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el callejero

Carlos no es vasco ni se llama Pepe

Foto: KIKE TABERNER
6/06/2021 - 

VALÈNCIA. La Taberna Vasca Che es un clásico de la ciudad. Por allí se han hinchado a empanadillas caseras y sidra varias generaciones de valencianos. Durante muchos años el alma de esta tasca fue Pepe Ibáñez, un hombre de gran carisma y carácter volcánico que, cuando conseguía estar relajado, se convertía en un agradable conversador que lo mismo podía dialogar sobre pelota vasca, fútbol femenino que sobre caballos. Pepe, que murió el año pasado de leucemia, no era vasco. Y su hijo Carlos, que ya nació en València, menos aún. Pero tanto al padre como al hijo les divertía dejar que la gente pensara que sí.

El negocio lo abrió Aquilino Sáez de la Maza en 1933. Sus sobrinas, de hecho, siguen siendo las propietarias del inmueble situado a principios de la avenida Reino de Valencia, una de las fronteras del barrio de Ruzafa. Fue concebido como una taberna donde se servían manitas de cerdo, cocido, tapas vascas... "Y el che no es valenciano, es el Che argentino. Porque el señor Aquilino hizo las Américas a principios del siglo pasado y al volver montó la taberna por el Che Guevara", puntualiza Carlos, que escupe las palabras como una metralleta por miedo a que, si se ralentiza, pueda atropellarle el recuerdo todavía fresco y doloroso de su padre.

Carlos Ibáñez Cuenca es el propietario del negocio desde hace años, aunque todavía hay gente que entra y pregunta por Pepe, que fue el alma de la Taberna Vasca Che durante décadas. "Mi padre era Pepe Ibáñez y mi madre es María Ángeles Cuenca Soria, que yo siempre le digo que podría haber sido Londres Nueva York y no Cuenca Soria", bromea. Porque en cuanto Carlos cruza la puerta y salva el escalón que hay a la entrada, se convierte en algo así como en un camarero-monologuista que divierte a los clientes mientras toma nota de lo que quieren. "La mayoría de los chistes son heredados de mi padre", explica casi como excusándose con un timbre de voz que parece sacado de un kazoo.

No es fácil gobernar en el reino de alguien con tanto carisma como Pepe Ibáñez, el hombre que, en 1980, decidió dejar el bar Teruel que regentaba junto a sus hermanos en el Puerto de Sagunto para montar una cafetería en València. En la ciudad llegó a apalabrar un local al lado de la Salud. Pepe estaba en aquella época en la federación de fútbol y un día un directivo le comentó que en la calle José Antonio, justo enfrente del cine Tyris -cerró en 2002-, se traspasaba una taberna vasca. "Mi padre vino, la vio y le encantó. Se la quedó y se enamoró de sus encantos. No cambió ni un azulejo".

Más allá de la cocina, de sus tapas tradicionales, de sus platos de cuchara, o del gracejo de sus camareros, la Taberna Vasca Che también es conocida por su decoración, que conserva el aspecto de la primera mitad del siglo pasado. Pepe entró, vio aquello y decidió que se quedaba todo como estaba. Su mujer, María Ángeles, se metió en la cocina y en quince días aprendió a elaborar todas las tapas, pero, además, añadió los platos de caliente que ya hacía en el bar Teruel.

Pepe Ibáñez estuvo desde 1980 hasta 2020. Cuarenta años en la taberna. Aunque cuatro años antes se jubiló y cedió el timón al mediano de sus tres hijos, quien se mantuvo fiel a la imagen del bar y apenas introdujo algún cambio. "El local está como estaba de origen, salvo el comedor. Al principio era todo diáfano y en los 50 hicieron como un reservado para los jugadores del Valencia CF. Las oficinas del club estaban aquí al lado y venían a comer cada día. Todo sigue igual: las mesas, los sombrereros, que no son percheros, parabanes de madera... Todo es de origen y tiene casi noventa años. Mi padre solo cambió el suelo, el gas y el sistema eléctrico. Y la cocina, claro, que cuando entró todavía era de carbón".

