“El arte es largo y el tiempo es corto”
Charles Beaudelaire, Les fleurs du mal
VALÈNCIA. Madrid siempre tiene una visita pendiente. A lugares que estarías toda una vida recorriendo y no sería suficiente-efectivamente, me refiero al Museo del Prado- y a las fabulosas exposiciones temporales que se suceden sin solución de continuidad en sus grandes museos. Apenas día y medio en Madrid da para mucho y para poco a la vez, y uno siempre toma el camino del Este diciéndose “hasta la próxima”. Al menos para mí, se han acabado los días en que el caótico tráfico y las distancias difícilmente manejables para un valenciano, no permitían hacer ni la mitad de lo programado, porque parece que aquí también se han tomado en serio el asunto de la movilidad, y las bicicletas en este caso eléctricas, porque no es una ciudad plana precisamente, toman las calles.
Fue este martes cuando recién llegado me di un paseo matinal por el Barrio de las Letras y el Rastro. Ese Madrid castizo (déjenme emplear el tópico, porque no se me ocurre otra palabra) al que le cuesta lo suyo despertarse, quizás porque se acostó bien entrada la noche, contrastando sus apacibles primeras horas del día con las vías que rodean la ciudad atestadas de un tráfico tensionado al máximo. Se respira por tanto cierto olor a pueblo en un lugar cuyo pintoresquismo nunca debió irse, y que, afortunadamente, parece regresar poco a poco-algunos lo llaman gentrificación- después de unos años en los que, coincidiendo los tiempos duros de crisis, se cerraron numerosos negocios para abrirse otros dedicados a la compraventa al por mayor de mercancía de origen oriental, adueñándose extrañamente de un barrio que, por naturaleza, les era ajeno. Parece que las cosas vuelven a su sitio.
Yendo a lo mío, y dándome una vuelta por los anticuarios “de toda la vida” pude comprobar que la pintura antigua y la cerámica valenciana se defienden más, incluso, que en nuestra propia ciudad tal como pude comprobar al tantear un trío de piezas representativas: una pequeña tabla de José Navarro (Valencia 1867-1923), un plato de cerámica de Ribesalves (Castellón) y otro de reflejo metálico del siglo XVII. La cerámica valenciana siempre ha sido apreciada en Madrid, junto con la más autóctona de Talavera. Mi guía me descubrió la peculiar fachada de una tienda de antigüedades alicatada de arriba abajo con azulejos de figura valencianos del siglo XIX.
A las tres tenía una cita con el Museo del Prado y como siempre me sucede con este lugar sagrado, el Walhalla del arte supremo, las mariposas hacen acto de presencia en el estómago. A otros les sucede lo mismo cuando van a ver un partido de su equipo, qué le vamos a hacer. La excusa en este caso era la espectacular exposición de una selección de fondos de la Hispanic Society, esa enorme colección de arte español (e iberoamericano) de todas las épocas, que fue atesorando Archer Milton Huntington, amante de todo lo que tuviera que ver con España desde la niñez. Inmensas adquisiciones a lo largo de toda su vida aprovechándose, y bien que hizo, de dos circunstancias: de su gran fortuna y de la inexistencia de una legislación que protegiera el patrimonio histórico español, circunstancia que permitió que saliera de nuestro país arte sublime.
Repasar una por una las maravillas que alberga la muestra es una tarea imposible así que me centraré en las piezas que tienen que ver con Valencia de una forma u otra. Para empezar, es impresionante la muestra de platos, braseros y albarelos de Manises de los siglos XV y XVI hispanomoriscos. Todas y cada una de las piezas excepcionales por su envergadura, decoración y maravilloso estado de conservación.
El sorollismo nos estalla en la cara de la forma más espectacular en Idilio en el mar, una magistral lección de técnica pictórica en la que sin puntos físicos de referencia espacial el artista mezcla el agua y los cuerpos y reflejos de luz mediterránea. El Prado posee en su colección otro lienzo muy parecido Niños en la playa y que también se pintó entre 1909 y 1910. Verlos juntos hubiese sido un interesante juego.
En una exposición en la que el nivel de lo expuesto se mueve entre lo sensacional y lo extraordinario, lógico es que cada uno tenga su dos o tres que se lleva en el recuerdo. Desde el fabuloso Retrato de una niña de Velázquez, hasta la talla ecuestre hispanoflamenca de San Martín, la Santa Emerenciana de Zurbarán o la Duquesa de Alba de Goya. No obstante, hay hitos más personales en que hay algo que por alguna razón provoca que nos sumerjamos en la contemplación, quizás ayuda si ese estado es compartido. Un cuadro, quizás no lo mejor de la muestra, de Santiago Rusiñol Ermita de Sagunto pero que si tuviera colgado en las paredes de mi casa, reclamaría mi atención en numerosas ocasiones. Hay que recordar que Rusiñol estuvo temporadas en nuestra tierra y pintó espacios tan valencianos como los Jardines de Monforte, la plaza del mercado y en localidades como Soneja, Sagunto o Játiva. Otro cuadro de evidente tema valenciano es un espectacular lienzo del catalán Hermenegildo Anglada-Camarasa Falleras de Burriana pintado entre 1910 y 1911 donde hablar de explosión de color es un eufemismo.
Sin bajar un grado de lo excepcional está la sala dedicada a los libros miniados, ejecutorias, portulanos y mapas, una pequeña muestra de la impresionante biblioteca, para muchos, quizás la mejor en esta clase de libros españoles tras la Biblioteca Nacional.
No podía irme del museo sin contemplar algunas de las piezas maestras de la pinacoteca y descubrir una obra, Magdalena ante el sepulcro de Cristo, tenida como una copia de Sebastiano del Piombo. Tras una excelente restauración, se decidió realizar análisis de pigmentos y estudio de infrarrojos, para atribuirse a la mano del valenciano Francisco Ribalta (1565-1628), pasando a ocupar su sitio de honor en una importante sala del museo. Hacerse un hueco en las paredes de El Prado no es fácil.
Estando en Madrid, había que ir. La galería madrileña Abalarte subastaba esa misma tarde el lote de su vida: un precioso Velázquez, Retrato de niña o joven Inmaculada, aparecido recientemente y sobre el que la crítica más especializada no tiene ninguna duda de atribución; de hecho el Ministerio de Cultura parece que tampoco puesto que declaró la pieza inexportable. Cuando llegó el lote 41, supimos que había un postor que había dejado su puja por escrito, pero nadie se atrevió a superarla y el silencio se pudo cortar por unos instantes en la sala. Una alegría a medias puesto que, aunque el cuadro fue adjudicado, no aconteció la deseada guerra de pujas (el precio total habida cuenta la comisión de la subasta e impuestos asciende a algo más de nueve millones y medio de euros). Los compradores extranjeros, que habrían hecho subir el precio considerablemente, no hicieron acto de presencia puesto que la obra no podrá salir de España. Lo extraño es que el estado, una vez declarada la prohibición de salida y el excepcional interés del cuadro, no se interesara por adquirir la obra y ejerciera el derecho de tanteo. Un día memorable, había que celebrarlo, pero eso aquí no toca