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Sergio del Molino: "Cualquier vida, bien contada, es interesante"

9/02/2020 - 

VALÈNCIA. El periodista y escritor Sergio del Molino ha comenzado el 2020 con un nuevo libro bajo el brazo: Calomarde. “Es casi un capricho, un encargo por parte de los chicos de la editorial Libros del K.O”, revela el autor madrileño a Culturplaza. Tadeo Calomarde, el cruel jefe de la policía secreta en tiempos de Fernando VII (considerado el primer capo de las cloacas del Estado), es quien protagoniza su última novela y un viejo conocido de del Molino. No en vano, aparece en uno de sus libros más conocidos, La España vacía (Turner, 2016), en el que aborda, en clave ensayística, la despoblación de ciertas regiones del país.

Y es que, pese a lo que pueda parecer, la breve biografía de este personaje histórico y los habituales recorridos por la geografía española de del Molino comparten más de lo que se cree. “Calomarde es prácticamente un suplemento de La España vacía”, declara el columnista de El País, colaborador de Onda Cero y autor de otras obras tan conocidas como La hora violeta (Literatura Random House, 2013), con la que obtuvo el Premio El Ojo Crítico de Narrativa de RNE, y Lugares fuera de sitio, con el que fue reconocido con el Premio Espasa de Ensayo 2018.

Al periodista, escritor o “predicador” (como afirma autocalificarse desde hace un tiempo) le interesa la geografía desde que era un niño. “Es una obsesión que he incorporado a mi literatura y que he mezclado con la preocupación por mi país”, afirma. Nacido en Madrid, afincado en Zaragoza y criado en Tavernes de la Valldigna (“soy medio valenciano”, bromea), el escritor ha vuelto esta semana a la tierra que le vio crecer para participar en el ‘Encuentro con escritores’ de la Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu. Es un viaje que no nos pensamos perder.  

-Has visitado València esta misma semana gracias al ‘Encuentro con escritores’ organizado por la Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu. Estos encuentros tienen como fin reforzar los hábitos de lectura, en este caso, en el territorio valenciano. ¿Qué crees que aporta establecer un diálogo entre un escritor y un público diverso?
-Creo que es muy bueno para el escritor y para el público, en general, porque elimina muchos prejuicios muy enraizados acerca del trabajo de los escritores, de la literatura, de lo que hacemos. Eso es bueno. Y, sobre todo, es interesante por el público joven. Para mí es un reto enfrentarme a un público que generalmente no me lee y está bastante alejado de lo yo que hago. Sin embargo, si se hace bien y se rompen todas las barreras, puedo hacerles interesarse por las cosas que a mí me interesa. Y eso es bueno para crear comunidad literaria.

La literatura no es una cuestión solipsista, ni está guardada en un cajón. Aunque se consuma y provenga de la intimidad, la literatura tiene un componente social muy grande. Y existe porque existe una comunidad de lectores. Por tanto, resulta muy interesante y es muy importante que esa comunidad se manifieste; que no nos quedemos atomizados en nuestra mesilla de noche escribiendo y que nos sintamos parte de algo.

-De hecho, últimamente se han puesto de moda los clubes de lectura. Muchísimas librerías, incluso pequeñas y de barrio, están apostando por estos espacios.
-Siempre han existido. Quizá es una tradición lectora más arraigada en otros países, en Estados Unidos… En España siempre hemos sido más huraños, pero ahora esa cultura se ha generalizado.

No soy nada catastrofista respecto al tema de la lectura. Los datos hablan de una comunidad que se va sofisticando y se va armonizando con una población cada vez mejor formada y más exigente. Hay más autores, más oferta donde elegir; y eso implica que los públicos están más atomizados, interesados e informados. Los clubes de lectura también se relacionan con ese nuevo perfil de lector más adaptado a los nuevos tiempos.

-¿Hay más escritores que lectores?
-No, no lo creo. Las cifras lo evidencian. Lo que sí creo es que hay una confusión grande en torno a la escritura y literatura profesionalizada.

Mucha gente escribe, evidentemente, pero desde un punto de vista amateur, de una manera que no representa su actividad principal ni muchísimo menos. A la escritura es muy fácil de acceder. No puedes montar una película de forma amateur porque, en términos generales, no dispones de la infraestructura o estructura suficientes. Pero sí escribir. Solo necesitas un ordenador; o ni siquiera, porque también puedes utilizar un cuaderno o un trozo de papel.