Los jugadores vascos del Valencia CF se hicieron fuertes en las mesas de la taberna, iniciando una tradición que luego siguieron futbolistas como Ochotorena, Fernando Giner, Voro o Camarasa, quien nada más poner un pie dentro ya está pidiendo un par de empanadillas. "Y Españeta también venía muchísimo, aunque para nosotros siempre fue Bernardito".

Carlos Ibáñez es del 76 y sus primeros recuerdos del bar son con cuatro o cinco años, cuando su padre le sentaba en una de las mesas y le ponía a hacer los deberes. "Con el genio que tenía, a la mínima me cantaba las cuarenta, aunque luego se giraba y se sonreía. También teníamos un interfono que se comunicaba con nuestra casa, que estaba en el primer piso. Un interfono que mi hermana pequeña usaba para llamar y decir:  '¡Papá, que no me dejan estudiar!'. Y mi padre subía e imagínate... Esos son mis primeros recuerdos".

El matrimonio tuvo tres hijos: José María, que es el mayor, Carlos y Belén, la pequeña. Los tres han trabajado en la taberna y cuando operaron a su padre de peritonitis se hicieron cargo del negocio durante varios meses.

La larga sombra de su padre

Ninguno de los tres tenía pensado seguir en la vieja barra de la avenida. Hasta que Carlos se decidió a continuar con el legado de su padre. Una elección que celebró la familia al completo. El destino vino influenciado por un buen cliente de la taberna, como recuerda el dueño actual sentado en un rincón junto a la barra. "Yo estudié Bachiller en el instituto San Vicente Ferrer y repetí segundo, repetí tercero y cuando iba a 'tripitir', en 1994, mi padre me sentó en esta misma mesa con un cliente amigo suyo, don José Luis Cervera, que también falleció el año pasado. Mi padre le pidió que hablara conmigo porque estaba muy perdido. Y me dijo: "Carlos, no seas tonto, tú tienes que seguir con esto. ¿Pero qué Imagen y Sonido ni qué leches? Tú tienes que hacer Hostelería. Mañana te llevo a Castellón, que es la mejor escuela de la zona y preguntas". Al llegar me preguntaron qué rama quería elegir y cogí administración. Hice las prácticas en el hotel Astoria, luego, unas Navidades, me contrataron. Estuve en recepción cuatro años y medio. Tenía idiomas, don de gentes y soy muy responsable. Entré de jefe de turno de noche. Al año pasé de jefe de turno de día. Pero el último año coincidió que en la taberna se jubiló Pepe Guerrero, que era el camarero que llevaba allí toda la vida, era una pasada de camarero, y mi padre probó a muchos y no le cuadraba ninguno. Yo tenía 26 años y me pedí un año de excedencia en el hotel, aunque mi intención ya era no volver: me gustaba el bar y quería estar con mi padre. El director me deseó lo mejor. Luego fui a decírselo a mi padre y se le hinchó el pecho. Desde entonces, 2004, que estoy aquí".

La llegada, en cuanto se pasó la celebración familiar, no fue sencilla. Durante años cargó con la cruz de no poder ser Carlos Ibáñez sino el hijo de Pepe. Es más, mucha gente le llamaba y le sigue llamando Pepe y él, igual que hace con los que creen que es vasco, contesta como si nada. Pero vio que tenía que hacerse su sitio. "Es una taberna muy antigua y mi padre llevaba muchos años y conocía a todos los clientes. Todo era don Luis, don Fernando, don algo... Y yo venía del Astoria y tenía esa escuela del señorío, pero me daba un poco de reparo porque todo el que entraba buscaba a mi padre. Me sentía un poco marginado. Igual que ahora entran y van a preguntar a Pepito, que es el camarero más mayor. Pero poco a poco, con mi carácter y mis ganas de trabajar, me fui ganando a todo el mundo y empezó a venir gente más joven. Aquí hemos tenido en la misma mesa al abuelo, el hijo, el nieto y el bisnieto. Ahora que ya llevo casi veinte años veo que vienen los más jóvenes con sus parejas, algunos ya con sus hijos, y eso me gusta mucho".

