VALÈNCIA. La tienda, Corchos Gómez, es como un gran belén lleno de belenes. Cruzas la puerta de este comercio luminoso y de repente te ves rodeado de decenas de Niños, Vírgenes y Reyes Magos. Avanzas un poco y empiezas a escuchar el sonido de sofisticadas norias que giran cogiendo el agua y soltándola en una especie de abrevadero. Hay fortalezas con puentes levadizos y cordilleras del tamaño de un antebrazo. Pero lo que más abunda es la historia de una familia, los Gómez, que ha dedicado tres generaciones y 75 años al belenismo y al corcho. Allí, como por arte de magia, entras en otoño y sales en Navidad.
Jorge Gómez es el último eslabón y, como muchos de la tercera generación de una empresa familiar, no rezuma romanticismo. Es muy bonito que un negocio pase de padres a hijos, pero cuando te dejas la vida allí dentro, cuando tienes que estar todo el día de pie y cuando hay que cuadrar las cuentas en años tan complejos como este, te quedan pocas ganas de perpetuar la marca.
Sus hijos tienen 24 y 19 años y no dicen ni que sí ni que no. Jorge, el mayor, está a punto de acabar Derecho. Y Marta, la pequeña, está estudiando ADE y quién sabe si eso es una pista de que ella puede llevar el negocio familiar a la segunda mitad del siglo XXI.
"No sé qué es lo que harán. No tengo yo la respuesta. Yo les digo que no, que hagan su vida y estudien su carrera. Porque estar detrás de un mostrador, y mucho más en estos tiempos, es muy complicado. Pero, bueno, ellos tienen la decisión", advierte el titular del negocio.
Poco poco, palabra a palabra, frase a frase, se va ablandando. Los recuerdos de su abuelo, todo una artesano, y de sus padres, que prácticamente desaparecían las semanas previas a la Navidad, van imponiéndose a los días sin clientes, a la soledad del verano, a la incertidumbre de los tiempos nuevos. Y así aflora el recuerdo del día que el padre de Jorge le soltó a su hijo una de esas frases casi novelescas: "Si quieres seguir, aquí estaré. Y si lo quieres dejar, el negocio se perderá". Y Jorge, el tercero de los Gómez que ha consagrado su vida al corcho, no tiene claro que sus descendientes merezcan ser colocados en la misma encrucijada. "No sé si yo llegaré a pronunciar esa frase. Porque eso significará que tendré que seguir aquí al pie del cañón", aclara el empresario, que tiene 54 años y ya empieza a hacer cuentas de lo que le queda en activo.
El origen de todo está en el corazón de la Sierra de Espadán. Sus abuelos eran de Eslida, uno de los pueblos, como Soneja, Aín o Almedíjar, donde cada verano cogían un hacha y un mulo y despellejaban unos cuantos alcornoques. José Gómez Galindo y Carmen Segarra abrazaron esta tradición en los años 40. Algún emprendedor del pueblo se había atrevido a bajar hasta la gran ciudad para abrir una tienda de corcho, que, en aquellos años, se utilizaba mucho para cerrar botellas y garrafas. El abuelo trabajaba en un fábrica de tapones en el pueblo hasta que decidió irse con su mujer a València para trabajar en la tienda de aquel vecino audaz.
La pareja debió contagiarse del carácter de este modesto empresario y en 1944 decidieron que ya estaba bien de trabajar para otros, que ellos también podían hacerse un nombre en ese pequeño tramo de la calle Quart, en el barrio antiguo, donde había varios establecimientos dedicados a la venta del corcho.
El invento del monje Dom Pérignon (1638-1715) siglos atrás, que fue quien descubrió el corcho para taponar las botellas de champán, se expandió por toda Europa y permitió que a mediados del siglo XX, dos vecinos de Eslida, José y Carmen, vivieran de esto. Aunque luego llegó el plástico y arrasó con casi todo.
Sus hijos, José Ramón y Josefina Gómez Segarra, heredaron la tienda y la trasladaron a otro punto de la misma calle. Ellos vivían en la primera planta y trabajaban en un bajo diminuto de ese mismo edificio.
En los años 60 se celebraba la Feria del Juguete y el belenismo, que no tenía tanta fuerza como esta industria, encontró ahí su nicho. Un fabricante de nacimientos convenció en esa feria a la mujer de José Ramón para que lo introdujera en su negocio al calor de la Navidad. "Y así fue como en 1966, el mismo año que yo nací, empezaron a vender belenes", celebra Jorge Gómez, el hijo de José Ramón, que ha vivido desde entonces la evolución de este género que abarca desde el plástico hasta el barro. "Nosotros, y más en estos tiempos de tiendas multiprecio y bazares, hemos intentado distinguirnos a base de la calidad.Y en los últimos años he apostado también por el comercio online, una decisión que me ha permitido compensar lo que se ha ido perdiendo de venta en el mostrador", detalla este pequeño empresario que trabaja solo todo el año, salvo en la temporada navideña, cuando incorpora a dos familiares para que le ayuden en las semanas de más ajetreo.
