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el callejero

Una yonki del vidrio

Foto: KIKE TABERNER
10/04/2022 - 

VALÈNCIA. Suena Sabina en un pequeño altavoz y las notas se precipitan contra las paredes de este taller lleno de tuberías de colores que se cruzan por todas partes como si fueran venas y arterias. Y canta el maestro sobre una relación que duró "lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks" mientras Sara Sorribes, que también ha tenido alguna de esas, moldea con un soplete un cilindro de vidrio que acabará transformando en un simpático jarrón. Este jarrón y unos cuantos más se los ha encargado Anecoop para entregar como obsequio en el acto del 25 aniversario de Bouquet, su marca de sandías sin pepitas. Porque Sara Sorribes, que tiene nombre de tenista, o al revés, es vidriera. Y una de las mejores de España.

La calle Pepita brilla esta mañana de forma especial después de tantos días oscuros. Los valencianos pasan con una llamativa sonrisa por esta calle singular, con la mítica discoteca de ambiente Deseo 54, un curioso concesionario llamado Cuñauto y una de esas fachadas conservadas como un esqueleto sin nada a sus espaldas. Al final se encuentra Vidrios Sorribes, una empresa fundada en 1920 que este lunes recibirá un premio de la Cámara de Comercio. La empresa se sostiene sobre las espaldas de Sara, la tercera generación de los Sorribes, que padece porque ninguno de sus dos hijos, de 19 y 18 años, está interesado en seguir soplando vidrio.

Sara es un volcán. Un volcán en constante erupción. Sara es una de esas personas hiperactivas, lenguaraces y vehementes. Energía a chorro. Y solo así se entiende que entre ella y una ayudante, Irene, puedan hacer frente a todos los encargos que llegan desde un lujoso centro comercial de Madrid a un hotel de cinco estrellas de Catar. Su vida es el vidrio y allí dentro, en ese taller de la calle de la Pepita -¿quién demonios fue la tal Pepita?-, pasa un día tras otro. De sol a sol. "Yo soy una yonki del vidrio. Y me da igual lo que me diga la gente, que hay veces que me piden que baje el ritmo porque creen que acabaré cayendo, pero me da igual. Yo caigo mala cuando no estoy aquí. Yo estoy segura de que en diciembre me puse mala porque me cogí dos días de vacaciones. Llevamos tal ritmo desde que nos levantamos, pero es que me gusta tanto lo que hago... Esto es un infierno, pero es un infierno que me encanta".

La clave está en la variedad. Sara jamás aceptaría un encargo, aunque fuera por cientos de miles de euros, que le tuviera un año entero haciendo lo mismo. A ella le engancha hacer un día unas luminarias, al otro unos jarrones y al otro un trofeo. Y anda ya emocionada porque en nada empiezan ya con la restauración de los Baños del Almirante.

Sara es la nieta de José Sorribes, un valenciano que vivía en la Finca Roja y que trabajaba el plástico. Hasta que en 1918 se extendió la Gripe Española y surgió la necesidad de meter las vacunas en ampollas, así que este hombre montó una fábrica en 1920 y contrató a más de 150 mujeres para que soplaran el vidrio. Y se forró, claro. "El error de mi abuelo fue quedarse parado viendo cómo ganaba dinero, y, mientras tanto, los alemanes ya estaban haciendo máquinas. Luego pusieron una en funcionamiento y mi abuelo quebró. Entonces entró mi padre y arregló la empresa. Mi padre, otro José Sorribes, falleció hace doce años. Él entró para modernizar la empresa. Se quedaron sin trabajadoras y entonces hicieron una casa taller aquí, en Visitación. Arriba vivían y abajo trabajaban. Y con dos sopletitos se pusieron a hacer aparatos de laboratorio para investigación, que es de donde se podía ganar dinero. Y así estuvieron varios años, hasta que cerraron aquel taller y, en 1982, se pasaron aquí, a la calle Pepita. Mi padre se metió en iluminación y empezó a hacer tubitos y plaquetas".

