“¡Qué gran cosa es la ciencia, cuando no le da por atacar la religión!”. Alabar la ciencia obediente viene de más antiguo que la cita, la cual hallará en boca del rey de Nápoles dirigida a los pasamientos astronómicos del príncipe Fabrizio Corbera, si resiste las primeras páginas que dura la anécdota forense del jardín sombrío de los Salina en El Gatopardo. Cosa parecida, extrapolada al mundo de las multinacionales, debieron pensar algunos financieros cuando Peter Kalmus, más conocido por su activismo climático que como científico de la NASA, y algunos de sus colegas fueron detenidos hace unos días por encadenarse a las puertas del banco JP Morgan Chase en Los Ángeles.
El gesto, una performance organizada con escaleta, como toda protesta contemporánea, pretendía secundar la rebelión de la ciencia global que clama contra el hartazgo de emitir los enésimos informes de miles de páginas del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), que nadie tiene tiempo de leer, y de celebrar las cumbres climáticas o COP, que sirven para poco más que para los acuerdos de mínimos, etiquetarse como ciudadano de zona azul o de verde y darle a la autofoto con Leonardo DiCaprio. La versión cañí del movimiento, denominado Rebelión Científica para denunciar “la inacción climática” de la política, enrojeció el Congreso de los Diputados antes de la Semana de la Pasión castellana, no por sacarle los colores a las señoras diputadas y los señores diputados, sino que lo tiñó de rojo en plan mani antitaurina, que aquí lo de atarse por lo verde ya tuvo su antecedente con la baronesa Thyssen en defensa de los árboles del Paseo del Prado.
Los rebeldes científicos gritan que “la ciencia del cambio climático no es escuchada”, un acierto que desatiende el déficit de empatía que la ciencia en general despierta históricamente en terceros. ¿O es que nadie se acuerda de que hace solo 30 años a Galileo le llegó la rehabilitación a la condena por defender la teoría heliocéntrica? El padre de la ciencia moderna no tuvo otra alternativa que la retractación y la prisión domiciliaria, aunque no le impidió contribuir poderosamente al avance científico. Casi cuatro siglos después, la brecha ya no está entre ciencia y religión, sino entre ciencia y política.
En las democracias desarrolladas, los científicos de la tierra buscan hoy hacer valer su ciencia a través de un cambio de registro, abandonando el lenguaje científico de los stripes del azul al rojo por el discurso activista de organizaciones como Extinction Rebellion, partidarias de la desobediencia climática y de reutilizar los mensajes basados en la alarma, contra la forma de negacionismo light de “los mensajes climáticos falsamente positivos”, intentando lo inverso del mayo 68, que la playa no acabe por tapar los adoquines por el deshielo de los polos.
Reivindicaciones de tal calibre nunca son nuevas. Antes de que la pandemia pusiera de moda el mantra “la vida en el centro de todo”, los ambientólogos Charlie Gardner y Claire Wordley instaban a los científicos en 2019 a unirse a movimientos de desobediencia civil para actuar de acuerdo con las advertencias de la ciencia para la humanidad y hacer frente a una crisis climática sin precedentes. El llamamiento a la desobediencia científica recibió críticas que aludían a otras opciones menos incómodas, por ejemplo, el impulso a una investigación científica más estrechamente relacionada con los Objetivos de Desarrollo Sostenible en colaboración con científicos sociales y humanistas, y con partes interesadas no académicas, para identificar escenarios futuros alternativos basados en diversos valores y objetivos humanos, es decir, lo que buenamente lleva intentando siempre las ciencias ambientales.
En aras del cambio político en el clima, mucho se dice estos días que es ineludible que científicos y ambientalistas vayan juntos en la rebelión. “La ciencia sin activismo es impotente y el activismo sin ciencia no tiene precisión en sus reivindicaciones”, sostiene Fernando Valladares, director del grupo de Ecología y Cambio Global del Museo Nacional de Ciencias Naturales, premios Rey Jaime I y participante en la protesta. Lo mismo decía un grupo de biólogos de la Universidad de Aberdeen (Escocia) de un estudio de 2019 que sugería que el activismo y la desobediencia civil están ayudando a comunicar la ciencia del cambio climático: “La ciencia sin activismo es impotente para promulgar el cambio, pero el activismo sin ciencia no puede dirigir el cambio donde se necesita. Tanto la ciencia como el activismo son necesarios para un gran cambio social. Los movimientos estudiantiles están dando a los científicos la esperanza de que se producirán cambios políticos y económicos”.
Las ciencias ambientales y el conservacionismo han caminado juntos durante años para avanzar en el conocimiento de la naturaleza, de su evolución y de los efectos de la acción humana en ella. Apelar a esta unión como novedad no tiene sentido para politizar marcas personales, en cambio, señalar que unas voces pesan más que otras en la toma de decisiones que conciernen al futuro de nuestra especie en el planeta a través de la desobediencia civil constituye una reivindicación más que legítima a la que es impropio lanzar dardos. Aunque no es menos cierto que la ciencia debe siempre atender a las líneas rojas que marca el discurso ecologista cuando estos movimientos apelan a una culpabilidad general de la sociedad de la emergencia climática, cuando la cultura de la culpa debería haberse extinguido a favor de la cultura de la responsabilidad al separar el método científico del sistema de creencias.
En tiempos del constitucionalismo cosmopolita, siempre amenazado por los intereses de poder, como sufrimos en la actual guerra por la energía que tambalea a Europa, el derecho internacional de los derechos humanos se concreta, como señala el jurista Javier de Lucas en su magnífico libro Decir No. El imperativo de la desobediencia, en los objetivos de la Agenda 2030, comenzando por la lucha global contra la emergencia climática: “La danza como lucha en un pas de deux que se vive y se amplía (pas de plusieurs) como lucha alegre con los demás, no contra los demás. Esa lucha alegre es el sentido más noble de la protesta cívica, de la desobediencia civil”.