El Tribunal Constitucional ha anulado, de manera justa en el fondo pero injusta en las formas, la amnistía fiscal de Montoro, que también es la amnistía fiscal de Rajoy, de su gobierno de 2012 y de los diputados del PP y de CiU que convalidaron con su voto en el Congreso el real decreto-ley ahora declarado nulo. El hecho de que entre los defraudadores beneficiados por la condonación estén el exministro Rato, los Pujol, Bárcenas, Granados y otros pájaros del PP y CiU es una casualidad como otra cualquiera.
La sentencia —consecuencia de un recurso del PSOE— es una victoria moral para los ciudadanos que cumplen con sus obligaciones fiscales, para aquellos que cuando se retrasan o equivocan sufren la implacable maquinaria de la Agencia Tributaria e, incluso, para los que defraudan a pequeña escala sabiendo que si les pilla Hacienda lo pagarán caro. Es decir, para los pringados, los tontos, que Hacienda somos todos es solo un eslogan, Hacienda somos los tontos.
Es una victoria pírrica del Estado de Derecho que no tendrá consecuencias porque el Tribunal Constitucional se ha ocupado por dos vías de que los defraudadores favorecidos por Montoro no tengan que devolver el dinero. En primer lugar, al tardar cinco años en emitir la sentencia, con lo que cualquier reclamación de Hacienda estaría prescrita. Y en segundo lugar, por el principio de seguridad jurídica, según el cual los caraduras que se acogieron a la ley que en ese momento estaba en vigor no tienen que sufrir las consecuencias de que ahora sea declarada nula.
El principio de seguridad jurídica se aplica de forma desigual en España. Lo invocó el Tribunal Supremo para impedir que los bancos tuvieran que devolver a sus clientes todo el dinero de las cláusulas suelo. Un criterio que corrigió el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), luego la seguridad jurídica no es un principio que valga para justificar injusticias.
Sorprendentemente no lo aplicó el propio Tribunal Constitucional a los ciudadanos que invirtieron sus ahorros en energías renovables alentados por unas primas a largo plazo establecidas por ley y luego se encontraron con que el Gobierno los dejaba con el culo al aire, sin sus ahorros en el mejor de los casos y con créditos por pagar —los créditos había que devolverlos por seguridad jurídica— en el peor. Aquí los principios de seguridad jurídica y de confianza legítima cedían ante el "interés general" de la norma que reducía las primas aprobadas.
El TC argumentó entonces lo siguiente: "Los principios de seguridad jurídica y confianza legítima no permiten consagrar un pretendido derecho a la congelación del ordenamiento jurídico existente ni, evidentemente pueden impedir la introducción de modificaciones legislativas repentinas, máxime cuando lo hace el legislador de urgencia".
Aplicando ese criterio a los defraudadores que se acogieron a la amnistía fiscal, Montoro podría haber aprovechado para cambiar la norma una vez presentadas las declaraciones y hacerles pagar lo que tocaba. En lugar de eso, el ministro hizo lo contrario. Por sugerencia de los despachos que asesoraban a los evasores fiscales —¿también Equipo Económico?—, reinterpretó el decreto-ley mediante una orden ministerial en pleno período de recepción de liquidaciones para que, en lugar de pagar solo el 10%, los defraudadores acabasen pagando menos del 3%.
Tras conocer la sentencia, el número dos de Hacienda, José Enrique Fernández de Moya, insultó desde el Senado a la inteligencia de los contribuyentes, cosa que sin duda también hará Montoro desde la tribuna del Congreso. El secretario de Estado dijo que el Constitucional solo cuestiona "el instrumento normativo empleado" —el decreto-ley— pero que avala la "regularización" fiscal.
La posverdad de Fernández de Moya sobre un supuesto aval del TC a la amnistía fiscal se desmonta con dos frases de la sentencia que conviene recordar y subrayar: "La adopción de medidas que, en lugar de servir a la lucha contra el fraude fiscal, se aprovechan del mismo so pretexto de obtención de unos ingresos que se consideran imprescindibles ante un escenario de grave crisis económica, supone la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos". Según el tribunal, la decisión del ministro de Hacienda y del Gobierno de Rajoy "viene así a legitimar como una opción válida la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación de contribuir".
La sentencia no tiene efectos prácticos y, por lo que se ve, tampoco los va a tener políticos. Es una pena que el Tribunal de Cuentas no vaya a actuar en este caso, como sí hace con los alcaldes o con la exconsellera Lola Johnson para reclamar el dinero al responsable de un menoscabo en las cuentas públicas por una "acción u omisión contraria a la ley", como es el caso.
Montoro debería haber dimitido en cuanto se conoció la sentencia, como hizo Corcuera cuando el TC le tumbó la ley de la patada en la puerta. Pero ya no hay vergüenza. En lugar de eso, el ministro acudirá al Congreso a reírse de nuevo de los contribuyentes. Le aplaudirán los del PP, puede que lo reprueben el resto de grupos y Mariano Rajoy avalará —de verdad, no como el TC— su política de amiguetes.
Hasta que el ministro pague por lo que ha hecho, bien con su dimisión, bien con la destitución no fulminante por parte de Rajoy, a los ciudadanos nos queda la satisfacción de saber que teníamos razón y el derecho al pataleo, el único que no nos han recortado.