VALÈNCIA. Su escaparate, repleto de llamativos sombreros de colores, se ha convertido en uno de los más populares de Ruzafa en apenas ocho meses. La gente pasa por la calle Dénia, lo descubre e inmediatamente le hace una foto. Allí están expuestos algunos de sus sombreros de paja con dibujos originales. Después de hacer sonar el timbre bajo una lluvia torrencial, Luisen abre la puerta con una gorra gris que es casi un desafío en ese estudio de inmensas paredes blancas salpicadas de sombreros de mil colores. Unos cuelgan de un cordel en una pared, en la de enfrente están sujetos a lo largo de las ramas del árbol negro que hay dibujado, y en la del lateral están calados en unas cabezas de maniquí. En el centro, una mesa alta llena de pinturas y una silla alta de madera donde Luis Enrique Riquelme, un hombre de 58 años, pasa los días estampando su imaginación sobre la paja o el fieltro.
Luisen siempre había vivido de vender pisos. Atrás habían quedado los años locos de juventud en los que tocaba el bajo de verbena en verbena. Orquestas míticas como Nueva Sinfonía o Pasadena con las que se recorría España de pueblo en pueblo. Allí, por las noches, salía la orquesta e intentaba satisfacer al público con esa pachanga que entra igual de fácil que la comida basura. Al día siguiente se subían a la furgoneta y conducían hacia el siguiente pueblo en fiestas. Hubo años de 180 bolos. Muchos días fuera de casa con gente dispar tocando música popular. "Los días de músico me gustaban mucho. Pero es un mundo muy peculiar y hay que tener mucha paciencia con los compañeros. Son muchos meses dentro de una furgoneta. La convivencia es lo más complicado de todo. Pero lo demás es divertidísimo. Y luego estaba la música que tocábamos, que no es la que más me gusta. Eso de salir al escenario y tocar Paquito el Chocolatero... La verdad es que acabé muy quemado de la música".
Pasados los 30, su pareja le dijo que ya estaba bien de tanta orquesta, que eso se había acabado. Aunque Luisen ya sabía lo que era renunciar a la música porque su padre, Antonio, que trabajaba de comercial, murió cuando él tenía solo 23 años y tuvo que arrimar el hombro para ayudar a su madre. Emilia pintaba abanicos y fue quien le inculcó la vena artística, quien le enseñó a disfrutar de la música y la pintura, que siempre se le dieron bien. Sus padres ya murieron, perdió a dos hermanos y la tercera no le habla. Así que toca mirar hacia abajo. Luisen tiene un hijo de dieciocho años que no le gustan sus sombreros y reniega de Ruzafa. Él prefiere Malilla, un barrio en plena transformación que este agente inmobiliario prevé que será "muy bueno" en unos años. "Se está construyendo mucho y los servicios que va a tener en cuanto a parques y dotaciones municipales van a ser impresionante. De aquí a cinco años ese barrio va a ser de lo mejorcito, pero no deja de ser Malilla y a mí me gusta el encanto de Ruzafa. Yo esto no lo cambio".
Él nació en Doctor Sumsi pero ahora está en la calle Dénia, en un tramo especialmente calmo que resiste sin garitos ni bares bulliciosos. Hace ocho meses, en aquellas Fallas extrañas a contrapié, abrió su estudio. Antes había probado a pintar sobre otras superficies que no fueran el lienzo ni el papel. Pasó el pincel por piedras y maderas, pero no le convenció. Y el textil ya estaba muy explotado. Así que un día cogió y pintó un sombrero. Aquello le cautivó. "Empecé a divertirme y encima colgué cuatro fotos en Instagram y gustaron. Así que me decidí a seguir".
