Dicen que seguir aprendiendo mantiene el alma joven, así que una intenta mantenerse siempre abierta a adquirir nuevos saberes. De hecho, en estas últimas semanas he hecho un descubrimiento fascinante: resulta que, a pesar de lo que yo creía, poner en marcha un sistema de acogida de refugiados y migrantes no es un asunto inviable ni una pesadilla burocrática sin solución, sino que basta con ponerle un poquito de interés al asunto y, ¡ala!, ahí tienes un dispositivo en marcha para no dejar tiradas en una reja a las víctimas de la violencia. Esto, para mí, ha supuesto un cambio de paradigma total: no es que fuera materialmente imposible albergar a la gente que escapa de la barbarie y facilitar su regularización, sino que los éxodos que nos habían tocado hasta ahora no nos gustaban lo suficiente como para actuar con eficiencia. ¡Ay mecachis, vaya sorpresón!
La agilidad con la que se ha gestionado la llegada de familias ucranianas tras la invasión rusa nos demuestra que en los mercados de la desgracia humana siempre hay víctimas de primera y de segunda. Puestas las cartas sobre la mesa, y ante un catálogo tan amplio de migrantes, es hora de sistematizar mejor este proceso de elegir a qué personas nos apetece quedarnos. A continuación, propongo una guía orientativa para acordar qué perfiles nos hace ilusión sumar y a quiénes desdeñamos (aunque ello pueda suponer una condena a muerte o, al menos, una buena tonelada de sufrimiento).
- Como ya se está viendo estas semanas, es fundamental priorizar la acogida de niños rubios de ojos azules y aire primoroso frente a otros de cromatismos distintos. Pero no por racismo, ¿eh? Que ya sabéis que los españoles no somos racistas. Es simplemente que los infantes de mirada clara, tirabuzones dorados y mofletes sonrosados nos van bien para los catálogos de trajes Primera Comunión y para la campaña de la Vuelta al Cole de El Corte Inglés. Se trata de una necesidad comunicativa de este país, qué le vamos a hacer. Además, aprovecho este momento para remarcar la diferencia semántica entre MENAS, es decir, delincuentes juveniles que vienen a robarle la pensión a tu abuela, y adorables huérfanos de guerra con la sonrisa de mil soles.
- También constituye un factor decisivo que vengan huyendo de algo que nos importe una miaja. La solidaridad se nos desboca con las guerras que están de moda y dura hasta que la siguiente catástrofe nos hipnotiza las pupilas. Un par de semanitas preocupadísimos por las víctimas de tal contienda y después, a otra cosa, mariposa. Si se trata de gente que huye de un conflicto enquistado desde hace años en un país africano que no abre telediarios, pues mira, es que nos da absolutamente igual. Y si escapan de la hambruna y la miseria que azota un territorio que no sabemos situar en el mapa, encontramos un total de cero unidades de interés en nuestro corazón. Queremos refugiados trendy.
- Otra cuestión clave es que sean tipos simpáticos y dóciles, corderos mansos, disciplinados y dicharacheros. Que finjan que les hacen gracias los 800 comentarios racistas, que aseguren que se sienten muy bien acogidos y que repriman todo sentimiento de frustración e injusticia. ¿No te hemos salvado la vida? Pues más te vale sonreírnos y demostrar gratitud eterna. Por supuesto, descartamos completamente a quienes sueñen siquiera con exigir condiciones laborales dignas o no estén dispuestos a agradarnos 24/7. Nadie quiere migrantes que refunfuñen sobre el racismo sistémico que tan apaciblemente toleramos y nos señalen las costuras de nuestros cimientos morales.
- A la hora de adquirir exiliados, considero esencial que podamos explotar su desgracia en televisión con formatos lacrimógenos y sensacionalistas. Que nos den la dosis justa de pornomiseria para reconfortar la conciencia biempensante y hacernos sentir maravillosas personas por acoger en nuestro seno a esos pobres desgraciados. Los niños de ojos grandes van bien para esto y suelen funcionar estupendamente en cámara, pero también se puede ser un carroñero con adultos estremecidos por llanto y la pérdida. El ingrediente definitivo para añadirlos al carrito de la compra es que cuenten en su porfolio de tragedias con varias anécdotas conmovedoras que poder relatar entre el repaso a la actualidad del Congreso y la penúltima ocurrencia de Paquirrín.
- Por supuesto, un requisito irrenunciable para aquellos extranjeros pobres que aspiren a ser medio aceptados en nuestra sociedad es no equivocarse nunca. No pueden permitirse cometer un error porque ya sabemos que aquí el fallo de un migrante implica una condena a toda su comunidad. Tienen que ser excelentes en todos los asuntos en los que se involucren, exigimos que cuenten con un expediente impoluto, que sean vecinos extraordinarios en cada instante de cada día, que jamás cometan una acción reprobable. Solo nos valen los mejores estudiantes, los trabajadores más sacrificados, los más emprendedores. Y si de vez en cuando ponen su vida en riesgo para salvar a algún españolito ‘de verdad’, mucho mejor (porque ya sabéis que, por mucha nacionalidad que tengan, esos migrantes jamás van a ser considerados ciudadanos de primera, sino apéndices exóticos de nuestra vida en común).
- Resulta capital cribar por profesión. Dado que únicamente observamos la vida de estos individuos que huyen del horror desde una perspectiva utilitarista, es de recibo poder seleccionarlos como si fuéramos los jefes de Recursos Humanos de una empresucha de medio pelo. En concreto, solo deberíamos aceptar desplazados de dos tipos. Por una parte, asistentas explotadas y humilladas, temporeras coaccionadas y sometidas a todo tipo de abusos y operarios de fábrica, sin papeles ni contactos a los que, en caso de accidente grave, poder dejar abandonados y moribundos en la puerta de un hospital. La otra opción que también nos vale son aquellos recién llegados que estén forrados y se dediquen a comprar inmuebles e invertir en negocios, pero entonces no los llamaremos refugiados ni migrantes: ahí serán expats o empresarios extranjeros y enseñarán su finca de Marbella o su cabaña chic de Baqueira Beret en el Hola.
- Y por último, pero no por ello menos importante, esperamos que nada en su aspecto y sus costumbres nos resulte desconocido o extraño. Solo estamos dispuestos a practicar la empatía con sujetos con las que nos podamos sentir plenamente identificados, con aquellos de los que podamos exclamar: “¡son como nosotros!”. Lo otro, como nos vienen diciendo desde hace años, es buenismo ¡y aquí estamos en contra del buenismo! De hecho, apostamos por la maldad y la crueldad. A ver, permitimos que tengan algún plato típico especial que llevar a una cena temática o alguna celebración pintoresca a la que nos invite su familia. Eso bien, nos hace sentir cosmopolitas. Pero nada de tener que asumir que habitamos una sociedad diversa, compleja y poliédrica, con manifestaciones culturales que no podemos reconocer en nuestros álbumes familiares. Ansiamos socorrer a versiones desamparadas de nosotros mismos, por menos de eso yo no llevo los jerséis viejos a la parroquia.
Esta guía, por supuesto, solo constituye un conjunto de indicaciones básicas para elegir a quién permitimos reconstruir su existencia y a quién dejamos morir sin ningún tipo de remordimiento en una tienda de campaña helada o en una balsa de juguete en mitad del Mediterráneo. Se pueden ir añadiendo requisitos y condicionantes al gusto del consumidor hasta lograr un inventario de seres humanos que nos parezcan dignos de vivir entre nosotros. Porque, ¿acaso nuestros deseos no son lo más importante del mundo?