Ángela me consulta después de medio año sin hacerlo y me sorprende con su visita. El alcohol ha hecho mella en ella, hunde sus mejillas, pega más la piel al hueso de lo que yo recordaba, su pelo es menos brillante, su sonrisa menos verdad; he temido por su vida. Quiere que le ayude a remontar. Me retiro del teclado, doy un empujón a mi silla con ruedas y hago brotar mi cara lejos de la pantalla. Para que no vuelva a abandonar las citas, me digo, voy a exigirle menos que nunca. Esta vez voy a estar callada hasta que acabe. Tiene que vaciarse, debe notar que en esta consulta el tiempo se detiene mientras la escucho. Hay una pausa larga hasta que empieza a hablar, ha tocado fondo. Se ha entregado al alcohol de forma terminal, describe. Ha conocido que llevaba suicidándose muchos años y que ahora quiere ser útil para alguien, reparar, superar la vergüenza, ver de forma asidua a su familia, dejar de echarles la culpa de todo. Asiento, callo, me muerdo la lengua cuando pienso en una analítica con B12 y en volver a la olanzapina o el antabus, me lo pienso mucho antes de preguntarle si me ha buscado por eso, si piensa en volver a las pastillas o simplemente sabía que puedo escucharla de verdad, sin emitir juicios. Sin el tú lo que tienes que hacer. Sin el deberías. Sin el ya te lo dije.
Sé que debo esconder los comandos psiquiátricos en el segundo cajón, el que no abro nunca. Esperar. Mirar bien. Atender sin escribir a la vez, sin ruido febril en el teclado y sin exigirle cosas que luego no pueda cumplir y la llenarán de culpa, la alejarán otra vez de la consulta, la dejarán más sola, si es que se puede estar más sola de lo que está ya ella; la obligarán a traicionarme y a desaparecer o a venir a contar mentiras.
Qué difícil se hace a veces revertir esta mala educación que recibimos los médicos en la facultad y entre boxes o sesiones clínicas, la del diagnóstico en cinco minutos, la analítica en diez, el recetario en quince. Es un mal extendido y no sólo toca a los sanitarios. Ángela odia que la medicación le quite la capacidad de llorar, que amortigüe sus sentimientos, pero yo odio sentirme impotente, con las manos vacías, fracasada como médica. La enfermedad y la muerte, se me enseñó, se combaten con una retahíla de intervenciones ágiles, con buenos reflejos, con movimientos engrasados; la soledad con una verborrea técnica que retumba más que el silencio. Pero la muerte y la enfermedad siguen llevándonos delantera en este pulso nuestro, la soledad también, ¿qué hicimos mal?
Entre los algoritmos de actuación médica se han puesto de moda las Guías No Hacer. Una colega me invita a elaborar una de salud mental y descubro que no es fácil, la no acción la sentimos como una negligencia y necesitamos glosarios con prohibiciones razonadas, preñadas de referencias científicas para calmar el ansia de intervención. Ortiz Lobo, uno de los psiquiatras a quienes intento imitar, ha desarrollado una técnica de No Intervención para pacientes que llegan a la consulta hechos polvo pero sin enfermedad mental alguna. Parece que predica en el desierto. El sosiego no está de moda, el largo plazo tampoco. El último libro de Byung Chul-Han es Vida contemplativa: Elogio de la inactividad. “Lo que vuelve auténticamente humano al hacer es la cuota de inactividad que haya en él. Sin un momento de vacilación o de interrupción, la acción se rebaja a ciega acción y reacción. Sin calma, se produce una nueva barbarie”.
La hiperactividad es el mal del siglo y no contagia sólo los ámbitos sanitarios, empezó siendo lucrativa en los supermercados (donde la música acelerada nos impelía a llenar el carro), se extendió como un cáncer a las escuelas, los parques, los hogares de jubilados, los destinos turísticos. Hoy es un pulso del que es difícil sustraerse incluso en los espacios íntimos, en los encuentros familiares, en el diálogo con uno mismo. Pero un médico que no sólo vende curas, decía John Berger en Un hombre afortunado, es hoy en día inestimable. ¿Qué pasa si la experiencia de enfermar se amplía a otros espacios de la existencia y exige médicos que lleguen también ahí, a todas las habitaciones, a todas las puertas del hombre que declina y enfrenta la desdicha de ser mortal? ¿Qué pasa si al médico se le transparenta el hombre que hay debajo de la bata? No necesitamos hacernos filósofos ni antropólogos, pero sí parar y pensar. Escuchar a los mayores. Redactar guías de No Hacer, memorizarlas, recitar instrucciones para las manos quietas, media hora por la mañana, después del enjuague bucodental.