Hay una diferencia muy grande entre la enorme infinidad de escritores amateur y una minoría que sí vivimos de ello, que estamos en un circuito profesional y muy profesionalizados y que, en realidad, somos muy poquitos: cuatro gatos [ríe]. Aquí es muy difícil acceder, pues es un gremio cerrado.

Está bien establecer esta distinción, porque quizá a veces exageramos un poco con la cantidad de escritores. También es verdad que, aunque los profesionales sean poquitos, son muchos más de los que había hace cien años. Ese crecimiento tiene que ver, como decía, con una sociedad más formada, con más oportunidades y con un contexto donde es más fácil ser escritor.

Yo pertenezco a una familia cuyos antepasados, hace cien años, no estaban ni escolarizados. He accedido al mundo de la literatura porque he tenido la suerte de vivir en un tiempo que me lo ha permitido; hace cien años, habría sido imposible. Hace medio siglo, en este país las tasas de alfabetización eran monstruosas y el mercado editorial era muy pequeño. Lo que vivimos ahora es síntoma de una sociedad más formada y más culta.

-Impartes un taller de escritura “autobiográfica” (Cronistas de sí mismos: géneros y escrituras autobiográficas). ¿Crees que todo el mundo tiene la habilidad de transmitir historias sobre sí mismos que merezcan ser contadas y leídas? 
-Sí, claro. Buena parte de mis alumnos no esperan ser escritores profesionales, sino disponer de armas y herramientas para enfrentarse a sus vidas y contarlas. No necesitan convertir eso en una actividad profesional: lo que les interesa son los mecanismos de la escritura, porque son muy buenos lectores y les apasiona la literatura.

Todo el mundo podemos contar algo, claro que sí. Somos animales narrativos. Estamos constantemente transmitiendo historias de nuestra vida. En cuanto llegamos a casa y nos preguntamos qué tal ha ido el día, inconscientemente estamos usando un montón recursos narrativos (elipsis, analepsis, exageraciones, omisiones, metáforas…) para tejer lo que nos ha pasado: para contar una historia.

En el taller que imparto intentamos ser conscientes de todo ese repertorio de herramientas narrativas que usamos sin pensar. Si nos detenemos a reflexionar y observar qué recursos están a nuestro alcance, y los usamos de forma consciente, podremos construir relatos interesantes sobre cualquier cosa. Defiendo que cualquier vida, bien contada, es interesante para el otro.

-Sin embargo, la gente que se inscribe en este tipo de talleres sí querrán que alguien les lea… Profesionalizar, de alguna manera, lo que hacen a través de la publicación de un libro, ¿no?
-No necesariamente. De hecho, todo esto tiene un componente de autoexploración y autoconocimiento enorme. Todas las semanas les propongo que escriban textos y que luego los leamos. Pues una buena parte de mis alumnos se niega en ponerlo en común por vergüenza. Me permiten que los lea yo (como una especie de “sacerdote/confesor” que les guarda el secreto), pero no quieren exponerse así ante los demás. No quieren hacer el equivalente a publicar un libro; les interesa otra dimensión de la escritura. Y eso está muy bien.

Cualquier otra cosa sería engañar. Y soy muy claro al respecto: hay muchas cosas del oficio de escribir que se pueden enseñar; el talento, no. O se tiene, o no se tiene. Es cierto que este se puede suplir con oficio. Hay gente con talentos medianos que puede alcanzar grandes logros trabajando mucho. No obstante, no existe una fórmula mágica, no hay un mecanismo para poder convertirse en escritor o publicar un libro. Hay que tomárselo de otra forma, como una indagación en un oficio maravilloso que te puede servir muy bien para la vida. 

-Ha habido un boom de la llamada “autoficción”, un género donde quizá podríamos enclavar obras tuyas como La mirada de los peces o La hora violeta. ¿Qué crees que aporta este nuevo movimiento a la literatura? 
-No me molesta que se diga que hago autoficción con esos libros, pero no me siento representado por esa etiqueta.

La autoficción conlleva un juego literario que mis obras no poseen. Mis novelas son autobiográficas y, a partir de ahí, mezclo muchos elementos: crónica, ensayo… Hago una literatura híbrida basada en mi vida. Cuento cosas que tienen una porción notable de verdad, mientras que la autoficción es, más bien, como un trampantojo. Hay un narrador que se llama como el autor, pero que en realidad es personaje construido. Y nunca sabes a ciencia cierta si es ficción o no. Yo no hago ficción, sino algo diferente. Me desmarco, por tanto, de ese género.

