número de hectáreas calcinadas o por los días que permanece activo, pero Lucio tiene muchas más variables. Porque este verano se produjo un incendio en Bicorp que se sofocó enseguida pero que reunía las características para haber sido un gran fuego. Todos actuaron con rapidez y pericia y eso permitió que quedara prácticamente en nada. “Se pudo haber liado gorda”, asegura. También le viene el recuerdo del de Artana, en 2016. "El día que se declaró, varios compañeros del equipo de tierra estaban en la base de Girona. Yo iba de camino, pero a la altura de Benicàssim ya me habían enviado alguna foto de Ariana y les dije que se dieran la vuelta y se vinieran para aquí. Y allí estuvieron varios días volando. La experiencia ayuda mucho”.

En 2012, cuando ya tenían controlado el incendio de Cortes de Pallás, le sorprendió que uno de los pilotos, después de despegar, no girara a la izquierda sino que lo hiciera hacia la derecha, el desvío que suelen evitar para no molestar a la urbanización que hay por debajo. Cuando preguntó que qué hacía, le dijeron que se girara. “Me giré y vi una columna de humo en Andilla. Los aviones descargaron y cuando volvieron la columna ya era como esta base… Ahí se quemaron otras 20.000 hectáreas”.

El trabajo no acaba con el ocaso. Cuando los aviones aterrizan por última vez y los pilotos se van a descansar y a reponer fuerzas, el equipo de tierra tiene que dejarlo todo listo para que al amanecer los pilotos solo tengan que llegar y despegar. Bajo sus dominios están once aviones en la Comunitat Valenciana -siete Air Tractor y cuatro anfibios-, cinco en Cataluña y cuatro en Castilla-La Mancha. La gran virtud de estos aviones es lo rápido que puedes mandarlos hacia el fuego. En cuatro minutos, si Aviación Civil les dejara, podrían despegar. “Porque lo más importante es, al principio, darle el golpe en las dos o tres primeras horas. Luego ya, mal asunto. Los intencionados, además, los hacen en las últimas horas del día, así que si no lo paras entonces, se hace de noche y ya no puedes hacer nada hasta que se hace de día otra vez. Como pasó en Azuébar, que, aunque se originó por un rayo, estuvo toda la noche quemando”.

Lucio presume de su flota

Estos aviones tienen 1.600 caballos de potencia. “Esto es un burro”, asegura. Cuentan con una autonomía de cinco horas, aunque la ley les limita a un máximo de tres horas seguidas de vuelo y ocho en total. Aunque lo mejor que tienen los Air Tractor 802F es la compuerta. “Está hecha para este avión y te da una versatilidad de cobertura impresionante. Desde una descarga de 800 metros de larga hasta una de 80. O fraccionarla en tres descargas”. Lucio habla de su flota como quien presume de cómo juega al fútbol su hijo. Aunque este hijo cuesta dos millones y medio de euros.

Foto: KIKE TABERNER

De vez en cuando Lucio para de hablar. Vibra su Apple Watch con la correa blanca y la pantalla se ilumina. Mira durante un segundo quién es y retoma la conversación. Estamos sentados en una mesa de madera lacada en negro sobre la que hay una caja de herramientas y un cenicero tapado por una piedra.

Todo se hace en la base de Siete Aguas. La balsa contiene 750.000 litros de agua con los que nutre las balsas pequeñas desde las que se llenan las panzas de los aviones. También pueden llevar retardante o espuma. Luego recargan en la base que tengan más cerca. Ya sea esta, que lleva en funcionamiento desde mediados de los 80, o las de Enguera, Requena o Benagéber. Durante todos estos años se ha ido mejorando. La pista ahora mide 950 metros, casi un kilómetro de tierra y piedra, una amenaza para las hélices.

Lucio trata de que la base de la pirámide sea perfecta para que la punta, los pilotos con sus aviones, pueda trabajar óptimamente y aprovechar su vasta experiencia, para que cada descarga sea lo más efectiva posible. Porque son ellos los que saben de dónde viene el viento, a qué altura hay que abrir la compuerta y en qué dirección soltar el chorrazo de agua. O decisiones de más calado. ¿Meterte o no meterte en ese barranco? Porque la respuesta puede costarte la vida.

