Las redes sociales constituyen una de las innovaciones más relevantes aportadas por la digitalización. Disponer de hasta 2.700 millones de personas conectadas parece una fantasía de visionarios, pero es el número de usuarios que algunos asignan a Facebook. Un imperio total, si se tiene en cuenta que el mismo grupo empresarial controla Instagram y Whatsapp: en conjunto, alrededor de las tres cuartas partes de los usuarios de las redes sociales y de la mitad de la especie humana.
¿Qué le ha ocurrido a esta mole corporativa para que ahora se encuentre en boca de mucha gente? En apariencia, un fallo humano que supuso la caída general de sus redes a escala planetaria. Un error considerable por el alcance de sus efectos sobre los usuarios mayoritariamente lúdicos y sobre aquellos que hacen uso de las redes como vehículo profesional. Una situación apenas creíble cuando el gozne de la avería gira en torno al corazón del sistema y provoca su parada. ¿Dónde se encontraban las supervisiones y controles y dónde deja a los afectados cuyo medio de vida cabalga sobre las redes? ¿Sale a cuenta carecer de algún tipo de garantía o seguro cuando nuestros datos son el primer tipo de pago que cobra el señor Mark Zuckerberg?
El primero y no el último. Porque magnitudes como las anteriores se han traducido en cuotas de poder empresarial que se pueden considerar monopolistas. No hay competencia significativa en el mercado de las redes sociales. Las especiales características de sus servicios, -con lo que los economistas denominan costes marginales decreciente-, concede clara ventaja a la empresa que avanza más rápido; una empresa que, además, gracias al progresivo fortalecimiento de su capacidad financiera, adquiere empresas que aportan innovaciones a la corporación madre, o la transforma en una suerte de aspiradora capaz de cerrar el paso a cualquier firma alternativa.
Las anteriores consecuencias se producen cuando se da por supuesto que la economía de mercado se opone a los monopolios, como esterilizadores que son de la competencia y, a falta de ésta, perjudiciales para el bienestar del consumidor y la renovación de las innovaciones, entre otras consecuencias negativas. Sin embargo, existe cierta inhibición cuando se plantea algún tipo de regulación de estas empresas y, en general, de los grandes imperios tecnológicos al que no resulta ajeno su tamaño e influencia. No sorprende, por ello, que sea la Unión Europea la que haya asumido cierto papel de Pepito Grillo, en contraste con EEUU, más obsesionado con la influencia china. Un rol europeo al que quizás no resulte ajeno la ausencia de aquellas gigantescas empresas entre las de raíz europea.
En todo caso, observar las redes sociales fundadas por Zuckerberg sólo desde una perspectiva económica, apenas roza sus características y efectos. Poco a poco se conocen nuevas luces y sombras, como su preferencia por el dinero frente al mantenimiento de la privacidad y la perversa manipulación ejercida sobre los algoritmos de la empresa para maximizar los contactos e intercambios entre usuarios. De esta última ha dado recientemente noticia Frances Haugen, en el Senado de Estados Unidos. La antigua empleada de la empresa ha mencionado la toxicidad y la desinformación como ingredientes de la fórmula de éxito de la corporación donde trabajaba. En definitiva, de lo que se trata es de crear ruido, confrontación, soportar comunidades altamente sensibles a la exaltación y a la respuesta, pronta, airada y descalificatoria; fenotipos humanos que trabajan al tiempo que lo hacen los programas informáticos con los que amplifican el discurrir de tales mensajes.
No resulta casualidad que, la semana pasada, la revista Time llevara en portada un interrogante de enorme severidad: ¿Borrar Facebook? O, dicho de un modo más explícito: ¿cuáles son las ventajas y perjuicios económicos de las redes sociales y cuál el impacto subjetivo de su ausencia como complemento anímico-funcional? Las primeras responden a criterios de empresa y abarcan la amplia diáspora de negocios que han nacido bajo la sombra de las redes para servirse de las mismas en una doble dirección: como soporte total o parcial del negocio o como redes de comunicación, interna y con comunidades externas seleccionadas.
Siendo muy complejo este mapa económico, más lo es aún el mapa de las interacciones que los usuarios personales, -por denominarlos de alguna forma-, trazan con sus miles de millones de comunicaciones diarias. Sabemos, en particular, que una parte de este tráfico se encuentra colonizado por un tipo de actualizada barbarie que mantiene su sustancia primitiva aunque ahora se asome a una o varias pantallas. Son el combustible a que se refería Haugen en su deposición ante el Senado. El mismo que prende la provocación en algunos reality shows y que se encuentra, sobre todo, en las web negacionistas, xenófobas, machistas o directamente antidemocráticas. Un segmento de las redes sociales al que los algoritmos parecen favorecer, escogiéndolas como objetivo a promocionar.
Al mismo tiempo, conviene recordar que, guste más o menos, se ha establecido una nueva forma de conversar en los países dotados de reses sociales. Lo que antes circulaba en papel o mediante telefonía fija, ha pasado a una dimensión muy superior en tamaño y funcionalidades. Más allá de odios y barbaries, existe una amplísima mayoría ciudadana que dialoga entre sí apoyándose en sus móviles, tabletas y ordenadores. Relaciones familiares, de amistad y nuevo conocimiento que han ampliado el perímetro de los contactos personales, su organización y el intercambio de información sobre novedades, avisos, opiniones y piezas de saber o de ocio. Añádase a ello la seguridad que sienten algunas personas cuando saben que podrán dialogar con otras cuando lo necesiten. O el combate contra el aburrimiento que proporcionan algunas conversaciones, aun cuando su valor no supere el vencimiento de un estado de desgana o apatía intrascendente.
Un conjunto de usos que también muestran su propia tarjeta de precaución. Lo ha expresado con claridad el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, quien contempla el teléfono móvil como un ejemplo de subyugación. Como un artículo que, nacido para facilitar el trabajo, ha penetrado en las vidas individuales y ha “secuestrado”, imperceptiblemente, otras modalidades de relación social, haciéndolas suyas. Lo que transmite es que, como en otras ocasiones, aunque ahora a un ritmo vertiginoso, nos situamos en una de esas etapas en las que resulta imprescindible humanizar las derivas de las nuevas tecnologías. El combate contra los monopolios dispone de su propio campo de juego; pero el más difícil de establecer es el de unos usos que limiten por un lado con el alzado de la ética y, de otro, con el de la libre expresión. Discusión no falta y tiempo no sobra.