VALÈNCIA. De nuevo viajo de urgencia a Albacete por los problemas de salud de mi padre. Conduzco por la noche sin apenas tráfico y, como la otra vez, tampoco me encuentro con ningún control policial.
Al llegar a casa, la situación no es tan grave como imaginaba. Sin embargo, no puedo dormir por la preocupación. Por la mañana, mi madre no puede levantarse de la cama debido al agotamiento. Le hago la compra en el mercado de Villacerrada. Me gustan los mercados municipales aunque los visito poco. El del pueblo me queda a trasmano. Lo cómodo es ir al supermercado, pero en los mercados el trato es más cercano y la calidad es superior casi siempre.
He cumplido mis obligaciones laborales con la habitual desgana. Cuando has dejado de creer en lo que haces, lo natural es que te limites a cubrir el expediente, sin ir más allá de lo establecido por los reglamentos.
Mi madre teme que este año no le hagan la declaración de la Renta en Hacienda. A estas alturas puede olvidarse. De momento no he oído a la ministra Montero que vaya a haber una prórroga en la campaña. La delegación provincial de la Agencia Tributaria sigue cerrada. En la puerta hay un cartel con un teléfono de información de los que te cobran por llamar. Es incomprensible que no se pueda presentar aún un papel en la mayoría de los organismos públicos.
La plaza del Altozano, en el centro de la ciudad, presenta un aire desangelado a última hora de la mañana. La camarera de una cafetería apila las mesas y las sillas de la terraza. La Bodega de Serapio, donde acostumbro a tomar el vermú cuando estoy en Albacete, está a punto de cerrar, así que me siento en la terraza de La Higuerica, otro lugar con solera, a los pies de la catedral.
En la mesa de al lado hablan de manera atropellada cuatro hombres entrados en años. Dos tienen pinta de rentistas y los otros dos parecen albañiles. Una reunión transversal, sin odio de clases. Luego llega la mujer de uno de ellos, que no identifico quién es, y anima la charla, que gira en torno a la compraventa de tierras, las enfermedades y los gin-tonic ingeridos a mayor gloria del virus.
Una voz bronca emerge del grupo: “¡Bicho malo nunca muere!”. Se lo espeta a uno de los dos rentistas, que lleva una pulsera con la rojigualda. Y el de la voz cavernosa sigue metiéndose con el propietario rural: “Con el alcohol que lleva este en la sangre, ¡no hay coronavirus que acabe con él!”. Lo dice con guasa, y se ríen todos. Llaman al camarero: “Tráenos unos panchitos”. El camarero, con razón, les responde: “Con panchitos no salimos de la crisis”. “Las cigalas pueden esperar”, le contestan.
Por la tarde me echo la siesta para recuperar las horas perdidas de la noche en vela. Me doy un garbeo por la ciudad. Visito las librerías Herso y Popular. Hay pocos clientes. No estoy de humor para hojear libros porque tengo malestar de estómago.
En casa consulto los diarios digitales con la ilusión de encontrar alguna noticia positiva. No la hay. La ciénaga de la política española no conoce límites de putrefacción, circunstancia que cabe atribuir sobre todo al vicepresidente comunista, autor intelectual de una política de incitación a la discordia entre compatriotas.
Es tan hábil con la propaganda como torpe con la gestión. Por algo es comunista. La propaganda es el asidero del Gobierno infame para salir vivo de la tragedia española. De ahí la campaña emprendida por el capo de los comunistas para acusar a la oposición conservadora de alentar un golpe de Estado.
El propósito de tanta quincalla verbal es confundir a la gente, distraerla, para que no repare en la realidad sórdida que tienen delante de sus narices. La maquinaria propagandista del poder actual engorda a base de mentiras, calumnias y amenazas, pero la terca realidad, la realidad de los muertos, el paro y la miseria creciente, sigue ahí, sin dar respiro. No pueden con ella.
La realidad es el cierre de Nissan en Barcelona, con 3.000 personas que se irán a la calle. La realidad es que Alcoa despedirá a 524 trabajadores de su fábrica. La realidad es que Ford recortará la plantilla en 350 empleados por la caída de la producción.
Son tres avisos, a cual peor, de la debacle social y económica que nos aguarda. Hay un naufragio a la vista y carecemos de un capitán sensato que nos lleve a buen puerto. Veremos si los salvavidas de la Unión Europea sirven de algo.
Hasta que conozcamos la contraprestación de la ayuda de Bruselas —el plan de reformas exigido a las administraciones españolas para antes del 15 octubre—, el Gobierno se defenderá con su manojo de mentiras y trampas, consciente de que continuar en el poder pasa por avivar el enfrentamiento social: de territorios contra territorios, de pobres contra ricos, de parados contra empleados, de jóvenes contra viejos. Todos contra todos.
Sin ese clima de crispación, sin la pobreza subsidiada que repartirán, esta partida de filibusteros estaría ya derrotada por las circunstancias. Pero como conocen el riesgo de perder el poder, serán capaces de cualquier cosa, incluso de pasar por encima de nuestro lindo cadáver.
La desescalada en la Comunitat Valenciana dará inicio el 1 de marzo