Foto: KIKE TABERNER

No es una amenaza, es una realidad. Lucio Conejos ha perdido a una docena de compañeros. Antes volaban con operador y si caía el avión, morían los dos. Van saliendo sus nombres. Como Tiziano, que falleció en Requena. O Alfaro, que aún nadie sabe qué pasó en Mallorca hace dos o tres años, cuando se estampó haciendo una ruta ordinaria de vigilancia. O Sonia, la única mujer piloto, que murió en Almería. “Los accidente casi siempre son por un fallo humano, por malas decisiones o malas descargas”, puntualiza. Conoce a casi todos sus pilotos. El 10 de diciembre se reúnen en Utrera, pero a algunos les pilla en la campaña de verano de Chile, donde tienen 17 aviones contratados. “Lo que más desune es cuando no hay trabajo. La convivencia es difícil. Pero en los incendios es todo lo contrario. Ahí vamos todos a una. Mi primera función es calcular su primera parada. Y cuando llegan ya he subido bocadillos para toda la base, para toda la gente. Ese rato charlando une mucho. Y cuando se te van compañeros a los que conoces muchos años… ¡Buf!”. Se pone serio. El recuerdo de los accidentes, de los compañeros que se quedaron en el camino, le pone triste. Habla de la importancia de ir concentrado. Y eso ocurre cuando hay un gran incendio. Pero cuando llevan varios meses sin volar, la vuelta te puede pillar desenfocado.

El piloto que no regresaba 

En la base hay días vibrantes y días trágicos. “El día más angustioso que recuerdo fue un avión con el que perdí la comunicación y no volvía. Fue en Galicia, en 2006, que fue un año horroroso con 180 incendios. Ahora es más fácil porque tengo una aplicación con el posicionamiento de los aviones por satélite. Si no llega uno, entras y ves dónde está. Recuerdo que se fue Rafa Navarré, que era el piloto, desde Santiago pero lo cambiaron hacia Vigo. Y allí vas como invitado y no sabes a quién llamar. Y pasan las horas, no vuelve y empiezas a pensar lo peor. Eso es lo que más me angustia. La mejor noticia es cuando todos los pájaros están en el nido”.

Foto: KIKE TABERNER

Aunque otro momento de angustia es cuando no pueden ayudar desde el aire a los que están en tierra. Lucio tiene grabada la cara de sufrimiento de Tomás Godoy, un compañero piloto que bajó del avión desolado en 2009 porque debido a las terribles rachas de viento no pudo respaldar a unos bomberos que se quedaron atrapados en Tarragona, en Horta de Sant Joan. Murieron cuatro y el piloto bajó llorando porque no había podido hacer nada por ellos. “Se tuvieron que venir porque era imposible entrar allí. El chaval bajó descompuesto porque ya había escuchado que habían muerto. Y luego, en mayo de 2010, este chico se mató en un incendio”, recuerda Lucio mientras muestra el antebrazo para demostrar que estos recuerdos penosos le ponen la piel de gallina.

Las condiciones de los pilotos han mejorado mucho en los últimos años. A Chimo Miñana, uno de los veteranos que está trasteando dentro de la caseta durante la entrevista, se le conocía como el Príncipe de Beukelaer porque se subía al avión con agua y un paquete de galletas y se podía tirar toda la tarde volando sin descansar. “Entonces no había tantas limitaciones. Ahora no pueden volar más de ocho horas y tienes que tener tripulaciones de relevo para estirar los aviones todo lo que puedes. Ahora no vuelan más de tres horas seguidas y llevan aire acondicionado en la cabina. Antes llevaban un ventilador de esos pequeñitos y ya está. Pero hay veces que bajan reventados. Los de los anfibios sí que no paran ni un segundo. Están peleando con la palanca mientras se dan golpes contra el agua…”.

Foto: KIKE TABERNER

Si es un incendio de entidad, a Lucio Conejos le gusta estar en la base más próxima. Por eso siempre lleva una mochila con ropa de batalla preparada en el maletero. Esto le permite salir disparado en cuanto se declara un incendio considerable. Entonces corre a su Audi A6 y se marcha sin dudar hacia la base más cercana. Por eso lleva más de 500.000 kilómetros recorridos. Todo por estar los más cerca posible de ellos. Intenta que haya buen ambiente y cuenta que el 17 de septiembre les debe un arroz del senyoret. “A mí me gusta mucho ir a las bases y hablar con los compañeros”.

Cuando acaba una jornada, se sirve un gin tonic. Si da tiempo. Porque cuando terminan hay que lavar las colas de los aviones porque el retardante se queda pegado. Hay que limpiarlo, repostarlo y dejarlo preparado para el día siguiente. “Hay noches que a las dos aún no te has ido y al día siguiente tienes que estar a las seis porque alguno le toca salir a las siete. Pero si puedo, el gin tonic no lo perdono”.

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