Era jefa con 20 años 

"Flaca, no me claves / tus puñales / por la espalda...", recita Calamaro de repente, en medio de un silencio de Sara Sorribes, que ha empezado el viaje a su infancia, a los años en la puerta del colegio Torrefiel harta de esperar a que llegara su padre, que, como ella, se pasaba el día metido en el taller. O cuando las recogía a ella y a su hermana por la tarde y les decía que tenía que ir un momento a entregar un podido y no llegaban a casa hasta las nueve de la noche. Y así, creciendo junto a un padre entregado a su trabajo, acabó odiando el oficio. Entonces Sara estudió Comercio Exterior y se fue a trabajar a Irlanda y a Italia, y con 18 o 19 años entró en El Corte Inglés, y en un par de años acabó convertida en la jefa de Librería. Una chica dándole órdenes a veteranos y veteranas de 60, 62, 65 años.

Gente que no aceptaba esa jerarquía. Y al acabar la jornada se iba a casa derrotada y, pese a que solo había trabajado seis horas, estaba hundida, y su padre, en cambio, que se había tirado el día entero en el taller, llegaba a la noche con una sonrisa dibujada en la cara. "¡No lo entendía!", exclama la Sara de 47 años recordando al padre que se fue hace doce, con solo 65 años de vida. Y rememora también que José Sorribes, al ver que su hija tenía tiempo libre por la tarde, la animaba a que fuera a ayudarle al taller, donde él le había enseñado el oficio de niña. Y así fue como un día, harta de las malas caras en el trabajo, dejó El Corte Inglés y volvió al vidrio, donde ella había crecido, donde llegaba por la tarde y veía la luz de los sopletes, donde ya soplaba con cinco años... Suena el teléfono de repente. 

La semana está siendo muy movida por el premio de la Cámara de Comercio. Sara quería que fuera su madre quien subiera a recogerlo, pero su madre, que tiene 84 años, está muy malita y no está para gaitas. Y cuenta entonces que a ella lo premios no le importan un pimiento. Que solo quería uno, el del Centro de Artesanía de la Comunitat Valenciana, y que, encima, cuando se lo dieron, su padre ya se había muerto. "Pero yo vine aquí y le dije: 'Papá, ya lo tienes'. Porque con ese premio estaban premiando a mi padre, a mi abuelo, a mi madre, a mi hermana...". Y eso hace que vuelva a sus obsesiones, a sus miedos, a que Julio y José, sus chavales, no quieren el taller y vayan a dejar que cierre. "No te puedes imaginar el susto que llevo encima de pensar que mis hijos igual no continúan con el taller. ¡Es que no quiero que cierre el taller! Y lo veo cerrado... Están como cuando yo era pequeña. No lo entienden. No les ha llegado".

Foto: KIKE TABERNER

Pero cómo les va a llegar si su madre es una mujer obsesiva que muchos días levanta la persiana al alba; una mujer que tiene un gestor al que le entrega la contabilidad cuadrada, que solo necesita que le diga que está perfecta, como el mes anterior, y el otro; una mujer a quien las amigas van a ver los viernes al taller porque saben que siempre está ahí, y como saben que no la van a sacar del vidrio, aparecen con unas tercios en una bolsa, y luego va uno y se acerca al bar de los chinos de la calle Pepita y vuelve con unas bravas y unos calamares, y así, al menos, pasan un rato de risas juntos mientras ella sigue dándole al soplete; una mujer que se pasó el confinamiento haciendo luminarias para un hotel; una mujer que primero es vidriera y luego madre. Una mujer que encuentra la felicidad de pie junto a un torno mientras suena 'Rey del Glam' de Alaska.

"Mi padre fue mi vida"

Aunque Sara se defiende. Ella reconoce que es así, pero añade un matiz. "Yo di a luz y a la semana estaba aquí con mi hijo en el carro. Y yo no he visto crecer a mis hijos, pero no me arrepiento. Tengo unos hijos que son increíbles. Yo estoy divorciada dos veces. No eran para mí. Pero a mis hijos nunca les ha faltado de nada. Mi madre, Carmen, se ocupaba de ellos y, cuando necesitaban algo, sabían que yo estaba aquí. Cuando me divorcié, mis hijos tenían ocho y nueve años, y estuve tres años sin trabajar por las tardes. Porque entonces me necesitaban. Mi hijo está becado en Irlanda, segundo de la Comunitat Valenciana en Informática. Ellos son felices así". Esta vidriera vocacional, al ver que los chicos huían del taller, intentó engancharlos con la zanahoria de un buen sueldo. Y ni aún así. 

