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LA MANO VISIBLE / OPINIÓN

Propósitos de capitalismo nuevo

Mi imperio romano es cómo el sistema capitalista evoluciona para aparentemente adaptarse a las necesidades de la sociedad.

27/12/2023 - 

Yo tengo la impresión de que la mayor parte de mis artículos han versado sobre las mismas cuestiones regadas con distintos improperios y chistes más o menos afortunados cada vez. En realidad, son cuatro ideas muy sencillas e intuitivas que no tiene mucho mérito explicar. Ésta, concretamente, vuelve sobre la imposibilidad del capitalismo para ejecutar proyectos beneficiosos para la sociedad directamente (cuestión distinta es si colateralmente podrían serlo). ¿Desacredita esta limitación al capitalismo como sistema? Pues yo creo que sí. Dicho lo cual, no quiero ocultar la posibilidad de aplicar fórmulas que palien, aunque no resuelvan, los problemas que se van sucediendo cada vez más aceleradamente. ¿Es uno de ellos la responsabilidad social corporativa? Yo diría que no. El llamado woke capitalism es una estrategia, que pese a todo el márketing progresista, es neoliberal en sus raíces, y que sustrae o expropia al Estado el papel que le es propio de diseñar y aplicar fórmulas más eficaces (por una cuestión de escalabilidad y poder coactivo) y *democráticas* para velar por el interés de todos. Adjetivad el capitalismo como mejor quede en la foto, pero en ningún caso va a ser socialmente responsable, independientemente de las buenas y sinceras intenciones que pueda haber tras las iniciativas, que de ellas está lleno el infierno.

¿Qué funcionaría entonces, Grinch? Pues no hay soluciones que contenten a la vez a los turbo-inversores y beneficien al mundo en general. Lo que hay que hacer es la Revol… esto… regular; no limitarnos a moralidad barata y de escaparate, que calma conciencias, voluntaria y que arroja resultados eventualmente anecdóticos. En cambio, acometamos reformas democráticas ambiciosas, transversales y obligatorias, y sujetemos públicamente a las empresas al cumplimiento de estas medidas. A dios lo que es de dios, y al césar lo que es del césar.

ESG son las siglas en inglés con las que nos referimos, en general, a las medidas que asume una sociedad en relación con el impacto que su actividad causa en el medio ambiente, la comunidad y en el gobierno corporativo. Se trata de una serie de obligaciones autoimpuestas (que pueden haberse positivizado de muchas formas jurídicamente) más o menos concretas consistentes en guiarse en su operativa según unos estándares de conducta superiores a los legalmente exigibles en determinados ámbitos escogidos libremente por el capital.

Foto: JUNTA DE ANDALUCÍA

Desde una perspectiva tan cínica como realista, estas buenas intenciones, que en absoluto se mantienen en secreto, persiguen dos fines: captación de financiación (externa e interna) y desmarcarse de otros operadores generando nichos de mercado en sectores con competencia (atraer a unos clientes y consumidores de los productos de que proveen al mercado, que se alineen con estos fines ESG).

Ahora bien, esta estrategia reputacional centrada en la reducción de externalidades negativas tiene un hándicap que a nadie se le escapa: los costes de operar bajo estas exigencias son evidentemente más elevados en comparación con el business as usual depredador, lo que hace que las cuentas anuales arrojen, en la medida en la que no sean capaces de compensarlo con consumidores responsables, resultados menos rentables para los inversores de lo que podrían obtener de otra forma menos ética.

