VALÈNCIA. Jack siempre tiene ganas de jugar. Este Border collie, un ágil pastor sin ovejas, no para de corretear por el jardín y parece que no hay nada que le haga más feliz que salir disparado detrás de una pelota lanzada por cualquiera. Su amo, Carlos Martínez, dice que el perro está obsesionado con este juego pero luego cede a su insistencia y acaba tirándole la bola bien lejos. Carlos adora los animales y además de Jack tiene tres serpientes con nombres de personajes de series -Ragnar ('Vikingos'), Tony y Carmela ('Los Soprano')-, una pecera llena de peces de colores del tamaño de pipas de girasol y unas cuantas tortugas en el jardín de su hermana.
Los hermanos, tres, viven en tres terrenos contiguos. Frente a ellos, sus padres, sus tíos, sus primos... Eso tiene una explicación: "Todo esto eran los viñedos de mi abuelo". Viven en La Cañada, que en su infancia no era este lugar residencial para gente de València con ganas de levantarse cada día escuchando los pajaritos sino un lugar salvaje donde vivían unos pocos todo el año y donde, lustro a lustro, fueron llegando los de la capital para pasar el fin de semana o parte del verano. "Cuando llegaba el otoño aquí no había luz en las calles ni alcantarillado porque quedábamos muy pocos". Así que Carlos se iba al campo y mataba el tiempo buscando bichos entre los matorrales y debajo de las piedras.
Antes, los primeros cinco años de su vida, los pasó en Cantabria, donde su padre trabajaba como profesor en la facultad de Ciencias Exactas. El primogénito se divertía cogiendo babosas en los prados y se empeñaba en ir cada día a ver el burro que había enfrente del colegio. Pero luego volvieron a València y el cabeza de familia le puso al chalet 'Noray' (el nombre de un amarre para fijar la embarcación). "Aquello simbolizaba que ya no pensaba movernos de La Cañada", recuerda Carlos Martínez, que hoy tiene "treinta y trece años" y dirige con su socio C&W, una empresa de marketing y comunicación.
Ya en La Cañada, con siete años, cogía la bicicleta y se iba en busca de mariposas y saltamontes. No había mejores tardes que aquellas en las que se perdía por el monte con su perro Coco. Con 12 o 13 ya comenzó a frecuentar las dos zonas húmedas del municipio. "Ese fue un verano agotador. Teníamos una acumulación de agua, el Clot, que comenzaron a llenarla con restos de arena y escombros. Así que me dediqué a rescatar ranas, peces y culebras, y me los llevaba para liberarlos en la Presa (el paso del Turia entre La Cañada y Ribarroja)". Esos fueron los meses en los que empezó a familiarizarse con los reptiles, que acabarían siendo su especialidad. Y en aquella época, además, su actual socio le regaló su primera serpiente: Clotilde.
Los vecinos de La Cañada se fueron enterando de la afición de Carlos por los animales y, de repente, empezaron a aparecer por encima de la cerca un gatito, un pato, un conejo con una pata rota... "Todo lo que no querían o no sabían cómo curar, nos lo dejaban a nosotros", explica la madre de Carlos, que ha llegado de repente y se ha sentado en el sofá a escuchar la conversación. "Al final me obligaron a preparar el cuarto de los horrores", advierte él mientras su madre asiente. Porque a partir de ese momento comenzó a repartir su tiempo libre entre el fútbol sala y un par de horas diarias dedicadas a los animales. "Fue entonces cuando supe que quería estudiar Biología".
No solo fue el contacto con los bichos e ir descubriendo sus peculiaridades. Hubo también un hallazgo providencial: la literatura de Gerald Durrell y la Trilogía de Corfú que arranca con la fantástica 'Mi familia y otros animales', el libro que, acertadamente, le regaló su padre. "Son los libros que a mí me hubiera gustado escribir", reconoce Carlos, que conserva un antiguo ejemplar en casa. Porque su hogar, además de su lugar de residencia, es una especie de museo de sus aficiones: 'Star Wars', las cartas del 'Magic', carcasas de los caramelos Pez, cómics...
Tras estudiar la carrera empezó a trabajar para un mayorista de animales y en el Museo Príncipe Felipe.
Y en 1997, con solo veinte años, un vecino le llamó porque había aparecido una serpiente en su casa. Carlos cogió su Ford Orion y aceleró hacia allí. "Cuando llegué, el policía, probablemente por desconocimiento, la había sacrificado. Le informé de que es ilegal, que es un animal inofensivo y le dejé mi número de teléfono por si volvía a tener una emergencia de este tipo". A partir de ahí se inició una colaboración con el ayuntamiento de Paterna y otros municipios que dura ya 23 años. "Aunque ahora, con esto de las redes sociales, cada vez me llama menos la Policía y, a cambio, más la gente directamente a mí".
Su madre me mira de repente y me suelta: "Si cobrara por cada vez que ha intervenido, ya sería rico". Pero él se pone serio y asegura que nunca ha querido hacer esto por dinero. "Mi única pretensión es que el animal acabe sano y salvo". Como aquella serpiente de 2,12 metros que rescató en una calle de Paterna después de que se hubiera colado dentro de un cono de seguridad vial.