Pensando en mi contribución a la guía descubro lo que propone el arte zen llamado wu wei. Es un concepto del taoísmo que invita a la no acción, especialmente si la situación es conflictiva. Propone que no se fuerce ninguna solución, dejar que el flujo natural prevalezca, dejar ir. No se trata de cultivar la procastinación sino una espontaneidad inteligente, una sintonía con la armonía natural del cosmos. Los holandeses lo llaman Niksen y convocan una nueva eficiencia, el bienestar que aporta la actitud despojada y silente, la pausa reflexiva, la riqueza de la contemplación, la sabiduría de la espera. Ya nadie defiende la espera. Mientras una marea blanca contagia las comunidades autónomas del país, los adalides de la medicina neoliberal se jactan de ofrecer las más breves listas de espera. Las más rápidas y precisas intervenciones robóticas. El jefazo de un seguro privado saca pecho diciendo que es en su ámbito donde se cuenta con la más costosa tecnología médica, el último grito en aparatos biocomerciales. Como Eduardo Manostijeras, podan los tiempos de intervención hasta lograr el máximo grado estético-decorativo. El código suicidio (otro emblema de eficiencia) logra dibujar hermosas curvas de rapidez en primera entrevista: 72 horas máximo en la demora. Nadie, sin embargo, ha preguntado por lo que tardará en llegar la segunda visita, ni por la duración o calidad de esa fulgurante entrevista, ni cómo se espera que un especialista deslomado dé con el interruptor que devuelva el amor a la vida y lo haga en quince minutos.
Ojalá hubiera más Guías No Hacer fuera del ámbito sanitario. Todo el nervio que nos atraviesa fuera de la consulta es histeria que se multiplica dentro de ella. Guía no hacer de burocracia monstruosa, kafkiana. Guía no hacer de comida precocinada, de compra inteligente de artículos del hogar. No hacer en la adición de relaciones tóxicas o anodinas a nuestra agenda, en la adquisición de compromisos alienantes, en la forma de atravesar un gran almacén, una multinacional de muebles pre montados, una franquicia de artículos para mascotas. Deberíamos estar atiborrados de guías wu wei que nos desalentaran de contratar riders exhaustos que tocan al timbre, de perseguir viajes en tío vivo, de generar residuos que el planeta tarda milenios en absorber. Hace tres años una pandemia mundial nos dejó clavados en la salita de nuestras casas. El comando era no hacer, ¿alguien ha retenido algo de aquél ralentí?
Llama cuando quieras, le dicen a Ángela estos días en Alcohólicos Anónimos. Allí ha encontrado un lugar a su medida, un lugar para la escucha donde no asoma ningún sanitario hiperactivo. Una ex alcohólica veterana y abstinente parece tutelarla bien, ¿qué hace? No hacer. Estar disponible. Le cuela algún consejo de manual, pero parece escucharla de una forma que le funciona a Ángela y que le ha servido para acordarse de mí, de una parte de mí, escondida bajo miles de propuestas que yo desplegaba como un mercader en la consulta. Entre los golpes de recetario y los magreos a la impresora cuando se atascaba estaban mis momentos de escucha y espera. Estaban los instantes en que me zafaba de mí misma y de mi bata blanca y simplemente era alguien ahí, delante de ella, intrigada por conocerla, intrigada por llegar a su verdad. Sin comandos. Sin impostura. Sin ruido. Sin prisa por llegar a esta consulta de hoy en que me alegro y me conmuevo de volver a verla. Y me siento orgullosa de que me incluya en su mundo. Me siento más médica de lo que no me he sentido en mucho tiempo.