VALÈNCIA. Cuenta Antonio Campos (él se llama así siempre que no esté encima de un escenario) que cuando sus padres se enteraron que se ganaba la vida de cabaretero fueron a verle. Primero su madre, a la que no paraban de decirle “mari, mira tu hijo qué guapo va”; Antonio corregía diciendo “ahora soy guapa, mamá”. Luego su padre: «tenía mucho miedo esa noche, y mi madre me contó que mi padre no me reconoció. “¿Cuándo sale Antonio?”, dijo, y mi madre le respondió “Ha salido ya tres veces, es el que hace de Sara Montiel” y mi padre soltó “Me cago en la ostia” y se quitó la boina que siempre llevaba encima. Se quedó pasmado». Campos ha acumulado centenares de historias que le han ocurrido a lo largo de su carrera, iniciada a los pies de la democracia española. Un día se disfrazó de Sara Montiel como una broma, y ya no pudo dejar el traje, ni el coqueteo, ni las risas. Lo hizo en el mejor momento posible, cuando ya sabía que su vida como camionero (antes sería albañil o repartidor de hielo) no era lo suyo.
Encima del escenario, Antonio Campos se convierte en La Margot, uno de los personajes esenciales de la noche valenciana desde finales de los 70. Surgida desde la marginalidad, ahora tiene un rincón reservado en la Galería 7 del IVAM, dentro de la muestra Contracultura: resistencia, utopía y provocación que se inaugura este mismo jueves. “No me podía esperar este homenaje, pero creo que me lo he ganado a pulso”, dice. “Me alegro que me lo hayan hecho en vida y no hayan esperado a que me muera”, comenta también. Antonio Campos, cuando no es La Margot, no puede dejar de lado cierta coquetería y algo de vanidad. Pero la historia le ha acabado dando la razón, tanto a ella como a todos y todas los que lucharon por crear espacios de libertad en aquella Transición que se olvidaba y se dejaba a gente por el camino: “Los 80 fueron muy bestias y muy crueles”.
El personaje de La Margot se convirtió, la misma noche en que nació, en un mito. “Pensaba que era solo para algún sábado y me contrataron para toda la semana. Cuando supe que tenía que hacer un espectáculo para ganarme la vida, me depilé y empecé a buscar chistes para hacer un número cómico, mientras Juan Izquierdo se encargó de copiar para mí los trajes originales de Sara Montiel”, cuenta. Al principio, temía que la gente se burlara, pero en realidad lo que pasaba habitualmente era que se escandalizaba. La Margot enfrentó al público valenciano a unos miedos que se imprimió la gente o que les imprimieron durante 40 años de dictadura. Cuando empezó a actuar, Rafa Marí escribió: “Ya viene la democracia a pasos agigantados, y podemos ver a un camionero de Bétera haciendo de Sara Montiel”.
Pronto, su espectáculo consiguió un público fiel. “Se dice que más vale caer en gracia que ser gracioso. Y yo tuve la suerte de caer en gracia, y después ser gracioso”, comenta. ¿Su secreto? Mientras colectivos como Ploma 2 y otros nombres de la contracultura explotaron el lado más ácido, más queer, La Margot era una excentricidad para toda la familia y todos los pueblos. “Yo he tenido fama de transgresor, pero es mentira, yo he sido siempre una persona muy legal. A mí nunca me ha gustado hacer el ridículo”, señala. “Había gente que venía a provocar, pero yo tenía el oído más fino que la lengua. Y si oía alguna palabra malsonante, paraba el espectáculo y a veces he tenido que tirar a gente”. Otra historia, cuenta que una vez, en mitad de un espectáculo, le lanzaron un cenicero grande. Paro el espectáculo y tiró al hombre que lo hizo. Años después, el mismo montó una discoteca en Manises y le invitó a trabajar en ella. Al final, la libertad se acaba imponiendo a la sinrazón.