Ese día estaba cenando apaciblemente con su mujer. Salió del restaurante y se dirigió rápidamente hacia el lugar del aviso esperando encontrarse con una culebra de tamaño medio, pero topó con un reptil tan largo como Pau Gasol. "Me costó más de dos horas reducirla. Luego la metí en una bañera y la enfríe con agua. Llevaba un bulto que debía ser de un gato pequeño. El caso es que mi mujer se tiró tres horas sola en un restaurante. Años después nos separamos, claro. Esto ha sido motivo también de muchas ausencias en mis trabajos, hasta que me he convertido en mi propio jefe".
Al principio cogía los animales que había rescatado y los llevaba al Centro de Recuperación de Fauna del Saler. "Pero me di cuenta de que era un error. Diezmaba las poblaciones de mi municipio para llevar animales a un centro que está en otro municipio al lado de una carretera. Ahora los suelto en lugares adecuados del mismo municipio".
Tanta actividad la valió el apodo de 'Charly el cazaserpientes'. Pero, en realidad, Carlos no es un cazador sino un salvador de la fauna autóctona. Y se esfuerza en dejar claro que le interesa y se compromete por el ecologismo que no hace ruido, el que no llama la atención de los medios. Como que haya en medio de La Cañada vertederos ilegales, zonas verdes llenas de escombros o proyectos de construcción que amenazan a los animales de la 'terreta'. Porque Carlos, como algunos de su generación, es 'hijo' de Gerald Durrell, Jacques Cousteau y Félix Rodríguez de la Fuente. Tres personas que, cada una a su manera, supieron inculcar a la gente el amor y el respeto por la naturaleza. Y le molesta que desde que La Cañada se conectó al alcantarillado de València, la cucaracha rubia o americana colonizó a la negra, "que no volaba y era mucho menos invasiva".
Lo dice alguien que ha tenido criaderos de cucarachas -sería la pesadilla perfecta muchos- para alimentar a sus animales. "Tienen mucha grasa y proteínas", se defiende. Porque ha tenido muchos bichos, como aquella época en la que se enamoró de los dragones barbudos australianos. Y los cría con mimo. Por eso aprovecha cuando sus dos hijas están con su madre para alimentar a sus serpientes con ratas vivas. En otro momento le dio por las tortugas y llegó a tener 460. O cuando necesitó criar langostas como alimento y crió más de cinco mil.
A sus dos hijas también les gustan los animales. Pero de diferente manera. La mayor, Carla, de 10 años, ha heredado su fascinación por los reptiles y los bichos. La pequeña, Marta, de 8, es más de perros y gatos. Por eso Carla le pidió a su padre en un cumpleaños que su regalo fuera mandarla un día a trabajar en la tienda de animales en la que Carlos estuvo con veinte años.
Su vida iba como él quería. Hasta que todo ardió. Literalmente. Un fallo eléctrico en una lámpara acabó con su casa en llamas. En unos pocos años perdió a su mujer y su hogar. Y por eso se compara con Sísifo, el personaje de la mitología griega que cada día subía una piedra por una montaña que, antes de llegar a la cima, caía rodando por la ladera. "Fue un renacimiento forzoso. Porque, en realidad, se quemaron las cosas, como camisas, zapatos o relojes, que me recordaban a Laura (su exmujer). Y aquello, a la larga, terminó siendo sano. De paso aprendí a vivir con mucho menos. Antes tenía un zapatero gigante y ahora tengo diez pares. El armario lleno de camisas ha sido sustituido por otro con solo diez", explica vestido con una camisa de cuadros con las mangas enrrolladas, unos Levi's etiqueta roja y unas bambas blancas de Adidas. Y muestra un reloj para decir que, ahora, el nuevo Carlos solo tiene uno. Y que, a cambio, ahora viaja y se va a Extremadura a ver las rapaces y los ciervos del Parque de Monfragüe. O pasea por el Valle del Jerte. Y que encontrar un lución -una especie de lagarto sin patas- ya compensó el viaje.
Hace unos años acudió a un acto en L'Eliana. En un lado de la sala estaban "los de la camisa blanca". Saludó y constató que era los políticos. Cuando llegó al alcalde, Salva Torrent, estrecharon sus manos y se quedaron mirando pensativos. Hasta que Carlos cayó y le dijo: "Ya sé de qué nos conocemos. Hace quince años saqué una serpiente del armario de las toallas en tu casa". Y entonces explica que el reptil se coló en la jaula con pájaros que tenía el vecino y que, después de comerse un par, había buscado un sitio donde reposar. Eso lo hace ya en el cuarto que ha convertido en el museo de su vida. Donde entras y te saluda R2D2. Donde los Transformers conviven con Laudrup y Michael Jordan, dos de sus ídolos. Donde están sus viejos trofeos del fútbol sala -ahora lo ha cambiado por el pádel- y al lado un par de cuadros con insectos pinchados. Y en una esquina, enmarcada, una camiseta roja del Liverpool, de Fernando Morientes -Carlos Martínez llegó a reunir las de todos los equipos del delantero y conseguir su rúbrica- en la que se puede leer en tinta negra: "Espero que esta no se te queme".