Este artista va dando rodeos para explicar los tumbos que iba dando en su vida. Y habla de esto y aquello, de la famosa crisis de 2007 que arrasó con el negocio inmobiliario y que le obligó a cerrar, pero en realidad está silenciando el día que todo cambió realmente, el día que mutó por dentro y se convirtió en otra persona, en ese hombre que hoy es feliz sentado en una mesa alta, bajo un techo alto con vigas de madera y un par de lámparas colgando, pintando un sombrero Panamá, o un Fedora o un Trillby, que son los modelos que más trabaja. A Luisen le cuesta abrirse y explicar que a él, en verdad, lo que le cambió la vida fue una experiencia mística, un diálogo con Dios que le puso en el camino. "
¿Pero de verdad vas a contar esto?", pregunta, un punto abochornado, sobre ese asunto que sabe que mucha gente, en cuanto lo escucha, piensa: "Ya está, otro chalado". Él lo sabe, pero también sabe lo que vivió aquel día en Siete Aguas. Luisen tenía 45 años y había decidido irse al centro de Verbum Dei a hacer unos ejercicios espirituales. Quince días de silencio absoluto. Dos semanas de introspección. Siempre le había llamado la atención Verbum Dei y pensaba que formaban una secta. "¡Pero qué va! Es gente normal y corriente, pero tienen el gusto de conocer al Jefe. Y yo tuve el gusto de tener esa experiencia tan bonita y enriquecedora espiritualmente".
El sombrerero se apresura a contar que siempre que algo le gusta, profundiza. Y que por eso comenzó a estudiar Ciencias Religiosas. Como antes, fascinado por la cultura árabe, empezó Filología Árabe. O que, como le gusta mucho caminar por el monte, se hizo técnico de senderos. "Tengo el título y puedo homologar senderos. De hecho, he diseñado alguno por la Comunitat. Uno que me gustaba mucho es en La Vallesa, en La Cañada, porque se puede ir en metro desde la ciudad. Planteé un pequeño sendero circular que llega a un poblado íbero. Es muy sencillo".
Se ha vuelto a escapar, ha vuelto a abrir un sendero para huir de aquella experiencia mística en Siete Aguas. Pero no tiene escapatoria y esta entrevista también es circular, así que le toca volver a esos días de silencio. Y se rinde. "Yo entonces no creía en Dios. Pero en una oración en silencio después de muchos días sin hablar con nadie, lo único que hice fue preguntarle al Jefe: "Oye, ¿pero Tú qué quieres de mí?". Y como esto es tan personal y no se puede demostrar, solo puedo decir, con honestidad, que yo oí una voz, que no era la mía, aunque salía de dentro de mí, llámalo voz, llámalo algo, que me decía que fuera feliz. Lo que me pedía que hiciera por Él, es que fuera feliz. Y eso me rayó muchísimo. Yo decía que la felicidad era un utopía, que era imposible de alcanzar... Pero cuando oí esa respuesta, que es imposible que viniera de mí, dije: ¿Aquí qué pasa?".
Aquel diálogo, o lo que fuera, le llevó a una transformación interior. "Cambié mi vida totalmente a raíz de esa experiencia. Pasé de ser un desgraciado sin rumbo a tener claro para qué estoy aquí y por qué. Mira si cambia el cuento: de no tener un objetivo vital a tenerlo. Aprendí que trasciende todo lo que hagas y dejes de hacer. El cómo lo hagas. Yo antes me preguntaba por qué o para qué hacía las cosas. Ahora me pregunto desde dónde hago las cosas. Las hago desde el corazón, desde la mente, desde la máscara... Desde dónde actúo. Y eso me ha cambiado la vida. Y por eso me gusta pintar sombreros, porque pongo mucho amor en lo que hago. No renta el trabajo que hago con lo que gano. Pero cuando veo que se llevan el sombrero y están contentos, o los niños entran y dicen que esto es muy bonito, sé que estoy haciendo lo correcto".
Hoy Luisen es un hombre feliz pintando sombreros. Hoy sabe que la felicidad no es tener todo lo que deseas sino hacer lo correcto. Y por eso, quizá, después de mucho tiempo sin tocar, después de estar cuatro años poniéndole excusas al padre del compañero del colegio de su hijo que le decía que tenían un grupo, que le insistía en que fuera a ensayar con ellos, un día accedió, rescató su instrumento negro y hoy puede decir que es el bajista de King Size, una banda de soul y rock que el 3 de junio llevará a su local para celebrar el inicio de Ruzafart.
