Hoy es 11 de octubre
VALÈNCIA. Sara Caballero tiene cien mil seguidores en Instagram, esa red social donde si no estás, si no te muestras, no existes, y si no eres inapelablemente feliz, enturbias el paisaje y enrareces el ambiente de impostada perfección que se respira en cada post, cada hashtag y cada story. Cien mil personas, también conocidos como followers, siguen su cuenta, La Mochila de Sara, para inspirarse, organizar sus vacaciones, planificar sus viajes o descubrir nuevos destinos que visitar por el mundo.
En estos tiempos de suprema globalización en los que todos estamos hiperconectados y donde lo viral ha redefinido la magnitud de las cifras, cien mil podría no parecer un número tan desorbitado, pero esta joven valenciana de 34 años es plenamente consciente del mérito que tiene y sigue sorprendiéndose con su propio éxito: "Si juntara un día a todos mis seguidores, podría llenar el estadio Santiago Bernabéu. Cuando lo pienso, me sigue pareciendo una locura".
El problema es que corren malos tiempos para ser influencer de viajes ya que una pandemia no es el mejor escenario para esta nueva profesión emergente en la que para triunfar hay que cumplir fielmente dos mandamientos, dos principios fundacionales del oficio: viajar y ser feliz. O por lo menos parecerlo, que de sufrimientos y penurias ya están los informativos llenos. "En estos días de confinamiento me han bajado mil seguidores porque la gente siente rabia y nostalgia, no están pensando en viajar, les da pena imaginar los viajes que tuvieron que cancelar y que de momento no van a poder hacer". Los cimientos de este mundo virtual parecen tan endebles como los del mundo real, el de carne y hueso, el de guantes de látex y mascarillas. Ha pasado de viajar en primera a ser la última en embarcar en esta desescalada incierta, gradual y asimétrica.
Para una persona que ha transitado por los cinco continentes y que está acostumbrada a hacer al menos un gran viaje al mes, el cierre de las fronteras supone un giro de guion que desarma por completo la trama de su vida. "Me siento encerrada en Madrid, atrapada en esta ciudad que siempre ha sido tan acogedora pero que ahora no me deja escapar de aquí. Además tengo miedo cuando salgo a la calle. No lo he tenido nunca viajando sola por el mundo y lo tengo ahora en mi propia ciudad". Y la situación, de momento, no va a mejorar. "Va a ser aún más duro cuando el lunes otras ciudades pasen a la fase uno y nosotros no".
Así es la vida de una viajera en tiempos de coronavirus. Se acabaron de momento los paseos al atardecer por los arrozales de Ubud en Bali, por los templos de Angkor en Camboya o por el barrio lisboeta de la Alfama, pero con estas nuevas reglas del juego, le proponemos a Sara explorar los límites del confinamiento, viajar dentro de lo que el protocolo de seguridad permite y esperar a que sean las ocho de la tarde para redescubrir el centro de esta ciudad que la acogió hace 11 años cuando dejó Valencia para venirse a la capital a estudiar ADE. Con una hora como tiempo límite y un kilómetro como distancia máxima, se pueden visitar muchos rincones icónicos de Madrid.
Primera parada, la Puerta de Alcalá. Jalonada por un enorme crespón negro en homenaje a las víctimas, se ha convertido en un símbolo de la resistencia en la ciudad más golpeada de España por el virus. Resulta emotivo ver cómo Sara, una persona que ha recorrido medio mundo, se emociona al reencontrarse con la protagonista de la canción de Ana Belén y Víctor Manuel. "Mírala, mírala, ahí sigue igual de bonita". Se apresura a sacar su móvil de manera instintiva y dispara una foto que parece precipitada y espontánea pero que está perfectamente medida. "Ahora, un buen filtro, una canción y directa a mis stories". En menos de un minuto la fotografía está retocada y ya viaja por la red con la música de 'Lady Madrid' de Pereza. La vida en directo, la vida compartida.
Un gesto tan aparentemente sencillo como este es la esencia de su trabajo. Algo tan inocente y naif como compartir una fotografía en redes sociales puede ser un negocio que reporte beneficios más que considerables. "Yo tengo una tarifa, cada foto mía cuesta 500 euros. Las marcas me contactan y me pagan para que suba fotografías con sus productos porque eso les ayuda a vender más. Así de sencillo".