Y aquí se ha señalado un problema por parte de la doctrina: los objetivos ESG y el máximo lucro posible pueden ser irreconciliables para la sociedad y habrá que decantarse por uno u otro. A mí, sin embargo, no me parece jurídicamente imposible armonizar la persecución de los intereses “responsables” dentro de una empresa. Los administradores tienen la obligación de comportarse diligente y lealmente para con la sociedad siguiendo el mandato tácito de obtener el mayor beneficio dentro del margen de discrecionalidad operativo con el que cuentan, que viene parcialmente recortado por las directrices ESG. Ahora bien, dada la normalmente poco concreta fórmula a través de la que se expresan los compromisos, éstos son difícilmente auditables (añadido a su naturaleza escasamente cuantificable a través del sacrosanto ábaco) y los directivos pueden escorar su actividad hacia el fin crematístico. Cuanto más fluidas, etéreas y de brocha gorda sean las directrices ESG, mayor será el incentivo de los directivos y administradores de desviarse del comportamiento de beneficencia corporativa y centrarse en el principal, expreso o tácito al tratarse de empresas capitalistas: obtener muchos beneficios. Esta inclinación de partida, totalmente legítima porque juega según las reglas del mercado, viene enérgicamente reforzada en la medida en la que las compensaciones de quien maneja la sociedad se diseñan en función de los beneficios obtenidos por la empresa. Los incentivos para cumplir los compromisos ESG se debilitan a pasos gargantúicos en sociedades en las que el capital o terceros son incapaces de controlar la ejecución, y, consecuentemente, la tentación de desviarse es irresistible. Por eso, en este modelo, se requieren auditorías, tanto de diseño como de cumplimiento, que acarreen un riesgo creíble de responsabilidad por daños.

No obstante, aunque se resolviera el obstáculo anterior, el problema es el impacto económico derivado de internalizar daños más allá de lo que el propio Estado exige: los dividendos menguan. De hecho, ya hay estudios económicos que prueban estadísticamente que la existencia de competencia en los mercados tiene un impacto negativo en el cumplimiento de los compromisos ESG, en cualquier escenario, pero tanto más si los inversores son cortoplacistas.

Para resolver esta segunda cuestión se sugieren dos tipos de medidas: una con algo de sentido pero que desdibuja la naturaleza neoliberal de la estrategia, y una segunda por la que se ha, lamentablemente, optado. La primera es obvia: puede controlarse públicamente a través de política tributaria o fiscal o regulación imponiendo, por ejemplo, gravámenes a las más contaminantes o a las menos sostenibles para compensar las tendencias de los consumidores que prefieren precios reducidos y de los inversores que favorecen más beneficios. Pero, entonces, el problema no lo solventa el mercado; lo vuelve a arreglar el Estado. En cambio, la sugerencia empresarial, más audaz a la par que contraproducente, ha sido la de inaplicar (parcialmente) el Derecho de la competencia. A la vista de que uno de los requisitos esenciales para el buen funcionamiento del capitalismo choca de frente con los ESG se propone… reformar el libre mercado, quitando la parte de libre en lugar de la de mercado. Algo que, insisto, ya se ha hecho en materia de acuerdos colusorios y en concentraciones empresariales y ya critiqué en su momento.

Foto: EP

Pero parece que la adopción y el cumplimiento de los compromisos ESG no sólo flaquea cuando hay competencia, también lo hace cuando no la hay. Así, la doctrina también sostiene que las empresas son menos tendentes a responder a los fines ESG cuando se ostenta poder de mercado, como ha pasado con Amazon y Tesla, lo que, por lo demás, tiene todo el sentido del mundo. Entonces, dejadme recapitular: la adopción de ESG no funciona cuando hay competencia y tampoco funciona cuando no hay competencia y, sin embargo, nos empeñamos en forzarla dentro de nuestro esquema de mercado capitalista. No perder la esperanza es importante, claro que sí.

Desde una mera perspectiva de eficacia, la estrategia de dejar el bien público en manos del capital es altamente cuestionable. Introducir mecanismos de bienestar social dentro de la lógica capitalista tiene poco recorrido. El mercado no resuelve problemas sociales, satisface necesidades individuales. Pero, además, hay un tema de legitimidad. Igual soy un poco maniática, pero a mí no me gusta la idea de que haya una conciencia social de que hay un conflicto entre bienes públicos y capitalismo, que necesariamente tiene que resolverse y que, sin embargo, el Estado se mantenga pusilánime, pasivo, indiferente, dejando que el mercado mire a ver si le va bien embridarse a sí mismo. Y no sólo porque considero que democráticamente es cuestionable que para marcar políticas sociales se tenga uno que hacer (gran) accionista de una sociedad de capital, sino porque, aunque pragmáticamente pudiera renunciar a mis ideas, creo que, adicionalmente, no funciona porque es contrario a los mecanismos del mercado. Yo no quiero confiar el destino de todos a inversores activistas, accionistas con buena conciencia, capitalistas altruistas, magnánimos financiadores. Prefiero la legitimidad del pueblo, ciudadanos iguales decidiendo libremente qué queremos cambiar y cómo queremos hacerlo.

También pienso que deberíamos proclamar la III República.

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