"¡Pero si el mayor va a ganar mil euros, que es entrenador personal! Le da igual. No quieren tener la misma vida que yo, todo el día metida aquí". Así que Irene, además de ayudarla en el taller, la ayuda en la vida. Y cuando había una reunión del colegio, mandaba a Irene a escuchar para que luego le contara qué habían dicho, y si se iba a de viaje, le pedía que estuviera pendiente de los chicos. "Ella es mi prolongación, pero no sopla vidrio, y nadie más quiere trabajar aquí". Aquí es en una de las tres mejores empresas de España dedicadas al vidrio, un negocio con una gran reputación en todo el país.

Suena ahora una extraña versión de 'Eres tú', el clásico de Mocedades. Puede que sea de Morat. Sara ha empezado a hacer un jarrón para que veamos cómo trabaja. Antes se remueve el pelo, una melena rubia y rizada que recuerda vagamente a Valderrama, aquel futbolista ochentero que se hizo muy popular porque Michel le provocó tocándole los genitales en mitad de un partido. Luego se quita sus estrambóticas gafas amarillas y se pone unas de vista de su padre a las que les ha añadido un aplique, un filtro, que le protege de la llama del soplete. Alguna vez ha tenido algún pequeño accidente. "Me he quemado muchas veces, pero me he cortado más que me he quemado. Si te enfadas con el vidrio, el vidrio te lo devuelve...". 

Y, de repente, se le suelta un extremo y Sara se grita a ella misma: "¡No se puede acelerar el proceso, Sorribes!". A sus pies, al lado de sus botas Converse de color verde militar, le persigue 'Peti' -"de Petit-Suisse", nos aclara-, una perrita de ocho años que adoptó en diciembre. Peti es también su timbre y cuando alguien llama desde fuera y ellas no lo oyen porque están con el torno, la perra se acerca ladrando y les avisa de que hay alguien esperando.

El taller está lleno de cajas, de cristales, de herramientas viejas, como el martillo del abuelo que aún conserva, pero sobre todo está lleno del recuerdo de su padre. "Mi padre fue mi vida", advierte. Sara recuerda que cada vez que nacía un sobrino o el hijo de un amigo, él hacía una cigüeña de vidrio y la regalaba, y que ella, por sentimiento y por respeto, tardó mucho en atreverse con una. Aún le queda un reto mayor, y por eso, cuando está trabajando, se coloca al lado el torito de vidrio soplado que hizo su progenitor. Y cuenta que aún no, pero que algún día se lanzará a hacer uno igual.

Sara Sorribes, que también da clases en la universidad, es feliz con el vidrio, una materia prima que llega siempre, en barras o en cilindros, desde Schott, una multinacional alemana con 16.500 empleados, el único fabricante en el mundo, dice ella, de borosilicato, un vidrio sin tóxicos. Ahora se ha sentado a hacer un caracol y 'Peti' se cuela en el hueco que ella deja adrede entre su espalda y el respaldo de la butaca. Y si Sara fuera un marsupial, la perrita no dudaría en meterse dentro de la bolsa todo el día. Se nota que es adoptada y que ha debido tener un pasado infeliz. Pero ahora tiene a Sara todo el día en el taller.

A los 47 años, después de dos relaciones frustradas, ha encontrado al hombre perfecto. Su última pareja es un taxista que pasa fuera de casa casi tanto tiempo con ella. En este momento su única preocupación es que se ha quedado sin oxígeno, pero un rato después se escuchan los ladridos de 'Peti'. Suena el 'Salta' de Tequila y en la puerta del taller espera un repartidor con dos enormes bombonas. Y Sara casi que le recibe dando saltos. Ya puede seguir con los encargos. Algunos han empezado a templarse ya en el horno estanco que hay en medio del taller. Porque la vida sigue, pero el taller, como Sara Sorribes, nunca para.

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