VALÈNCIA. En la oficina de Handrich es verano. Vale que Valencia se ha convertido en Valicia, de tanto y tanto que llueve, y que el día es desapacible, así que al entrar, al menos durante diez segundos, se agradece notar el calorcito, pero al instante el radiador crea un ambiente asfixiante. Quizá por eso Nikita nos recibe en manga corta y quizá por eso nos lanzamos de cabeza, al saber que nació en Siberia, a por el primer tópico, que esto debe ser una risa comparado con los inviernos a 30 o 40 grados bajo cero de su infancia. Pero este joven corta de golpe el camino que hemos emprendido: "El peor invierno de mi vida fue el primero que pasé en Castellón. No he pasado más frío en mi vida". Vale, habrá que tener cuidado con los tópicos... Nota mental: no caer en otro.
Nikita Solovykh nació en Kemerovo hace 38 años. La wikipedia dice que esta ciudad de Siberia Occidental tiene medio millón de habitantes y que su ciudadano más ilustre ha sido el cosmonauta Aleksei Leonov (1934-2019), el primer hombre que se dio un garbeo espacial fuera de su cápsula. Pero Nikita ofrece otra visión diferente: "Es una ciudad pequeñita, parecida a València de tamaño. Es una zona industrial dedicada a la producción de carbón, una de las más importantes del mundo, y toda la industria que se desarrolla alrededor del carbón. Es una ciudad súper industrial pero rodeada de una naturaleza salvaje, de taiga (los bosques boreales) por todas partes. Y un poco más al sur están los montes de Altái (una cordillera que alcanza Rusia, Mongolia, China y Kazajistán)".
Su madre es una mujer muy emprendedora que tuvo varios negocios en Siberia y su padre es músico, al principio como cantante y guitarrista de una banda en Kemerovo, y después, a finales de los 80, empezó a trabajar como ingeniero musical, se mudó con la familia a Moscú y se puso a colaborar con grupos rusos de prestigio. Nikita tenía 14 años cuando cambió de ciudad. Tiempos duros para un adolescente que tenía que forjar nuevas amistades en una megalópolis que nunca le enamoró. "Moscú me sigue pareciendo un hormiguero inmenso en el que es difícil integrarse. Es una ciudad con un programa cultural inmenso con cientos de museos y teatros, pero no es una ciudad acogedora", detalla.
Al acabar sus estudios en Moscú se mudó a Castellón para hacer un máster en la UJI. Nikita se alojó en la residencia universitaria y ahí descubrió que tan importante como la temperatura era cómo estaban acabadas y aisladas las viviendas. "Aquel invierno tuve que comprar cinta aislante porque daba igual tener la ventana abierta que cerrada. Lo pasé fatal. En Siberia hace frío en la calle, pero luego llegas a casa, te quitas toda la ropa y estás tan a gusto".
Nikita siguió en Moscú hasta 2007, cuando acabó sus estudios de traductor e intérprete. Antes, como había estudiado finlandés, se fue a hacer las prácticas a Finlandia, a una ciudad próxima a la frontera con Rusia donde conoció a una valenciana, María del Carmen, que estaba de Erasmus y se enamoraron. Durante unos meses fueron visitándose mutuamente, pero llegó un momento en el que uno de los dos tenía que dejar su país si querían que esa relación prosperara. El idioma empezó a desequilibrar la balanza. Ella, además, es artista y tenía un proyecto que quería seguir en València. No costó mucho convencer a Nikita, un tipo curioso que acabó pasando el verano en València y después se fue a estudiar a Castellón porque había un máster que se impartía en inglés. Y ya se quedó.
A Nikita siempre le gustaron las relaciones interculturales, conectar a personas que podían tener una visión del mundo distintas, y tenía claro que no quería ser un traductor puro y duro. Con el tiempo acabó formándose y trabajando en el ámbito del marketing digital y la comunicación. "Nunca me he centrado en una cosa única", puntualiza este ruso que lleva catorce años en la Comunitat Valenciana. Primero en Castellón, luego dos años en Benicàssim y finalmente en València, de donde no se movió su mujer.
