VALÈNCIA. Mateo Crespo parece vivir encerrado en una cápsula desde hace décadas. Una burbuja con cuatro paredes forradas de latas, botellas de vino y todo tipo de viandas. Y allí pasa los días. De sol a sol. Salvo los domingos, que cierra y se va a cuidar la pequeña huerta que tiene en Torrent, o los jueves, que sale a comer con los amigos a mesa y mantel, al contrario que el resto de días, que los suele salvar haciéndose un bocadillo de fiambre o abriendo una lata de conservas. Su pequeño mundo tiene un curioso nombre, el Niño Llorón, un ultramarinos que lleva en Ruzafa toda la vida.
Y la vida discurre mientras él y su negocio permanecen inalterables. Y pasó una postguerra gris de hambre y desabastecimiento y una riada y la llegada de la democracia y la colonización de los modernos barbudos con sus perros flacos, pero el Niño Llorón se mantuvo en pie vendiendo obleas, dátiles y garbanzos. Como siempre. "El día del Golpe de Estado, el 23-F, estuve trabajando hasta las tantas y al acabar, cerré, mi hermano se fue hacia la Fuente de San Luis y yo a la carrera de Malilla, que es donde vivía entonces, y no me enteré de nada. Y si había tanques por las calles, yo no los vi. Y al día siguiente me levanté y vine a trabajar, como todos los días. Aquí dentro no te enteras de nada", advierte.
Mateo se jubila. Bueno, en realidad, lleva años de jubilación activa, pero ha llegado el momento, a los 67, de ceder la tienda y, aunque proclama que nadie es imprescindible, lleva semanas, y se tirará meses, adiestrando a su sucesora, Antonia, una mujer que ya le había ayudado dos o tres años en la campaña de Navidad. Y el año que viene, cuando constate por enésima vez que el Niño Llorón sigue siendo el Niño Llorón, se irá.
Y mientras cede el poder, se debate en una lucha interna entre los dos Mateos que tiran de él: el que le dice que no puede abandonar un negocio como ese, de los que ya casi no quedan en València, que además es la herencia de su padre, y el que le llama para vivir como una persona libre los años que aún tenga por delante para aprender inglés, ir al gimnasio o enfrascarse en el bricolaje. Dice que nunca se le ocurrió poner un cartel de 'Se traspasa' y dejar que el azar eligiera a la persona que cogiera la tienda de comestibles y, quién sabe, decidiera hacer allí una cosa moderna sin sitio para los productos de siempre. "Por respeto a mi padre", añade con solemnidad.
Su padre, que murió en 2002, dos años antes que su madre, está por todas partes. Está en un retrato al óleo que hay junto a la puerta, está en la fotografía en blanco y negro, sobre la entrada, donde sale de perfil junto a su mujer, y está en cada rincón de ese negocio que abrió en 1930, hace un mundo, casi cien años, en el que no quiso enemistarse con los vecinos de la bodega Burgos que había al lado, pared con pared, y por eso renunció a vender vino en un primer momento.
La tienda, en verdad, era una delegación de una casa de Barcelona que importaba café y chocolate de Naguabo, una ciudad caribeña, y que estaba en la calle Ercilla, en el centro de València. "Si te fijas, en el viejo cartel, un lienzo pintado a mano, pone Consuelo Prats, que era la dueña, una mujer mayor y soltera que tenía la tienda. Pero en la Guerra Civil perdió importancia y mi padre, que era aprendiz con 14 o 15 años, cerró la tienda y se vino para aquí. Esto era una tienda de hilos, una especie de paquetería, que reformó. La mujer ya casi ni bajaba, lo hacía todo mi padre. Y cuando pudo, con ayuda de las marcas comerciales, cogió el traspaso en 1940 o 1941 y ya se quedó él al frente hasta que murió".
El cartel al que se refiere Mateo es un lienzo que está colgado en una pared. Es el dibujo de un niño cabezón que llora porque se le ha caído la taza de chocolate, que aparece desparramada por el suelo. El dibujo se ha hecho muy popular más por lo llamativo que por su calidad pictórica. "Como el nene llora y el Naguabo es un diptongo que a la gente le cuesta pronunciar y recordar, pues empezaron a llamarnos de todas formas: el cabut, el ploró, el de la llagrimeta... Y a principios de los 60 la gente ya empezó a decir el niño llorón, nos cayó en gracia y cambiamos a el Niño Llorón".
El lienzo estaba hecho a la medida de un pilar de la calle Ercilla. Después se retiró y estuvo acumulando polvo en un almacén hasta que Mateo, el hijo, lo encontró y decidió ponerlo en la pared del nuevo establecimiento. Fuera, en la entrada, hay una reproducción. La de ahora es un vinilo porque la original, de cristal, la destrozó en su día la chusma que frecuentaba un pub "de mala fama" que había justo enfrente hace años. "Un domingo vinimos y lo habían roto con la tapa de una alcantarilla. Lo había pintado un vecino. Lo reconstruimos, le hicimos una foto y ya lo hicimos de vinilo y lo pusimos allí".
Mateo padre se instaló en su día en el piso que hay encima de la tienda, donde crecieron sus dos hijos. Los dos inmuebles estaban comunicados por una escalera de caracol hasta que hicieron una reforma. Porque la tienda, hasta los 70, era la mitad de lo que es ahora y la otra parte era solo almacén. Su padre, igual que renunció a vender vino para no enemistarse con los de la bodega Burgos, tampoco trabajaba el fiambre. Hasta que Salvador, su otro hijo, se fue a hacer la mili a Ceuta y acabó en el economato militar. Allí se familiarizó con el jamón, el chorizo, los salchichones... Y a la vuelta decidieron introducir el fiambre en el Niño Llorón. "Mi padre, hasta entonces, se había dedicado a los frutos secos, las galletas, los cereales, las legumbres... Y tampoco había mucho abastecimiento, así que sacó el negocio adelante como pudo. Pero siempre nos dio libertad a mi hermano y a mí, y a mis primos, que también trabajaban con nosotros, así que entonces incorporamos el fiambre y, como ya había cerrado la bodega, también añadimos los vinos y el aceite".