Cuando el producto en cuestión es un país, una ciudad, las oficinas de turismo operan de la misma manera. "Me contactan de turismo de Noruega por ejemplo y me ofrecen pasar una semana en los fiordos noruegos con todos los gastos pagados para mí y para mi acompañante, y además me pagan unos 1.200 euros. O me llaman de la oficina de turismo de Roma y me piden presupuesto por invitarme a que pase cuatro días allí. Son ellos quienes me buscan y se ponen en contacto conmigo porque saben que eso les ayuda a promocionarse". Así funciona, o más bien funcionaba, un negocio que a Sara le pilló desprevenida. Este no era su plan de vida, no estaba en su hoja de ruta y todavía hoy habla con cierta incredulidad en su tono de voz, como si aún no se creyese lo que le está pasando.
Bajando por la callé Alcalá en dirección oeste, cruza por delante de la Cibeles mientras reconoce que no le gusta el término influencer, "yo prefiero creadora de contenidos", y confiesa que empezó en este negocio casi sin darse cuenta. El plan era tan perfecto que no podía ser un plan. "Yo estaba trabajando en una empresa de moda y calzado. Simplemente viajaba porque es mi pasión y subía mis fotografías sin ninguna pretensión, solo para que las vieran mis amigos y mi familia". A partir de ahí, Instagram hizo su magia. Algo en el encuadre de sus fotografías o en su gesto alegre y hedonista captó la atención de miles de seguidores. El contador subía cada día y eso no pasó inadvertido para las marcas, siempre al acecho, que empezaron a hacerle las primeras ofertas.
Había llegado el momento de darle un giro radical a su vida. "Me pasaba el día trabajando para ahorrar y poder viajar, siempre mirando vuelos o juntando festivos para escaparme a otro país, así que al final me decidí a dejar mi puesto de trabajo estable y mi sueldo fijo a fin de mes, para probar suerte como viajera profesional. Me asustaba dar el paso pero no quería quedarme con las ganas de probar. Hace dos años de eso y aquí sigo".
Esta joven criada en el centro de Valencia, en Fernando el Católico, y con media familia en Aldaia, ha conseguido que su cuenta de Instagram sea la segunda con más seguidores de España en el ámbito de los viajes. Los gurús del marketing de las escuelas de negocio más renombradas del mundo seguro que hallarían una explicación. Ella no. "No sé por qué me siguen a mí", asegura dejando atrás el Banco de España y llegando al inicio de la Gran Vía, al punto exacto que retrató de manera meticulosa Antonio López. "No sé qué es lo que le gusta tanto a la gente de mí. Me suelen decir que les gusta mi naturalidad. Me escriben personas que valoran que ahora que tengo cien mil seguidores soy la misma que cuando tenía dos mil".
Sara es lista, despierta, inquieta y muy espontánea. Se le intuye una permanente sonrisa debajo de la mascarilla, "con la mirada también se sonríe". Quizá su éxito radique precisamente en esto, en haberse mostrado desde el principio sin adornos ni artificios en un mundo donde el postureo y el exitismo son la norma imperante.
El paseo transcurre entre una multitud desordenada de improvisados runners, ciclistas, paseadores de perros y parejas de viandantes, hasta llegar a una irreconocible Puerta del Sol. "Es extraño verla así, con tanta gente practicando deporte pero sin turistas. De momento habrá que esperar. Yo ya me he hecho a la idea de no volver a viajar hasta el año que viene, es como si hubiera perdido un año de mi vida, me han cancelado todos mis proyectos, un viaje a Chile y otro a Sri Lanka, pero soy optimista, creo que el sector turístico se recuperará".
Este viaje confinado termina a los pies de la Real Casa de Correos, en el kilómetro cero de Madrid, el punto donde empiezan todos los caminos. Ella tiene clara su dirección, sabe ya cuál será su siguiente viaje, el primer lugar que visitará cuando todo esto termine: "Me iré a Valencia, estoy convencida, echo mucho de menos a mi familia y el Mediterráneo". Al final, después de haberse bañado en el Caribe, en las Islas Griegas o en las playas de Tailandia, hay un rincón que sigue siendo especial para ella. "Cogeré el coche y me iré a la playa de El Saler, me sentaré en las dunas y observaré el mar". Lo hará sola, dice, sin el teléfono móvil. Esa postal no la verán cien mil personas. Solo ella.