Pero Antonio Campos ha tenido que vivir muchas sinrazones para llegar donde ha llegado: “en València y en todo el Mediterráneo siempre ha habido gays, ocultos y no ocultos, pero yo he tenido que chocar con mucha gente que no comprendía mi trabajo”. Al hablar, casi ha naturalizado las detenciones, las actitudes homófobas de la policía y las instituciones, el rechazo: «Los guardias te paraban, y aunque no te pedían el carnet, te decían “oigan, ni un grito por las calles. Ya tienen ustedes sus locales para que allí griten, bailen y hagan lo que les de la gana»". Cree que los tiempos en los que vivimos la cosa no ha mejorado tanto: “Hay que estar siempre en la retaguardia. Yo he tenido suerte porque siempre he sido muy discreto y muy reservado pero aún hay gente mala. Yo quiero que, seas más o menos femenina, te sientas igualmente seguro”.
Campos insiste una y otra vez en la misma idea: "La Margot acaba en el escenario y el maquillaje cae por el sumidero". Bajo las tablas, ya no hay personaje que valga; solo su propia vida, que decidió intentar vivir con los menores sobresaltos posibles, que no eran pocos. Una tercera historia: “Se enamoró de mí un tipo de 40 años que era de una familia millonaria de València. Pero en realidad estaba enamorado de La Margot. Querían que yo me fuera a la cama vestida así. Y yo no era así. Yo soy un tío y me disfrazaba para ganarme la vida. Él me quiso retirar, quería que me fuera con él a Australia para que su familia no supiera que le gustaban los hombres”. La Margot no solo hacía reir y desmontaba mitos con sus chistes y sus números musicales, también encandilaba: “Yo nací varón y moriré varón. Y sin embargo, he podido presumir de ser -en el escenario- más que una mujer. La gente se equivocaba, y no se creía que no fuera una hombre. Yo pesaba 70 kilos, llevaba caderas postizas para simular la silueta femenina, y mis ojos hablaban, y mis manos hablaban. Todos estos detalles dejaban a la gente prendada”. Así, consiguió ganarse la vida haciendo algo para la misma sociedad que decía que censuraba toda la escena de ambiente de la época: “Se han gastado mucho dinero en mí y me han conseguido todo lo que he querido. Recorrido cada pueblo, cada local, me he sentido muy mimado por mi tierra valenciana”, dice.
Una anécdota ilustrativa sobre esto último: “Yo empecé cobrando 2.000 pesetas y acabé ganando 15.000 o 20.000 pesetas porque cada vez que me iba de un local a otro a trabajar pedía el doble. En el ambiente gay me llamaban ‘La cerrojo’, porque en cuanto me iba mi gente se venía conmigo y cerraba el local”. ¿Su éxito? “Poder educar en el respeto a gente de la alta cultura, la media y la baja, heterosexuales, homosexuales, tramoyistas y guerreros”: “Bienvenido todo el mundo al espectáculo. Que aplauda quien quiera, y quien no, no está obligado, pero aquí cabemos todos y una frase mal dicha no la voy a consistir”, resume como filosofía encima del escenario.
Y entonces, las luces se encendían, y la magia ocurría. Antonio Campos ya no era él, era La Margot, hermana gemela de Sara Montiel (coincidieron en varias ocasiones, y la manchega admiraba su trabajo). Y también era otro buen puñado de personajes de que le han ido acompañando durante más de 40 años. “Los que hemos sido valientes nos hemos enfrentado a todo tipo de trabas, y envidias, todas”. La comedia escondía la marginalidad, la envolvía de alegría y de risa, y la enfrentaba aún más con la oscuridad con la que muchos pretendían esconderla. La historia ha acabado llevando el espectáculo de La Margo, tan marginal y tan tibio a la vez, a la institución artística más importante de la ciudad. “Ahora me queda esperar la vida, ir viendo lo que me depare el tiempo. Me siguen saliendo cosas, pero lo que pasa ahora es que nunca pagan. Yo ya dije hace año que quería retirarme habiendo hecho teatro y actuando en el Principal”, dice. Pero ante todo, coquetería y algo de vanidad: "¿Drag queen significa algo así como reina de la noche? Porque una cosa te voy a decir, yo sí fui la auténtica reina de la noche".