A pesar de su deriva profesional, los idiomas siempre se le dieron bien. Después del ruso y el finlandés, y del inglés, que ya dominaba, terminó aprendiendo castellano y francés. Además estudió valenciano varios años en la Escuela Oficial de Idiomas. "Y también hablo el idioma de la programación, que yo creo que, hoy en día, es otra forma de comunicarse. Y aquí en Handrich, en la empresa, llevo toda la parte de programación". Nikita lleva seis años en la agencia, que desde hace un año está en una coqueta oficina de la Gran Vía Marqués del Turia, en uno de esos pisos típicos del Ensanche con suelo de azulejo, techos tallados y columnas de ladrillo visto. Y allí, en una esquina, con sus gafas de pasta, un pelo perfecto y un ordenador metalizado subido en una espacie de pedestal, trabaja su compañera Celia con los auriculares puestos y los pies bien cerca del radiador.
Desde que se mudó a España, nunca ha viajado con mucha frecuencia a Rusia. Una vez al año iba a ver a la familia y a los amigos. Unas veces a Moscú y otras a Siberia para visitar a su abuela Iraida, que falleció el pasado fin de semana. Ni Nikita ni su hermano pequeño, que trabaja como periodista en Turquía, pudieron ir a despedirse de ella a Kemerovo. La guerra había estallado y no podían viajar a su país. A Nikita, que es un chico alegre, se le ensombrece el rostro porque sabe que ha llegado el momento incómodo de la entrevista. Durante unos minutos será como si una nube se colocara encima de su cabeza. Hay una pena contenida mientras él se esfuerza por ser muy claro y muy preciso en sus respuestas. Porque Putin no se anda con bromas y, antes que nada, Nikita hace una advertencia: "Nos han cortado las alas para hablar libremente porque hay una ley que, si das información falsa, te pueden caer hasta quince años de prisión, y la decisión de qué es verdadero y qué es falso es del Gobierno, así que no sabemos qué se puede decir".
El 24 de febrero comenzó el ataque de Rusia contra Ucrania. Nikita creía que la demostración de fuerza de Putin se quedaría en aquellas maniobras militares que realizó en la frontera; le parecía inconcebible que en pleno siglo XXI explotaran de nuevo las bombas en Europa. Por eso, ese 24 de febrero está muy borroso en la memoria de este siberiano triste y abatido por la invasión. Intenta recordar el momento en que se enteró de la noticia y le cuesta. Después de un largo silencio duda si lo vio en el móvil, si le despertó su mujer para comunicárselo o si fue por una llamada de su hermano. "No me lo esperaba. Yo creo que ni los más radicales esperaban este ataque. Un ataque contra un país que es como si Cataluña se independizara y años después España atacara a Cataluña. Muchos todavía estamos procesando una decisión así".
Nikita recibió la noticia, aunque no recuerda cómo, y después se fue a visitar a un cliente, pero estaba como paralizado. Miraba las noticias una y otra vez y no se lo podía creer. Rusia estaba invadiendo Ucrania.
Los padres de Nikita, explica, forman parte de una generación muy apolítica. Él no comparte del todo esta actitud y durante sus años de universitario fue un alumno bastante activo que alzaba la voz contra las injusticias. "Después de eso vi que ser apolítico tiene sus consecuencias directas por lo que te puede caer luego y lo que puede suceder más tarde por no participar en los debates políticos. Por eso no hablamos mucho. Yo sé que ellos sufren, pero que no tienen la capacidad para expresar ese sentimiento como lo podría expresar yo, y no se lo puedo exigir. Intentamos no discutir y solo trato de tranquilizarles. Y luego, además, yo no sé qué información les llega, aunque nadie tiene la verdad absoluta".
Nikita no entiende la decisión de invadir Ucrania, pero quiere dejar claro que no es una decisión del pueblo ruso sino de unas personas concretas. La imposibilidad de volar a Rusia, además, le deja sin opción de viajar para apoyar a su familia o para defender los valores que a él le gustaría defender. "Yo solo quiero que esto se acabe cuanto antes", concluye. Porque desde hace un mes su estado de ánimo sube y baja por culpa de esta guerra que tiene clavada en el corazón. "Hay días que te levantas con rabia y con ganas de intentar hacer algo; otros días te levantas agotado por todo esto y no quieres ni escuchar las noticias; y luego, siendo ruso, cada persona que te conoce te pregunta por cómo estas y tienes que explicarlo una y otra vez. Y no es cansino, es doloroso".