Aunque él quiere prosperar como sombrerero, un hombre que vende sombreros en una ciudad donde casi nadie los lleva. Pero la clientela crece fuera de València. Le contactan por Instagram y le hacen los pedidos. Ingleses, neerlandeses, italianos... "A los italianos les encanta llevar sombrero de paja durante todo el año. Los holandeses llevan sombrero de invierno, pero cuando viene aquí se lo tienen que poner porque se achicharran. Y los ingleses también. Dentro de España, vendo sobre todo en Madrid y en el País Vasco. Y a quien menos vendo, es a la gente de aquí, que solo lleva sombrero en la playa".
Pero Luisen no quiere hacer solo sombreros para la playa, su idea es para vestir en la ciudad. Lo primero que hizo fue buscar material autóctono, y lo encontró en Gata de Gorgos, donde, dice, hay tradición de fabricar cestas y sombreros. Así que allí contactó con un par de proveedores que le nutren de sombreros valencianos. Luego él los pinta. A veces tira por lo abstracto y empieza a echar pintura hasta que sale un dibujo bonito, y otras se va "a lo fino". En ocasiones se sienta en un parque y hace un boceto con los lápices en sus libretas. "Por eso cada sombrero es distinto; no hay dos iguales. Cada uno me pide algo diferente". Y dice "me pide" porque su trabajo comienza sujetando el sombrero con las dos manos y poniéndolo delante suyo. Está un momento en silencio hasta que le sugiere algo y empieza a desarrollarlo con sus pinceles.
Luis Enrique ha ido sacando algunos de sus sombreros y se los ha ido poniendo encima de su cabeza despoblada. No se ha quitado, eso sí, el delantal negro con marcas de pintura que lleva puesto. "Lo que más trabajo son los sombreros Panamá, de ala un poquito más ancha, el Fedora y el Trilby, que es como un sombrero tirolés. El Fedora suele ser de fieltro en vez de paja. Y luego las pamelas, claro. Eso en verano. En invierno hago boinas y sombreros de fieltro. Uso gorra y sombrero siempre. Mira, este me lo he pintado para mí, un Trillby. Lo vendo más para hombre, pero a las mujeres les está gustando cada vez más. Yo me propuse no hacer solo sombreros para la playa, que se pudieran llevar también por la ciudad. Y yo lo llevo, vaya. Aunque en València lo lleva poca gente".
El precio oscila entre los 30 euros de un trillby y los 55 de alguna pamela. Sobre la mesa descansa una que es para una mujer que le llevó el vestido y los zapatos que iba a vestir en una comunión y quería un tocado a juego. También está quien llega y le pide un dibujo concreto. Entonces Luisen tuerce una mueca. "A veces me piden dibujos concretos pero casi siempre me niego a hacerlos. Si te gustan los perros, déjame que me inspire y yo te hago un diseño relacionado con los perros, pero no me traigas la foto de tu perrito porque me aburre muchísimo reproducirlo".
Algunos influencers de fuera de España ya han empezado a dar a conocer su obra. Al artista no le gusta dar nombres, aunque cuenta que hace unos días estaba pintando en el Mercado de Tapinería y se le acercó un jugador de balonmano que le hizo un encargo y le pidió que se lo enviara a Eslovenia.
Él los pinta sobre todo con acrílico de la marca Goya, como el pintor, obvio, y al acabar, cuando ya está seco, le aplica un barniz para fijar la pintura y que no se deshaga si se moja. Suele hacer uno o dos al día. A él le encanta el azul y todos sus sombreros tienen esas tonalidades. Entre gorras y sombreros, suma una veintena. Cree que no tardará en poder vivir de esto, pero al principio fue difícil porque se instaló en Ruzafa y no encontró a nadie que le ayudara a dar los pasos que tenía que dar un artista para vender su obra. Por eso ahora se ha juntado con otros y ha fundado la Associació Russafa Artística (ARA). Luisen es el presidente y dice que está para ayudar a otros artistas y artesanos del barrio.
Su rincón es acogedor y su rostro, el de un tipo feliz con su quehacer. Allí, antes, hubo pintores y una librería de lance. Ahora es la tienda y el taller de 'El pintor de sombreros', y también uno de los escaparates más llamativos de Ruzafa.