No se libra de la sombra de su padre. Cuando va al Mercado de Ruzafa a comprar cada mañana subido en su vieja Vespino negra todavía se cruza con gente que le para en el semáforo para hablarle de él. Y durante la entrevista no concede ni un silencio para que, en ese tiempo, no se cuele la pena. La única vez que lo hace acaba llorando. "Mi padre tenía mucho carácter, pero era todo corazón. (...) Es que es muy duro...", acierta a decir antes de levantarse como un resorte para irse a la barra a por una botella de agua.

Pepe no era vasco ni valenciano. Era de Teruel y por aquello del Torico siempre sintió fascinación por los Sanfermines. A partir de 1986 empezaron a viajar a Pamplona cada 7 de julio. Cogían el coche, enganchaban un remolque y se instalaban en un camping a 40 kilómetros de la calle Estafeta. Carlos y su hermano corrían el encierro, luego almorzaban todos juntos y después se marchaba la familia a recorrer Navarra: la selva de Irati, el castillo de Olite, el valle del Baztán...

La broma de que es de Lekunberri

"Mi padre tenía pinta de vasco y todos pensaban que era vasco. Yo engaño un poquito. Al que me conoce le digo la verdad, pero al que entra por primera vez le cuento que mi abuela era de Lekunberri simplemente porque muchos veranos los pasábamos en Lekunberri. Pero mi padre es de Teruel, mi madre de Cuenca y nosotros de València".

La incorporación de Carlos permitió que Pepe se pudiera jubilar y transitar por la vida con más calma. Su mujer y él se iban de viaje, pero el viernes ya estaban de vuelta y su padre iba corriendo a la taberna a controlarlo todo. En Fallas se plantaba en la puerta y daba el turno a los clientes. Pero a los dos años lo ingresaron en La Fe y le diagnosticaron leucemia. "No sabíamos si iba a salir y entonces cogió y lo aceleró todo. Él había tenido problemas con sus hermanos, así que nos sentó a los tres hijos y nos dijo: 'Todo esto es lo que tengo por si pasase algo. ¿Qué hacemos con el bar?'. Y mis hermanos, que son muy comprensivos, le dijeron que lo lógico es que me lo quedara yo, que ya llevaba quince años trabajando allí. Les pagué como un traspaso y me lo quedé. Eso fue en 2017 y aún disfrutó de dos años y medio más o menos buenos. Hasta que el año pasado, en plena pandemia, fue a más, le ingresaron y le hicieron la quimioterapia agresiva. Mi hermano y yo nos ofrecimos para hacerle un trasplante de médula, pero nos dijeron que era muy arriesgado. Estuvo un mes aislado en la habitación junto a mi madre. Pero la suerte es que murió al final de la desescalada y pudimos despedirnos de él".

Pepe Ibáñez, el alma de la Taberna Vasca Che, el pionero del fútbol femenino en València, el hombre gruñón y socarrón, murió el 19 de junio de 2020. Carlos pegó un papel en la puerta anunciando su muerte. Al día siguiente tuvo que cogerlo y cambiarlo por otro. La gente, los clientes, los vecinos, se pusieron a firmar la hoja de manera espontánea a modo de homenaje, de respeto por el veterano tabernero. Otros, los más atrevidos, añadieron un comentario, garabatearon una anécdota. Aquella hoja se convirtió en un inesperado libro de condolencias.