Con la reforma tuvieron que quitar la escalera de caracol, que quedaba en medio, y en una esquina abrieron un hueco y metieron allí una escalera de mano para subir a casa. Mateo explica todo esto de pie, detrás del mostrador, con su cara de polaco y ese bigote que se pone recto cuando sonríe. Alrededor hay un mundo dedicado a la alimentación con muchos productos con solera que sirven de reclamo para clientes de toda València que acuden allí en busca de cosas que solo tiene el Niño Llorón. No hay más que mirar esos dulces que parecen de la transición: obleas, frutas de Aragón, pastelitos de boniato, fruta escarchada, mantecados... O latas con contenidos tan sorprendentes como el pollo al champán. O los sacos con las legumbres. Y en las estanterías, entre botes, una botella antiquísima de Fanta de naranja, el omnipresente san Pancracio y uno de esos azulejos chistosos donde pone lo siguiente: "Abrimos cuando venimos, cerramos cuando nos vamos, y si vienes cuando no estamos, es que no coincidimos".
Mateo tenía previsto estudiar una carrera, algo de ciencias, pero cuando su hermano se fue a la mili, su padre le dijo que tenía que quedarse en la tienda. Él pensó que sería una cosa pasajera, hasta que volviera Salvador del servicio militar, pero ya no salió de allí. Y han pasado cincuenta años. "Era lo natural. Mi padre no me preguntó: 'Mateíto, ¿tú quieres?'. Tenías que ir a la tienda y punto".
No tuvo que aprender el oficio. Lo mamó desde niño. Salía del colegio, de una academia que había en Ruzafa, y se iba a la tienda a echar una mano. "No llegaba al mostrador y ya estaba yo por aquí. Nuestra vida transcurría aquí y mi madre estaba todo el día entre la tienda y la casa". El barrio, en los 70, tenía de todo. "Había varias tiendas de alimentación, que entonces abundaban por toda la ciudad, y también había muchas joyerías porque esto era conocido como el Contraste porque era donde se contrastaba el oro y había cuatro o cinco joyerías que tenían la exclusiva de contrastar -se le ponía una marca como garantía de pureza-. Aquí la vida siempre ha sido tranquila y, más o menos, nos conocemos todos".
A su mujer la conoció en una tasca, Las Cuevas de Luis Candelas, que era de José Luis, uno de los primos que había trabajado anteriormente en el Niño Llorón. Unos pocos meses más tarde, cuando él tenía 21 años y ella 19, se casaron. "Tengo tres hijos y cuatro nietos. Y ni me hubiera gustado ni me hubiera disgustado que trabajaran aquí, pero los tres estudiaron y están bien colocados. No mamaron el negocio como yo".
Su padre daba recetas a los clientes para hacer dulces, una tradición que ha mantenido su hijo, al que a veces te encuentras explicándole a un joven cómo se hace la horchata, y eso le llevó a especializarse en almendra molida, coco, chocolates, margarinas, cosas especiales para hacer dulces y pastas. "Entonces venía mucha gente, sobre todo de la huerta, y se hacían todo en casa. Y lo que mi padre empezó, y yo lo mantuve y lo potencié, fue tener cosas más especiales. Especies, almendra molida, frutos secos que aún voy yo al horno a tostarlos, que les da un sabor que no tiene nada que ver con lo que pruebas por ahí... No hay color. Viene mucha gente de toda València y de alrededores a por cosas específicas. Tengo un catálogo de vinos muy apañado y sé aconsejarle a la gente lo que quiere. Ya no quedamos ni cuatro en València. Cerraron Huertas, Castillo, Viciano... Todos van cerrando y a mí me da pena que se vaya perdiendo este oficio. Pero el grande se come al chico".
Mientras cuenta su vida, la historia del Niño Llorón, suena por debajo una radio a la que nadie presta atención. Dice que ahí dentro no hay muy buena cobertura y que la sintoniza por internet. Mateo, que tiene pinta de hombre antiguo con el bolígrafo metido dentro del bolsillo de una camisa de cuadros, se ha modernizado y cada mañana le pide a Alexa que le ponga Radio Nacional de España. "No por nada sino porque no ponen publicidad". Y así, acompañado, va atendiendo a los clientes que van pasando. Algunos son ya la quinta generación que compra en el Niño Llorón y otros hay días que llegan cargados de malas noticias: "Mateo, que se ha muerto la señora Pepita". Unos se van, pero otros llegan. Y así, lustro a lustro, ha llegado la hora de dejar el negocio que afianzó su padre. No cerró ni durante el confinamiento. "Solo por la tarde, porque a la gente le daba miedo salir a la calle. Y durante esos días, algunos clientes me pedían si podía llevarles la compra a casa y dejársela en el descansillo. Y eso hice". Cuando se queda solo, Mateo le pide a Alexa que ponga algo de Sabina o de Serrat, sube el volumen y, feliz, satisfecho con lo que tiene, se pone a trajinar allí dentro. Y ahora que se tiene que marchar, posterga su despedida con el pretexto de que tiene que instruir a Antonia para que no se pierda el negocio, el ultramarinos del niño que ahora parece que llora por su marcha.