Hoy es 3 de octubre
VALÈNCIA. La primavera ha atendido mis plegarias concediéndome unas horas de sol por la mañana.
La primavera es más caritativa que algunos clérigos.
Al mediodía, cuando he ido a rezar por los muertos y los vivos, me he encontrado cerrada la iglesia principal del pueblo. ¿Habrá sido por lo que publiqué en este diario el miércoles? ¿Es atribuible a la mano fofa de un cardenal o a la del párroco?
Ni rezar nos dejan. Lo tenemos prohibido casi todo en este estado policial. No podemos rezar en el templo de Dios, no podemos pasear (salvo si llevamos un perrito por compañía), no podemos tomar el sol en una plaza, no podemos follar al estar solos en casa…
¿Qué coño hacemos, entonces?
¿Merece la pena ser vivida esta vida de mierda, escondidos como conejos en sus madrigueras?
Estoy furibundo. Me han robado mis diez minutos de oración.
Creo que el Cristo que sacó el látigo para expulsar a los mercaderes del templo me comprendería. Jesucristo estaría hoy abrazando a los enfermos. Aquel judío genial, amigo de leprosos, putas y publicanos, lloraría al lado de los moribundos.
¿Dónde están los del bonete y el capelo? ¡No se os oye, cuervos excelsos! ¡Más fuerte! Tampoco se os oyó, queridos obispos, cuando España se enfrentó al golpe de los carlistas catalanes o, más recientemente, cuando desenterraron al general que salvó las vidas de vuestros antecesores y os conservó vuestra hacienda por los siglos de los siglos. Amén.
Incapaz de sacudirme la rabia, camino de regreso a mi casa. En la puerta hay una ambulancia del 112. Entro en el edificio y, cuando veo salir a un sanitario del ascensor, me aparto por precaución. Llevamos puesto el traje del miedo.
Enciendo mi ordenador para ver los diarios digitales. Todos llevan como noticia principal que el Gobierno compró test a un proveedor sin garantías. No funcionan. Un fiasco como tantos otros. No hay nada nuevo.
Se han superado los 4.000 muertos, si bien algunos medios afines al poder inciden en que el número de fallecidos es inferior al del día anterior. Es la consigna dirigida desde las alturas con escaso éxito, al parecer.
El Gobierno se hunde en el descrédito mientras las autonomías hacen la guerra por su cuenta. Cada una puja como puede en el mercado persa de distribución de material sanitario. Nadie piensa en el interés general. Es lo de siempre: el regreso a los reinos de taifas, a la España invertebrada, a los desastres de la I República. Hoy como ayer (1873) la debilidad del Estado reaviva los cantonalismos con el pretexto de la pandemia. El cantonalismo sanitario equivale a desigualdad y a ineficacia.
Para comer me preparo un arroz blanco con un huevo frito de apariencia triste. Dos filetes de pollo, un poco de queso y un plátano completan el menú. Y un vaso de vino valenciano para acompañar la comida.
La máquina de café no funciona. Mientras intento arreglarla, recibo un mensaje de Cruz Roja pidiéndome ayuda para la crisis. Tendrá que esperar.
En la cama, antes de la siesta leo el ABC, el periódico de papel mejor escrito en el país.
A última hora de la tarde, antes de escribir este diario, veo fragmentos de la película El desencanto de Jaime Chávarri. Es un retrato de la familia Panero años después de la muerte del patriarca, Leopoldo Panero, notable poeta, franquista y alcohólico a partes iguales.
Me conmueve la escena en blanco y negro de la viuda Felicidad Blanc hablando con sus hijos Michi y Leopoldo María. Este le dice a su madre, dechado de elegancia: “En lo que he terminado es en el fracaso más absoluto; lo que pasa es que yo considero que el fracaso es la más resplandeciente victoria”.
Ella le da la razón y le pregunta a Michi. A él le da igual lo que acaba de decir su hermano.
Leopoldo María Panero murió en el psiquiátrico de Las Palmas en 2014.
Pues eso: que la vida es una pasión inútil.