Dicho esto, creo que la narrativa autobiográfica es una constante. Puede estar más o menos de moda, ser más o menos apreciada dependiendo del contexto histórico... pero, en realidad, nos acompaña desde la época de los romanos.

Es cierto que ha habido épocas en las que ha tenido más prestigio; lo que pasa es que venimos de una era muy larga donde ha habido un dominio apabullante de la ficción. Ese era el canon absoluto, y todo lo que no se incluyera bajo “novela de ficción” quedaba relegado a un terreno secundario y era difícil que fuera leído como literatura. Creo que eso era una anomalía que se ha ido (y se va) corrigiendo.

-“Somos lo que leemos”, que se suele decir. ¿Qué tipo de sociedad crees que somos?  
-Una sociedad muy heterogénea y atomizada, como es lógico. Hemos perdido la religión, como decía Camus: ese monopolio ya no está. Hemos perdido, también, la fe en el Estado, en las utopías políticas. Tenemos una sociedad muy diversa, y eso se refleja en los gustos literarios.

La novela canónica sigue siendo el gusto dominante, pero ya no es lo “más” dominante: hay un montón de ensayos híbridos y de expresiones literarias difíciles de clasificar que tienen muy buena recepción en el público. Y eso se relaciona con una sociedad muy heterogénea; muy difícil de encasillar; muy rica en ese sentido. También incluso de definir [ríe] porque cada persona, cada lector, busca esa originalidad e individualidad. El rasgo común que tenemos ahora mismo, en la sociedad actual, es la heterogeneidad.

-Recordaba ahora La casa de hojas, un libro de Mark Z. Danielewski que juega con algunos de estos formatos híbridos.
-Forma parte de la literatura postexperimental, que ha ido evolucionando desde mediados del siglo XX. A mí nunca me ha interesado en exceso este tipo de literatura, porque me parece que propone juego muy cerebrales y muy poco emocionales. Y a mí, de la literatura, me interesa la conexión emocional entre narrador y lector.

Todo lo que aleje, todo lo que sea un juego cada vez más sofisticado, creo que banaliza la literatura y la acaba convirtiendo en una especie de sudoku (muy sofisticado, muy inteligente), no muy distinto al de un juego de enigmas. Lo respeto, pero no es la literatura que me gusta leer o me gusta escribir.

-Existe un eterno debate entre autor y obra. El último, fue suscitado a raíz de la invitación del festival Celsius a Orson Scott Card, autor de El juego de Ender, y abiertamente homófobo. ¿Cómo te posicionas tú al respecto? 
-También ha pasado con Peter Handke, uno de los últimos Premio Nobel. Creo que la obra de un autor habla por sí misma. Evidentemente, es una expresión personalísima de un autor, pero me parece algo estúpido no apreciar una gran obra porque la persona que la haya escrito sea abyecta, despreciable o criminal. Eso no desmerece la obra de un autor, ni tampoco lo hace el hecho de que se le invite a algún evento. Comprendo que [Orson Scott Card] es una figura relevante en su sector y la invitación del Celsius, para mí, estaba más que justificada.

También es verdad que los autores que decidieron no ir eran perfectamente libres de sentirse incómodos. Creo, sin embargo, que hay una diferencia entre no ir, por no sentarse con alguien con el que se está incómodo (es razonable y lógico, incluso yo también lo he hecho en alguna ocasión); y entre manifestarlo y llamar al boicot. Ahí, de alguna manera, se está intentando llamar la atención sobre lo buena persona que se es. Creo que eso conlleva un componente de farsa y de adoctrinamiento moral que, a mí, personalmente, no me gusta.

-¿Crees que un/una periodista acaba irremediablemente creando literatura, como ha sucedido en tu caso y en muchos otros? 
-Yo me hice periodista porque era pobre. Si hubiera tenido una familia rica, me habría puesto a escribir libros directamente; incluso sin necesidad de venderlos [ríe], pero como tenía que trabajar y mis padres no me podían legar absolutamente nada, el periodismo fue la profesión que consideré más cercana a la de ser escritor. Me equivoqué rotundamente: el periodismo es muy esclavo, exigente, estimulante, absorbente.

Me hice periodista vocacional ejerciendo. Ahora ya no sé lo que soy, desde hace tiempo suelo decir que solo ejerzo de “predicador”. El periodismo no fue una puerta, sino un recurso crematístico: una forma de pensar que si conseguía trabajar en esto sería lo más parecido a no trabajar, que era al final mi vocación última. Y oye, todavía no he renunciado a ella [ríe].

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