Años atrás, Carlos ya había descubierto la grandeza de la antigua taberna. Sus padres le mandaron a estudiar a Estados Unidos y la casualidad quiso que, en el avión, en la revista de Iberia, hubiera un reportaje sobre València. Se puso a leerlo y de repente encontró una frase que le dejó con la boca abierta: "No dejen de visitar la Taberna Vasca Che, donde su dueño, Pepe Ibáñez, canta las horas del cine". Esa fue una costumbre que arraigó en el bar. En aquella época, en los 80 y los 90, la taberna estaba rodeada de cines: los ABC Martí, el Goya, el Tyris, el Acteón, el Aula 7... Cuando quedaba poco para que empezara la sesión, Pepe anunciaba a voz en grito que los que iban al Tyris tenían que ir acabando. Y así, uno tras otro, iba avisando a todos los que tenían entradas para los cines del barrio.

Con el cambio de siglo, los cines fueron cerrando. Ya no queda ni uno. La taberna tuvo que reaccionar y empezar a abrir también los sábados por la noche y añadir unas mesas en la terraza. Más trabajo para compensar la caída de ingresos. Salieron airosos. El negocio sigue en pie y hoy es el nexo de unión de toda la familia Ibáñez. Su hermana sigue pidiéndose fiesta en el trabajo durante la semana de Fallas para ir a ayudar al bar. Era el ojito derecho del padre. Y todos acuden allí a ver a la madre, que sigue viviendo en el primer piso. Carlos le sube cada día la comida y la cena. La mujer vive con uno de sus nietos, Álvaro, que tiene 14 años y es tan responsable que se ofreció a cuidar de su abuela.

27 años en la misma Vespino

Se acerca la hora de comer y ya están todos sus empleados. Cristina, la cocinera principal, que entró siendo casi una niña, es la veterana. Lleva 26 años en la casa y cocina como le enseñó María Ángeles. Las otras llevan 18 y 15 años, como Marcelo, uno de los camareros, o José, que tiene 17 años de experiencia y la mecha muy corta.

Allí todo es antiguo, castizo. Como la Vespino negra con la que Carlos va cada mañana al mercado a cargar el cajón que lleva detrás del sillín. La tiene desde hace 27 años. "Más tiempo que el que llevo con mi mujer". Luego aparca la moto en la puerta y se mete a trabajar en el bar, dirigiendo el negocio desde la vieja barra de mármol donde sobresalen unas torres de Serrano de un tamaño considerable. "La gente las asocia a la cerveza Turia, pero no tienen nada que ver. De hecho nos ofrecieron de la marca grabar aquí un anuncio y les dijimos que no. La hizo con planchas de plata de alpaca un amigo del antiguo propietario que era chapista. Cubren los tiradores de cerveza y sidra, que es sidra dulce de barril y no de escanciar, algo muy poco habitual en València".

Detrás, pegada a la pared, todavía funciona una vieja y aparatosa máquina registradora. "Esta la trajo mi padre de Teruel y tiene más de setenta años. Teníamos dos, pero ya no las arregla nadie y solo nos queda esta. Eso sí, si se va la luz, nosotros podemos seguir cobrando". 

Día a día, la taberna es cada vez un poco más la taberna de Carlos y no la taberna de Pepe, un hombre que llegó, incluso, a ser delegado de la selección española en una Eurocopa. "Yo he tenido uniformes de Arconada, de López Ufarte, de muchos jugadores". Carlos también es futbolero, pero la afición que no comparte con su padre es la taurina. Pepe era un devoto de los toros y consagró el saloncito a la tauromaquia. El hijo, al ver que algunos clientes se ofendían por los motivos taurinos, lo decoró de manera menos explícita, aunque conservó, eso sí, el retrato de su padre junto a un José Tomás, su ídolo, de cuando aún era novillero.

A Pepe aún le dio tiempo a conocer a su nieto Bruno, el hijo de Carlos. El niño, que tiene tres años, cuando llega a la taberna dice que es el bar de papá. Su padre, entonces, le hace la broma de que tiene que crecer muy deprisa para hacerse cargo del negocio, aunque ya intuye, no sin pesar, que no será así. Que la Taberna Vasca Che durará lo que dure él en activo. Mientras, seguirá haciéndose pasar por vasco y deleitará a los clientes con sus chistes. Chistes que, en realidad, son los chistes de su padre, de Pepe Ibáñez.

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