Este siberiano-valenciano, que lleva tres años intentando conseguir la nacionalidad española, echa de menos también poder sentarse con un compatriota que piense como él y debatir. Porque su mujer muestra comprensión, pero no conoce en profundidad la realidad de Rusia y Ucrania. Y eso también le genera frustración a Nikita. Al menos no le ha salpicado la 'rusofobia' en València. Al contrario, la gente que le conoce le trata con afecto porque entiende que está pasando por una situación muy dolorosa. "Aunque podría entender que en el futuro me encontrara a un ucraniano y me hiciera un reproche. No podría decirle nada. Tendría todo el derecho a estar enfadado conmigo, aunque fuera irracional porque yo no tengo nada que ver con ese ataque. Pero entendería su indignación y la asumiría. Yo intentaría explicarle mi postura y pedirle disculpas por las decisiones de los gobernantes".
Impresionan la humildad y la delicadeza que destilan las palabras de Nikita, que se remueve incómodo en la silla de esa habitación caldeada por el radiador de Celia, que permanece en silencio, no se sabe si escuchando o no a su compañero, que responde a todas las preguntas con todo un juicio y un sentido común que vendrían muy bien en el Kremlin. De vez en cuando, Nikita mueve el pie, nervioso, arriba y abajo. Lleva los pies calzados con unas zapatillas de correr por la montaña que delatan su gran afición. Hace unos meses, en pleno invierno, hizo un tramo del Camino de Santiago, desde San Sebastián a Bilbao, corriendo. Y dentro de un mes se pondrá el dorsal para correr en el Penyagolosa Trails. En la muñeca lleva un reloj enorme, de esos que te informan de todo lo que te puedas imaginar: altitud, kilómetros recorridos, desnivel salvado, pulsaciones...
La afición por correr hunde sus raíces en su infancia. Eran los noventa, una época que en Rusia se asocia a malos tiempos. Acababa de caer la Unión Soviética (1991), Rusia era un caos y Siberia especialmente. Había mafia, drogas y mucha delincuencia, así que muchos padres apuntaban a sus hijos a cualquier cosa con tal de que no estuviesen arruinando su futuro en la calle. "Y mis padres me apuntaron a hacer atletismo. Empecé con siete años y lo practiqué hasta los catorce. Me gustaba mucho hacer el salto de altura y los 110 metros vallas, hasta que me destrocé la rodilla. En Moscú seguí corriendo algo, pero jugué más al tenis, que comencé a practicarlo en Kemerovo porque mi entrenador de atletismo me apuntó también porque tenía mucha energía".
La montaña siempre le había gustado. Primero en Siberia y luego en Castellón. Pero nunca se le había ocurrido correr por las pendientes. Aquí comenzó a ir a Vilafamés, el pueblo de su suegra, en la Plana Alta, y se convirtió en su lugar de desconexión. Allí se olvida del móvil y todo se ralentiza. Hace diez años empezó a salir a pasear, a coger tomillo y romero, a respirar aire puro. Hasta que un día empezó a correr. Dos años más tarde comenzó a trabajar con el equipo de comunicación de Salomon, conoció de cerca los trails, las carreras de montaña, y se enganchó.
Su condición de ruso nunca la trasladó al deporte. Nikita recuerda que, de joven, iba a ver un partido de hockey hielo y si algún jugador del equipo rival le gustaba mucho, acababa sintiendo que simpatizaba más con la selección de Suecia, Finlandia o el país que fuera que con el suyo. Nunca fue un patriota de los deportes. Y cuando los amigos, ya en València, decían de ir a un bar a ver el partido de fútbol, Nikita iba por las cervezas y la compañía porque, en realidad, el fútbol le daba totalmente igual.
Su mujer se llama María del Carmen, y, curiosamente, la familia le llama María y el resto, Carmen. "Yo la conocí como Carmen y ahora para mí es María", se ríe Nikita, que habla con admiración de ella. María, o Carmen, tiene también un nombre artístico: Señor Cifrián, que surge de coger su primer apellido, Cifrián, y el de su compañera, Esther Señor, la amiga que hizo el primer día en la carrera de Bellas Artes y con quien ha formado un colectivo artístico que ha recibido varios premios.
La entrevista llega a su fin. Nikita ha hablado de su vida, de su traslado de Rusia a España, y hasta de esa guerra que tiene horrorizado a Occidente. No ha tenido que tropezar con ningún tópico más. Pero, de repente, mientras estamos recogiendo, Kike, el fotógrafo, coge y pregunta: "Oye, Nikita, ¿tú bebes vodka?".