Jorge Gómez tomó el relevo a principios de este siglo, cuando se jubilaron sus padres. Y todos los años, en cuanto llega noviembre, transforma la tienda en una exposición de figuritas y pesebres para aprovechar el tirón y la nostalgia de la Navidad para engordar las cuentas antes del 7 de enero. Ese día, con los contenedores llenos de cajas de cartón y papel de regalo, lo retira todo, reduce la parte expuesta al público a la mitad y regresa al corcho, como sus abuelos hace 76 años. Ahora tiene otras salidas y sus clientes van desde usuarios que quieren colocar una lámina bajo el parqué para insonorizar su vivienda a colegios que quieren poner un panel en cada clase, pasando por esos estudios de yoga que se multiplican por la ciudad gracias a cuarentones y cincuentones que, con sus esterillas a la espalda, acuden en busca de un equilibrio físico y mental. "Y así, con un poco de aquí y un poco de allí, te vas defendiendo", concluye Jorge.
Su primer recuerdo de niño rodeado de corcho es la figura encorvada de su abuelo mientras le daba forma a sus trabajos con esta materia prima. "A mí, siendo un crío, me encantaba bajar a verle trabajar a mano. Porque era un gran artesano. Mis recuerdos de crío son de mi abuelo. Mi padre dice que mi abuelo le hizo las cuñas a todos los cojos de València, los que tenían una pierna más alta que otra".
Ahora el problema es el coronavirus. Y por culpa de la pandemia este año se han formado unas colas a la entrada de Corchos Gómez tan tremendas que han llamado la atención de todo el barrio. "Era una cuestión de concienciación y de responsabilidad. He limitado el aforo a diez personas y eso ha hecho que no cupieran todos. La verdad es que ha sido un año difícil porque muchos clientes de iglesias y parroquias no han montado sus belenes por la reducción de aforo. Espero que todo vuelva a la normalidad el año que viene".
Qué lejos queda la infancia, aquellos años en los que se iba a vivir con los abuelos de noviembre a Navidad. Cada tarde, al salir del colegio Escolapios, su abuelo le esperaba en la puerta, en la calle Carniceros, y le llevaba a casa de la mano. Antes de subir veía de lejos a sus padres, que estaban allí dentro sin parar de trabajar, y se iba para arriba. "Luego, en Navidad, ya pasaba más tiempo con ellos".
La tradición del belén va perdiendo fuerza. Los padres más jóvenes ya no están dispuestos a gastarse un dinero en un belén repleto de figuritas sino que se quedan en algo mucho más austero. "Mi público, en esta época, es gente de 45 años en adelante. No hay un relevo generacional. Son los que tienen la tradición de belén y lo viven de forma muy diferente a las generaciones que vienen por detrás, que con poner las seis piezas del Nacimiento, un arbolito y una fuentecita les sobra. Y es algo súper respetable. Pero, a cambio, la gente mayor, por lo que yo he vivido este año, viene y te dice: 'Tenía ganas de darme un capricho y este año lo voy a hacer'. Y eso lo hemos notado un montón. Pero, en general, el gasto se ha reducido un poco. Pero la alegría y el sentimiento de hacer la representación y tener algo en casa no se han resentido".
Lo que más se vende son los Nacimientos. El cliente encuentra desde uno de plástico por diez euros hasta otros hechos en barro lienzado, "que es artesanía pura", en los que el gasto se puede disparar. En la tienda lo más caro es un Misterio de Jesús Griñán que está valorado en 900 euros. "Luego, bajo pedido, trabajamos otras piezas que superan este precio".
Jorge Gómez es de los de cuchillo de palo en casa del herrero y en su casa hay un nacimiento y poco más. Aunque antes, cuando sus hijos eran pequeños, se esmeraba mucho más. Al cumplir los diez años y perder el interés, dejó de complicarse porque, la verdad, ya se empachaba de escenas religiosas en su tienda, la tercera de los Gómez en la calle Quart. Inamovible desde los 80.
En la Sierra de Espadán se sigue desnudando al alcornoque en verano, pero la piel, de mucha fama, se reserva para las bodegas más reputadas de todo el mundo. Para otros usos del corcho, las industrias se han concentrado en la provincia de Girona, en localidades como Sant Feliu de Guíxols y Palafrugell, aunque a Jorge Gómez también le gusta uno que proviene de Portugal y que no se manipula en España. El que vende ahora para recrear las montañas del belén cuesta entre cinco y seis euros el kilo. Pero en cuanto la estrella dejé de señalar en dirección al pesebre, guardará las figuritas y las fuentes y volverá a encomendarse a los yoguis y a los profesores. Hasta que vuelva la Navidad y, con ella, los recuerdos del primero de los Gómez, el abuelo artesano que vino desde Eslida cargado de corcho.