Ahí están. Relucientes, intactas, chisporroteando a apenas unos metros de distancia. Me arrastro hacia ellas, alargo un brazo y las rozo con la punta de los dedos. ¡Sí, ya son mías! Agito con fuerza las vacaciones. Mías, solo mías. Me convierto en monarca absoluta en el reino del asueto. Las vacaciones son mis dominios. Pienso de inmediato que se abren ante mí las coordenadas del bienestar y la libertad. Pero pronto caigo en la cuenta de que he pasado por alto un asunto esencial: no basta con poseer el imperio de tu propio descanso estival, no basta con moldear ese tiempo a tu antojo y dejarte mecer suavemente por las horas sosegadas y ligeras, no basta con abandonarte sin ton ni son a los pequeños placeres. No. El disfrute homologado en esta época, el que recibe el beneplácito en la conversación pública y encuentra validación social, es aquel que supone ‘aprovechar’ el tiempo de relax.
Porque, por supuesto, los discursos de la productividad desquiciada y la rentabilidad han traspasado nuestras trayectorias laborales y empapan ya nuestros contextos de goce. Y si la oruguita de la culpa se hace notar cuando te pasas un domingo vegetando tranquilita en tu sofá, imagínate si el plan de hacer ‘la nada’ se extiende durante días. ¿Acaso vas a desperdiciar tus vacaciones dedicándote simplemente a existir en calma?
Los artículos de tendencias, los anuncios, los grupos de WhatsApp, las charlas en la pausa del café de la oficina y los perfiles de Instagram de las 400.000 personas que en este preciso instante se hallan subidas a un barco o haciendo fotos de una cala a la que le queda 20 minutos para masificarse se encargan de dibujar un retrato muy definido de cómo debería ser un asueto que valga la pena; un asueto fetén, como dios manda. El relato colectivo nos dice que hay que exprimir al máximo esas jornadas de esparcimiento. Cada verano debe estar repleto de vivencias fascinantes, de momentos mágicos, de intensidad y emoción suprema. De descubrimientos, de aventuras. Cada verano debe ser el verano de nuestras vidas. Nadie quiere apurar agosto sintiendo que ha ‘perdido’ el tiempo, que ‘no ha hecho nada’, que se ha dedicado únicamente a ser. La excelencia, ahora, también debe aplicarse a esas semanas de ociosidad.
El único tiempo válido en este antropoceno nuestro es el que resulta útil, el que logra objetivos y tiene una finalidad. El que sirve para algo. Siendo así, aplicadísimos alumnos, nos creamos nuestros íntimos Cuadernos Santillana de la adultez y en ellos vamos componiendo listas de deberes que deben ser realizados para asegurarnos que, esta vez sí que sí, hemos sacado partido de los días que teníamos a nuestra disposición. Y ahí, la cuestión fundamental es hacer cosas. Muchas. Mantenerte siempre en la acción. Aquí imperan criterios cuantitativos, no cualitativos. Se trata de poder valorar al peso tu desempeño; cuantas más casillas hayas rellenado, mejor. Decimos que ansiamos un ritmo más lento, pero lo llenamos de planes y citas. Claro, te pasas el año quejándote de que no te da la vida, de que vas como pollo sin cabeza, y ahora toca ejecutar todos esos asuntos que te gustaría hacer, pero para los que jamás encuentras un instante.
De esta manera, las vacaciones se transforman en un carrusel de actividades hasta colmar la última hora de la última jornada, hasta llenar todos los huecos posibles, todas las grietas. Este afán por sacarle el jugo a cada minuto de ocio se cuela incluso en algo tan aparentemente benigno como una pila de lecturas. Porque sí, desde hace tiempo el estío se ha convertido también en un seminario de responsabilidades lectoras. Aprovecha que tienes espacio mental para leer, más te vale ponerte al día con todos esos títulos pendientes, retomar esas obras que dejaste a medias en marzo por falta de horas. Tic tac, tic tac.
Por supuesto, en estos Cuadernos Santillana del verano correcto está grabada a fuego la obligación de viajar, de cambiar de escenario y aventurarte hacia otros horizontes (si ese desplazamiento implica coger un avión, es posible que acabes albergando en tu interior un combate Pokémon entre el afán de acumular destinos y la culpa por aumentar tu huella ecológica, pero, seamos sinceros, probablemente triunfe el ansia de la acumulación canicular). Que no quede una posibilidad por explorar, una mochila por llenar, una latitud en la que marcar el check. Y luego, a por la siguiente. Y, después, a por la próxima. Siempre hay otro punto en la lista, otra parada más en el itinerario. Siempre hay otra posible excursión, otra plaza, otro bosque, otra playa, otras calles, otro museo, otra terraza. Salir, alejarte...y contarlo después, obviamente.
Ir a sitios y hacer cosas, ir a sitios y hacer cosas: esa es la auténtica canción del verano, el mantra definitivo de la productividad lúdica. La única respuesta bien vista ante la pregunta ‘¿Qué vas a hacer estas vacaciones?’. Bueno, en realidad, no. En los últimos tiempos, hay otra contestación que también ha logrado el sello de la legitimidad social: ‘Quiero aprovechar para bajar el ritmo, recargar las pilas y desconectar'. Ay, desconectar. El Santo Grial estival. Nos marcamos como obligación descansar, relajarnos, desengancharnos radicalmente del aceleracionismo cotidiano. Olvidarnos de todo lo que nos espera a la vuelta, negar la presencia de ese otro universo hasta que tengamos que regresar a su puerta.
Sin embargo, a menudo ese reposo es solo una parada técnica para reincorporarnos al trabajo suficientemente aireadas, para aguantar los meses que nos quedan por delante hasta la siguiente pausa. Recargamos pilas con el objetivo de volver a ser eficientes y cumplir de forma óptima nuestras funciones como asalariadas. De este modo, el fanatismo por la desconexión vacacional no es sino el reflejo de hasta qué punto las rutinas que alimentamos durante el resto del año resultan asfixiantes e incompatibles con una existencia plena. Nos permitimos convertirnos en nutrias a remojo durante unos días porque la alternativa es colapsar en plena semana laboral. Las jornadas de distensión no son, por tanto, un fin en sí mismas, sino una condición necesaria para mantener el papel de empleadas competentes. Una válvula de escape imprescindible que facilita continuar en la misma cadena de montaje. Un paréntesis y a seguir.
¡Qué imperio más enclenque el de nuestras vacaciones, plagado de normas ajenas, preñado de expectativas, con la frustración acechando si los planes no resultan tan fascinantes como deberían y la presión de ser excepcionales! Cargamos a las espaldas de esas semanas la responsabilidad de hacernos suficientemente felices como para, una vez hayan terminado, retomar nuestra vida diaria con la promesa del siguiente verano, de la siguiente ventana de oportunidad para el disfrute, el descanso y la aventura. Vivir esperando una promesa lejana, vivir para esos fragmentos fugaces de vida, para esos paréntesis, para esas desconexiones y esas huidas momentáneas. Ahí está probablemente la clave de muchas preguntas que nos seguiremos haciendo en septiembre.