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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 49º)

31/07/2020 - 

Entramos a por el cepillo de dientes de forma furtiva. No es un aviso de bomba ni de huracán, pero nos empuja la prisa; la discoteca donde estuvo mi hijo ha salido en la prensa por brote y debemos dejar el apartamento de los abuelos. Mi mente rastrea con agilidad el mapa de lo que necesito y descubro en mí el sigilo y los reflejos de un ladrón. Cuando lo tengo todo me detengo a mirar el mar, o más bien es el mar el que me detiene (quiero llevármelo también pero no puedo). 

No estoy enferma ni tengo de qué arrepentirme, ¿por qué este sentimiento trágico? La culpa y el estigma lo invaden todo de pronto. Con suerte, todo quedará en unos cuantos planes por el aire: el santo de mi madre, la cena con Horacio, si la PCR sale positiva hasta el viaje a Tarragona. En el garaje nos despedimos de la abuela que debe escuchar mis explicaciones a dos metros, ¿cuándo estará el resultado? En dos días.

Es sábado por la noche y conduzco hacia el hospital. Manuel pierde la mirada por la ventanilla en silencio, se ha sentado detrás de mí sin que yo dijera nada. Asegura que estuvo las tres horas sin quitarse la mascarilla y le creo. Ni siquiera le gustan las discotecas, mastica su enfado y sus juramentos en tono lapidario; no va a volver a entrar en ninguna. A su edad, me digo, los sueños son cercanos y los compromisos irrompibles. Pero callo. Toda esa descarga es lo único que le protege ahora mismo. No temo por él pero me aflige su nueva condición de infectado: lo es hasta que se demuestre lo contrario. "Debes avisar al grupo ─le decía su padre─, ¿y si no sale negativo? Mejor quedar como apestado que como un mal tipo". Apestado era la palabra. En el diccionario de sinónimos figura corrompido, contaminado, infecto, hediondo, pestífero, insalubre, maloliente, pestilente, enfermo. Estoy acostumbrada a lidiar con el estigma, pero creí que era exclusivo de los enfermos mentales. Ahora compruebo que sus tentáculos son flexibles y se adaptan a cualquier condición: homosexuales, extranjeros, peregrinos, pobres y, ahora, discotequeros. 

Aparcamos cerca de la urgencia y explicamos el caso a dos metros del mostrador. Pronto deberemos seguir la línea roja en el suelo, la amarilla nos llevaría a la sala de espera ordinaria. Menos mal que la nuestra está semivacía. Es una especie de pecera dentro del recinto y todos (que me parecen muchos) pueden vernos mirar la puerta de triaje sin girar la cara, no aguantaríamos sus ojos. "Pacientes respiratorios" es el eufemismo con el que han llenado carteles pegados con celo. Sólo una chica y su acompañante ocupan los asientos precintados, esquivan nuestra la mirada. Le impido a mi hijo que tome asiento y no pregunta por qué. Al rato surge una enfermera enfundada en su EPI y le toma la temperatura y los datos. Desaparece con una sonrisa. 

Foto: ROBER SOLSONA/EP

En mi cabeza bailan los neologismos de la última sesión en Primaria: contacto íntimo, contacto social, contacto estrecho, caso confirmado, brote laboral, social, familiar, brote de ocio nocturno. Un brote son tres casos. Un contacto estrecho sólo implica 15 minutos sin el EPI a menos de dos metros, ¿cuántos contactos estrechos acumula uno en dos días? Hago mi censo personal de las últimas 48 horas, ya hemos alertado a J. y su familia con la que hemos tomado una fideuà en Jávea y no podrán comer con su padre hasta que no les demos el negativo. J. le tiene más miedo al "estado policial" que al bicho, se explayó sobre el tema mientras arañábamos la paellera entre el blanco fresquito y el Rioja reserva del 17. Me había dado un abrazo que no pude o no quise esquivar. Ahora sé que debo ser más asertiva con los nuevos códigos, mi madre me tacha de histérica y ojalá tenga razón, ojalá todo esto sea pura neurosis y no quede en nada. 

Cuando estoy a punto de entrar a buscar a los compañeros aparece un enfermero que nos conduce a la sala Covid. Era el aula de docencia pero ya no es ni sombra de lo que recordaba. "¿Docencia? ─ríe el adjunto con su voz profunda─ Ya ni me acuerdo de cuándo hicimos la última sesión…". Ataviado con doble mascarilla y gorro, le he reconocido por la voz. Me invita a entrar, a pesar de que he obedecido y espero fuera. "Se hace en Primaria, sí, pero mucha gente está viniendo aquí para la prueba…". Me exculpa, aunque no creo haber dicho nada, el pudor de molestar en plena huelga de residentes se me nota en la cara (el primer día de huelga atendieron a 220 pacientes y tienen tres médicos de baja sin cubrir, ¡100 pacientes para dos personas!). Me ofrece la prueba a mí también pero la rechazo, es mi último intento por distinguirme de los que dan la lata. En el viaje de vuelta me pregunto si el lunes debería pasar consulta desde casa, como en los largos días de abril.

El domingo se me llena de asfalto. Las aceras rebotan una luz blanca, hiriente, las abuelas parecen más achatadas y sus carritos más lentos, una playa azul turquesa es la que merezco según reza la propaganda en la parada del 11. El virus me ha robado un festivo de brisa y chapoteos y me ha arrojado de vuelta al barrio. En el mostrador de la farmacia descubro con escándalo que he olvidado la mascarilla y compro un paquete de diez. Arrastro los pies hasta el pakistaní y charlo con Babar el frutero, debo llenar la nevera que vacié por desalojo de verano. La casa se convierte otra vez en un silencio de puertas cerradas y ordenadores abiertos, nadie protesta, tenemos un doctorado en encierros. Como muchos españoles en estos días, me pregunto si se trata de un anticipo del nuevo golpe que nos prepara la pandemia. A principio de mes había 300 positivos en la Comunitat, ahora rozan los 1.000. En el hospital, sin embargo, la cosa fluye, el pánico no ha vuelto y, si lo hay, está enterrado bajo el cansancio y el ansia de vacaciones. Hemos aprendido a mirar lo inmediato, sólo somos un pelotón de miopes soñando con el relevo.

Foto: ROBER SOLSONA/EP

Esta es la historia que he imaginado en la cola del pan: una voz desde el futuro que podría describir nuestro tiempo como escurridizo, volátil, poblado de marionetas, personas sin deseo ni dirección, entrenadas en agujeros del tamaño de una gruta. "Y si pensabas que acabarías la semana en un sitio ─diría mi narrador ante un auditorio intrigado─, una trampilla bajo tus pies podía abrirse en cualquier momento y llevarte a otra dimensión, como en el juego de la Oca; un cinco y premio, un tres y a la cárcel, ¿un cuatro? Vuelta a la casilla de salida…". Leo estos días unas clases de literatura impartidas por Julio Cortázar y me siento tentada por lo fantástico. A la vuelta de la esquina hay un guiño, una rendija, que revienta tus certezas. Juan José Millás, otro genio en subvertir realidades, señala: "Cuando no entiendes una cosa miras a otro lado, cuando no entiendes otra, hacia el otro. Pero cuando no entiendes nada cortas los hilos con la realidad".

A primera hora estoy incordiando a la microbióloga del hospital desde mi despacho. He desconvocado las visitas presenciales y la asedio antes de su primer café: negativo. Hemos lanzado los dados y ha salido un seis, de oca en oca y avanzamos a la casilla original. Aún podemos ganar, circulamos de nuevo. ¿Por cuánto tiempo?

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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